– El conde sabe que el capitán es inocente -dije cuando estuvimos aparte de nuevo.
– Claro que lo sabe -respondió el poeta-. Pero la insolencia del capitán y aquel piquete en el brazo son difíciles de perdonar, y más con el rey de por medio… Ahora tiene ocasión de resolverlo honorablemente.
– Tampoco se compromete demasiado -objeté-. Sólo a arreglar una cita del capitán con el conde-duque.
Don Francisco miró en torno y bajó la voz.
– Pues no es poco -opinó-. Aunque, cortesano a fin de cuentas, pretenderá beneficiarse… El negocio va más allá de un simple asunto de faldas; así que obra con mucho seso al ponerlo en manos del valido. Alatriste es un testigo utilísimo para desvelar la conspiración. Saben que nunca hablaría bajo tortura; o al menos tienen dudas razonables… Por las buenas es distinto.
Sentí volver las punzadas de remordimiento. Yo no les había hablado de Angélica de Alquézar a Guadalmedina ni a don Francisco; sólo al capitán. En cuanto a mi amo, delatar o no a Angélica era cosa suya. Pero no iba a ser yo quien pronunciara ante otros el nombre de la jovencita a la que, pese a todo y para condenación de mi alma, seguía amando hasta las asaduras.
– El problema -prosiguió el poeta- es que después del ruido que ha hecho con su fuga, Alatriste no puede ir por ahí como si tal cosa… Al menos hasta que se entreviste con Olivares y Guadalmedina en El Escorial. Pero son siete leguas.
Asentí inquieto. Yo mismo había alquilado por cuenta de don Francisco un buen caballo para que el capitán saliera a la madrugada siguiente para el real sitio, donde debía presentarse por la noche. El animal, puesto al cuidado de Bartolo Cagafuego, estaría ensillado antes de, romper el alba junto a la ermita del Ángel, al otro lado del puente de la segoviana.
– Tal vez vuestra merced debería hablar con el conde, por si hubiera algún imprevisto.
Don Francisco se puso una mano sobre el lagarto de Santiago que llevaba al pecho.
– ¿Yo?… Ni lo pienses, jovenzuelo. He conseguido mantenerme fuera sin faltar a la amistad con el capitán. ¿Para qué estropearlo a última hora?… Tú lo estás haciendo muy bien.
Saludó con una inclinación de cabeza a más conocidos, se retorció el mostacho y apoyó la palma de la zurda en el pomo de su espada.
– Debo decir que te has portado como un hombre -concluyó con afecto-. Implicarte con Guadalmedina era poner la cabeza en el finibusterre… Le echaste mucho cuajo.
No respondí. Miraba alrededor, pues tenía mi propia cita antes de viajar a El Escorial. Habíamos llegado cerca de la escalera de anchos peldaños que se alzaba entre el patio de la Reina y el del Rey, bajo el gran tapiz alegórico que presidía el rellano principal donde estaban inmóviles, con sus alabardas, cuatro guardias tudescos. Lo más granado de la Corte; con el conde-duque y su esposa a la cabeza, aguardaba allí la bajada de los reyes para cumplimentarlos: un espectáculo de telas finas, joyas, damas perfumadas y caballeros de engomados bigotes y rizadas guedejas. Observándolos, oí murmurar a don Francisco:
Me volví hacia él. Yo sabía algo del mundo y de la Corte. También recordaba lo del rey y su piojo.
– Pues bien que viaja vuestra merced, señor poeta -dije sonriendo-, en el coche del marqués de Liche.
Don Francisco me devolvió imperturbable la mirada, ojeó a un lado y a otro, y al fin me dio un pescozón disimulado.
– Chitón, lenguaraz. Cada cosa tiene su momento. Y no hagas verdad ese magnífico verso, mío por cierto, que dice: raer tiernas orejas con verdades no es seguro.
Y en el mismo tono quedo, recitó:
Pero el mundo nuevo, o sea, yo, había dejado de prestarle atención al mundo viejo. El bufón Gastoncillo acababa de asomar la cabeza entre la gente, y por señas me indicaba la escalera de atrás, utilizada por la servidumbre de palacio. Y al levantar la vista hacia la galería superior vi, tras la balaustrada de granito labrado, los tirabuzones rubios de Angélica de Alquézar. Una carta escrita por mi la tarde anterior había llegado a su destino.
– Tendréis algo que decirme -apunté-. Supongo.
– En absoluto. Y no dispongo de mucho tiempo, pues la reina mi señora está a punto de bajar.
Estaba de manos en la balaustrada, mirando el trajín del patio. Sus ojos eran esa mañana tan fríos como sus palabras. Nada que ver con la jovencita cálida, vestida de hombre, a la que yo había estrechado en mis brazos.
– Esta vez habéis ido demasiado lejos -dije-. Vos, vuestro tío y quien ande complicado en esto.
Enlazó los dedos, el aire distraído, en las cintas que adornaban el corpiño de su vestido de raso con flores y guardapiés de ormesí.
– No sé de qué me habláis, caballero. Ni qué tiene que ver mi tío con vuestras locuras.
– Hablo de la emboscada en las Minillas -repuse, irritado-. Del hombre del jubón amarillo. Del intento de matar al…
Me puso una mano sobre los labios, exactamente igual que unas noches antes me había puesto un beso. Me estremecí, y se dio cuenta. Sonrió.
– No digáis sandeces.
– Si todo se descubre -dije- corréis peligro.
Me observó, interesada. Casi curiosa por mi inquietud.
– No os imagino pronunciando el nombre de una dama en lugares inconvenientes.
Había intención en sus palabras. Como si adivinara lo que pasaba por mi cabeza. Me erguí, incómodo.
– Yo, tal vez no -dije-. Pero hay más gente implicada.
Parecía no dar crédito a lo que insinuaban mis palabras.
– ¿Le habéis hablado de mí a vuestro amigo Batatriste?
Callé, desviando la vista. Ella leyó la respuesta en mi cara.
– Os creía un hidalgo -dijo con desdén.
– Lo soy -protesté.
– También creía que me amabais.
Me puso una mano sobre los labios…
– Y os amo.
Se mordió el labio inferior, pensativa. Sus ojos eran círculos de piedra azul muy dura y pulida.
– ¿Me habéis delatado ante alguien más? -inquirió al fin, con rudeza.
Había tal desprecio en la palabra delatado que enmudecí de vergüenza. Al cabo pude rehacerme y abrí la boca para protestar de nuevo. No pretenderéis, quise decir, que le oculte todo esto al capitán. Pero unos trompetazos que resonaban en el patio ahogaron mis palabras: sus majestades los reyes habían aparecido al otro lado de la balaustrada, en lo alto de la escalera principal. Angélica miró en torno y se recogió el ruedo del vestido.
– Tengo que irme -parecía reflexionar a toda prisa-. Os veré de nuevo, tal vez.
– ¿Dónde?
Dudó, dirigiéndome una extraña ojeada; tan penetrante que me sentí desnudo ante ella.
– ¿Vais a El Escorial con don Francisco de Quevedo?
– Sí.
– Entonces, allí.
– ¿Cómo os encontraré?
– Sois bobo. Seré yo quien os encuentre.