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Empecé a inquietarme a la hora de los avemarías, cuando don Francisco de Quevedo, el aire sombrío, vino a decirme que mi amo no se había presentado al conde de Guadalmedina, y que éste se impacientaba. Salí afuera, presa de oscuros presentimientos, yendo a sentarme en el pretil de la lonja que da a oriente, desde donde podía ver la desembocadura del camino de Madrid. Permanecí allí hasta que el sol, velado 1a última hora por feas nubes grises, acabó de ocultarse tras las montañas. Luego, desazonado, volví en busca del poeta, sin hallarlo. Quise ir más allá, pero los arqueros de guardia no me dejaron pasar al patio principal porque los reyes y sus invitados asistían en el templete a una velada con música. Pedí que avisaran a don Álvaro de la Marca, mas el sargento de facción dijo que no era momento oportuno; que esperase a que el sarao concluyera o me fuera a molestar a otra parte. Al fin un conocido de don Francisco, con quien me topé al pie de la escalera del Bergamasco, me contó que el poeta había ido a cenar a la hostería de la Cañada Real, pasado el arca frente al palacio; allí solía comer y cenar. De modo que salí otra vez, y cruzando de nuevo la lonja remonté la cuestecilla del arco, torcí a la izquierda y me encaminé a la hostería.

El lugar era pequeño, agradable, iluminado por lampiones con hachetas de sebo. Las paredes, construidas con la misma piedra berroqueña que el palacio, estaban adornadas con ristras de ajos, perniles y embutidos. Había un fogón grande atendido por el ama, y el hostelero servía la mesa. A ésta se hallaban sentados don Francisco de Quevedo, María de Castro y el marido de la representante. El poeta me interrogó con la mirada, frunció el ceño ante mi gesto negativo y me invitó a sentarme con ellos.

– Creo -dijo-, que conocen a mi joven amigo.

Me conocían, en efecto. Sobre todo la Castro. La bella representante me acogió con una sonrisa, y el marido con un gesto irónico y exageradamente amable, pues no ignoraba a quién servía yo. Acababan de despachar una cazuela de truchas guisadas, por ser viernes, cuyos restos me ofrecieron; pero mi estómago se encontraba demasiado inquieto, y me conformé con sopar un poco de pan en vino. Negocio ese por cierto, el del vino, al que aquella noche Rafael de Cózar no parecía ajeno, pues tenía los ojos enrojecidos y la lengua se le espesaba como quien ha honrado el jarro hasta cargar delantero. Trajo más vino el dueño, y esta vez fue dulce de Pedro Ximénez. María de Castro, vestida con justillo y basquiña de paño verde, a lo amazona, con al menos cincuenta escudos de puntillas y encaje de Flandes en el escote, puño y ruedo de la falda, bebía con mucha gracia y poquito a poco don Francisco lo hacía con mesura y Cózar con verdadera sed. Así, entre sorbo y sorbo, los tres siguieron hablando sus asuntos, detalles de la representación y la manera de de tal o cual verso, mientras yo aguardaba el momento de hacer un aparte con el poeta. Pese a cuanto me atormentaba, tu ocasión de admirar otra vez la hermosura de la mujer quien mi amo se había enfrentado al capricho de un rey. Y lo que me estremeció fue la sangre fría con que María de Castro echaba atrás la cabeza para reír, mojaba los labios en vino, se ajustaba las calabacillas de coral que colgaban de lindas orejas, o miraba a su marido, a don Francisco y a con aquel modo particular que tenía de mirar a los hombres, haciéndolos sentirse elegidos y únicos en el mundo. No pude evitar que mi pensamiento volase hasta Angélica de Alquézar, y eso hizo que me interrogara sobre si de veras le importaba a la Castro la suerte del capitán Alatriste, e incluso la del rey mismo, o si por el contrario reyes y peones serían en ajedrez de mujeres como ella -tal vez en el de todas las mujeres- piezas coyunturales y prescindibles. Y me encontré meditando sobre si María de Castro, Angélica y las otras podía compararse, al cabo, con soldados en territorio hostil, viéndolas como yo mismo me había visto en Flandes: merodeador forrajeando en un mundo de hombres, usando contra ello como munición, su belleza, y como arma, los vicios y las pasiones del enemigo. Una guerra donde sólo las más valerosas y crueles tenían posibilidades de sobrevivir, y donde casi siempre el paso del tiempo acababa vendiéndolas. Nadie hubiera dicho, viendo a María de Castro en la belleza perfecta de su juventud, que pocos años más tarde, por asuntos ajenos a presente historia, mi amo había de visitarla por última vez e el asilo de mujeres enfermas frente al hospital de Atocha, envejecida y desfigurada por el mal francés, tapándose la cara con el manto por vergüenza de que la contemplaran en ese estado. Y que yo, disimulado junto a la puerta, vería al capitán Alatriste, al despedirse, inclinarse hacia ella pese a su resistencia, alzar el manto y depositar en su boca marchita un último beso.

En ésas estábamos cuando se acercó el hostelero, deslizando unas palabras en voz baja a la actriz. Asintió ella, acarició la mano de su marido y se puso en pie con crujido de faldas.

– Buenas noches -dijo.

– ¿Os acompaño? -preguntó Cózar, distraído.

– No hace falta. Unas amigas me esperan… Damas de la reina.

Se retocaba el color de la cara con un papelillo de arrebol de Granada, mirándose en un espejito. A tales horas, pensé, las únicas damas que no estaban recogidas eran las busconas y las sotas de las barajas. Don Francisco y yo cambiamos una mirada cargada de intención; Cózar la sorprendió. Su rostro era una máscara impasible.

– Haré que os traigan el coche -dijo a su mujer.

– No hace falta -repuso ella muy desenvuelta-. Mis amigas han enviado el suyo.

El marido asintió indiferente, cual si no hubiese trecho de lo uno a lo otro. Se inclinaba sobre el vino, y fuera de él todo parecía dársele un ardite.

– ¿Puedo saber dónde estaréis?

La mujer sonrió, voluble y encantadora, guardando el espejo en un bolsito de malla de plata.

– Oh, por ahí. En La Fresneda, me parece… No vale la pena que me esperéis despierto.

Despidióse con otra sonrisa y mucho desparpajo, acomodó el manto sobre la cabeza y los hombros, recogió el ruedo su falda y salió sola, haciendo un dulce ademán negativo a don, Francisco, que, galante, se había levantado para acompañar) a la puerta. Observé que el marido no se movía de su asiento: desabrochado el jubón y el vaso entre las manos, mirando e vino con expresión absorta y una extraña mueca entoldada; por el mostacho que se le juntaba con las patillas tudescas. Esta bizarra hembra se va sola, pensé, y el tragamallas de su legítimo se queda con don Pedro Ximénez y con esa cara, es que ella no va precisamente a rezar sus devociones antes de dormir. La nueva mirada grave, fugaz, muy enarcadas las cejas, que me dirigió don Francisco no hizo sino confirmar ese extremo. La Fresneda era una granja real con pabellón de caza, a poco más de media legua de El Escorial, al extremo de una larga avenida de álamos. No había noticia de que la reina o sus damas la pisaran nunca.