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– Espera aquí -dijo.

Obedecí, mientras Álvaro de la Marca desaparecía por una puerta. Estaba en un sombrío vestíbulo de granito gris, sin tapices, cuadros ni adornos, y toda aquella piedra fría al rededor me hizo estremecer. Pero aún me estremecí más cuando el de la Marca asomó de nuevo, dijo secamente que, entrase, y al dar cuatro pasos me vi en una galería larga, el techo pintado y las paredes ornadas con frescos que representaban escenas militares, sin otros muebles que un bufete con aderezo de escribir y una silla. La estancia tenía nueve ventanas a un lado, abiertas a un patio interior cuya luz iluminaba la prolongada pintura principal que decoraba la pop red opuesta, donde antiguos caballeros cristianos reñían con moros, mostrándose hasta en el menor detalle los pormenores del ejército y del combate. Era la primera vez que entraba en la galería de las Batallas, y estaba lejos de suponer hasta qué punto, con el tiempo, aquellas pinturas conmemorando la victoria de la Higueruela, la gesta de San Quintín y la jornada de las Terceras iban a serme tan familiares como el resto del edificio real, cuando años después llegué a ser teniente, y luego capitán, de la guardia vieja de nuestra señor Felipe IV De cualquier modo, en aquel momento, el Iñigo Balboa que caminaba junto al conde de Guadalmedina era sólo un joven asustado, incapaz de apreciar la majestuosidad de las pinturas que decoraban la galería. Mis cinco sentidos estaban puestos en la figura imponente que aguardaba al extremo, junto a la última de las ventanas: un hombre corpulento, de barba espesa recortada en el mentón y terrible mostacho que se espesaba en las guías. Vestía de lama noguerada, con la cruz verde de Alcántara; y su cabeza, grande, poderosa, se asentaba sobre un cuello que a duras penas se veía contenido por la golilla almidonada. Al acercarme clavó en mí unos ojos inteligentes y amenazadores como arcabuces negros. En los días que narro, aquellos ojos daban pavor a toda Europa.

– Éste es el mozo -apuntó Guadalmedina.

El conde-duque de Olivares, valido de Su Católica Majestad, asintió casi imperceptiblemente, sin dejar de observarme. En una mano sostenía un papel escrito y en la otra una taza de chocolate.

– ¿Cuándo llega ese Alatriste? -le preguntó a Guadalmedina.

– A la puesta de sol, supongo. Tiene instrucciones para presentarse en el acto.

Olivares se inclinó un poco hacia mí. Oírlo pronunciar el nombre de mi amo me había dejado estupefacto.

– ¿Tú eres Iñigo Balboa?

Hice un gesto afirmativo, incapaz de articular palabra, mientras intentaba ordenar mi mente confusa. El conde-duque leía el documento entre sorbos al chocolate, murmurando algunos párrafos en voz alta: nacido en Oñate, Guipúzcoa, hijo de un soldado muerto en Flandes, criado de Diego Alatriste y Tenorio, más conocido como el capitán Alatriste, etcétera. Mochilero en el tercio viejo de Cartagena. Toma de Oudkerk, batalla del molino Ruyter, combate de Terheyden, asedio de Breda -entre cada nombre flamenco alzaba los ojos del papel, como para comparar aquello con mi evidente juventud-. Y antes de Flandes, un auto de fe de la plaza Mayor de Madrid, el año mil seiscientos y veintitrés.

– Ya recuerdo -dijo, observándome con más atención mientras dejaba la taza sobre el bufete-… Aquel asunto con el Santo Oficio.

No era tranquilizador conocer que tu biografía andaba en papeles; y el recuerdo de mi aventura con la Inquisición no contribuyó a serenarme el ánimo. Pero la pregunta que vino después me trocó el desconcierto en pánico:

– ¿Qué ocurrió en las Minillas?

Miré a Álvaro de la Marca, que hizo un movimiento tranquilizador con la cabeza.

– Puedes hablar delante de su grandeza -dijo-. Está al corriente de todo.

Seguí mirándolo, receloso. Yo le había referido en el garito de Juan Vicuña los sucesos de la infausta noche, bajo condición de que no hablara con nadie hasta entrevistarse con el capitán Alatriste. Pero el capitán aún no estaba allí. Guadalmedina, cortesano al fin, no había jugado limpio. O se cubría las espaldas.

– No sé nada del capitán -balbucí.

– Déjate de tonterías, pardiez -urgió Guadalmedina-. Estuviste con él y con el hombre que murió. Explícale a su grandeza cómo fue todo.

Me volví hacia el conde-duque. Continuaba estudiándome con una fijeza feroz que daba espanto. Aquel hombre sostenía sobre sus hombros la monarquía más poderosa de la tierra; movía ejércitos a través de los mares y las cordilleras con sólo enarcar una ceja. Allí estaba yo, temblando por dentro como una hoja. Y a punto de decirle no.

– No -dije.

Parpadeó un instante el valido.

– ¿Te has vuelto loco? -exclamó Guadalmedina.

El conde-duque no me quitaba la vista de encima. Sin embargo, sus ojos parecían ahora más curiosos que furibundos.

– Por mi vida, que voy a… -empezó Guadalmedina, amenazador, dando un paso hacia mí.

Olivares lo detuvo con un ademán: un movimiento breve, apenas consumado, de su mano izquierda. Luego le dio otro vistazo al papel y lo dobló en cuatro antes de guardárselo entre la ropa.

– ¿Por qué no? -me preguntó.

Lo hizo casi con suavidad. Miré las ventanas y las chimeneas al otro lado del patio, los tejados de pizarra azul iluminados por el sol que empezaba a declinar en el cielo. Luego encogí los hombros y no dije esta boca es mía.

– Vive Cristo -dijo Guadalmedina- que te haré soltar la lengua.

El conde-duque descartó aquello, alzando un poco la mano otra vez. Parecía escudriñar cada rincón de mi seso.

– Es tu amigo, naturalmente -dijo al fin.

Asentí. Al cabo de un momento el valido asintió también.

– Comprendo -dijo.

Dio unos pasos por la galería, deteniéndose junto a uno de los frescos pintados entre las ventanas: cuadros de infantería española erizados de picas en torno a la cruz de San Andrés, marchando hacia el enemigo. Yo había estado dentro de esos cuadros, pensé con amargura. Acero en mano, tiznado de pólvora, ronco de gritar el nombre de España. El capitán Alatriste, también. Pese a todo, en tales andábamos. Vi que el valido seguía la dirección de mis ojos hasta la pintura, leyendo mis recuerdos. Un apunte de sonrisa le suavizó el gesto.

– Creo que tu amo es inocente -dijo-. Tienes mi palabra.

Consideré muy por lo menudo la figura imponente que tenía ante mí. No me hacía ilusiones. Había vivido algo, y no se me escapaba que la tolerancia que el hombre más poderoso de España -que era decir del mundo- me mostraba en ese momento, no era sino cálculo inteligentísimo, propio de un hombre capaz de aplicar los resortes de su talento a la vasta empresa que lo obsesionaba: hacer a su nación grande, católica y poderosa, sosteniéndola por tierra y mar frente a ingleses, franceses, holandeses, turcos y el mundo en general; pues tan enorme y temido era el imperio español, que nadie lograría sus ambiciones sino a costa de las nuestras. Para el conde-duque, semejante empresa justificaba cualquier medio. Y comprendí que el mismo tono mesurado y paciente con el que me hablaba podría utilizarlo para ordenar que me descuartizaran vivo; y lo haría, llegado el caso, sin que eso lo turbase más que aplastar moscas a papirotazos. Yo sólo era un humildísimo peón en el complejo tablero de ajedrez donde Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, jugaba la arriesgada partida de su privanza. Y mucho más adelante cuando la vida me llevó a ello, pude confirmar que el valido todopoderoso de nuestro señor don Felipe IV, pese que nunca vaciló en sacrificar cuantos peones hubo menester, nunca se desprendía de una pieza, por modesta que fuera, mientras creyese que podía serle útil.