– Ya es hora de que nos retiremos todos -dijo el poeta.
Cózar siguió sin moverse, estudiando el vaso. La mueca irónica se le acentuaba más, encanallándole el gesto.
– A qué tanta prisa -murmuró.
Parecía hombre distinto al que yo conocía de lejos, como si el vino descubriera ángulos de sombra imposibles de advertir a la luz de las candelas de un corral de comedias.
– Hagamos la razón -dijo de pronto, alzando el vaso- a la salud de Felipillo.
Lo observé, inquieto. Hasta un representante de su fama debía tener cuidado según con qué bromas. Lo cierto es que esa noche Cózar no era el actor chispeante y gracioso que veíamos sobre las tablas, siempre con la réplica ingeniosa en los labios y de permanente buen humor, con aquel aire burlón, tan suyo, de sorba yo y ayunen los gusanos. Don Francisco cambió conmigo otra mirada y luego echó más vino y se lo llevó a los labios. Yo me removía en el asiento, dirigiéndole ojeadas impacientes. Pero encogió los hombros. No hay gran cosa por hacer, decía sin palabras. Tu amo es quien tira los dados, y no aparece. En cuanto a este otro, ya ves. A veces el azumbre mete pies a cosas que la sobriedad mantiene a raya.
– ¿Cómo dice aquel bonísimo soneto vuestro, señor de Quevedo? -Cózar había puesto una mano sobre el brazo del poeta-. Ese del platero bermejazo y la ninfa Dafne… ¿Sabe vuesa merced cuál digo?
Don Francisco lo observó atento, muy fijo, como catándole detrás de los ojos. Sus lentes reflejaban la luz de las velas.
– No lo recuerdo -repuso al fin.
Se retorcía el bigote, molesto. No debía de gustarle, concluí, lo que había visto dentro de Cózar. Yo mismo apreciaba en el tono del comediante algo que nunca imaginé: rencor vago, contenido y oscuro. Algo por completo opuesto al personaje que era, o que aparentaba ser.
– ¿No?… Pues yo sí.-Cózar levantaba un dedo-. Esperad.
Y recitó, la lengua un poco insegura pero con destreza oratoria, pues era magnífico actor y de voz excelente:
No era precisa aguja de navegar cultos para descifrar tal símbolos; así que el poeta y yo nos miramos de nuevo, incómodos. Pero a Cózar no parecía importarle. Se había llevado el vaso a los labios y parecía reír entre dientes.
– ¿Y aquellos otros versos? -añadió, dos tragos más tarde-. ¿Tampoco se acuerda vuesa merced?… Sí, hombre. Los que empiezan: Cornudo eres, Fulano, hasta los codos.
Se agitaba don Francisco, mirando alrededor como quien busca camino para irse.
– No sé de qué estáis hablando, pardiez.
– ¿No?… Pues son vuestros, y famosos. También se dice en los mentideros que algo tengo que ver en ellos.
– Sandeces. Habéis bebido más de la cuenta.
– Claro que he bebido. Pero tengo una memoria estupenda para el verso… Fíjese vuesa merced:
– … No en vano soy el primer actor de España, pardiez. Y atienda, señor poeta, que ahora me viene a las mientes otro soneto oportunísimo… Me refiero al que empieza: La voz del ojo que llamamos pedo.
– Ese es anónimo, que yo sepa.
– Sí. Pero se atribuye a vuestro ilustre ingenio.
El poeta empezaba a irritarse de veras, sin dejar de dirigir ojeadas a diestro y siniestro. Por suerte, decía el alivio de su cara, estamos solos y el hostelero lejos. Pues ya, sin encomendarse a nadie, Cózar recitaba:
Versos que, en efecto, eran de don Francisco, aunque éste lo negase como gato panza arriba; escritos en otro tiempo de menos martelo del poeta con la Corte, seguían corriendo en copias manuscritas por media España, aunque él habría dado una oreja por retirarlos, si pudiera. El caso fue que aquello, pues tanto vino había de por medio, colmó el vaso: don Francisco llamó al hostelero, pagó la cena y levantóse muy destemplado, dejando allí a Cózar. Yo fui detrás.
– Dentro de dos días va a representar ante el rey -dije en el zaguán, inquieto-. Y se trata de vuestra comedia.
Todavía añusgado el semblante, el poeta miró atrás. Luego chasqueó la lengua.
– No hay de qué preocuparse -dijo al fin, torcido y burlón-. Sólo es una alferecía pasajera… Mañana por la mañana, dormido el vino, todo será como suele.
Se ató los cordones del herreruelo negro, dejándolo caer sobre los hombros.
– Aunque, por vida de Roque -añadió tras pensarlo un poco-, nunca sospeché que semejante manso tuviera picores de honra.
Dirigí una última mirada de asombro a la menuda figuró` del representante, a quien, como don Francisco, siempre había tenido por hombre risueño, de mucho humor y pareja desvergüenza. Lo que demuestra -y todavía me iba a sorprender más en las próximas horas- que nunca terminas de sondar el corazón de los hombres.
– ¿Habéis pensado que tal vez la ama? -pregunté.
Me ruboricé apenas esas palabras imprevistas escaparon de mi boca. El poeta, que acomodaba la espada en la pretina, detuvo un instante el movimiento para observarme con interés. Después sonrió, terminando de ceñirse despacio, cual si mi comentario lo hiciera meditar, y no dijo nada. Se puso el chapeo y salimos en silencio a la calle. Sólo al cabo de unos pasos lo vi mover la cabeza, asintiendo como al término de una larga reflexión.
– Nunca se sabe, chico -murmuró-… Lo cierto es que nunca se sabe.
Había refrescado un poco y no se veían las estrellas. Cuando cruzamos la lonja, rachas de viento arrastraban hojas arrancadas de las copas de los árboles. Llegados al palacio, donde tuvimos que dar el santo y seña pues eran pasadas las diez, nadie supo darnos cuenta del capitán. Al conde de Guadalmedina se lo llevaban los diablos, según me contó luego don Francisco tras cambiar con él unas palabras. Espero por el bien de Alatriste, había dicho, que no me deje mal con el privado. Como pueden suponer vuestras mercedes, aquello me atormentaba; y no quise dejar la puerta por si llegaba mi amo. Don Francisco procuró tranquilizarme con tiernas razones. Las siete leguas desde Madrid, dijo, eran camino largo. Tal vez al capitán lo retrasaba algún accidente menor, o prefería llegar de noche para más seguridad; en todo caso, sabía cuidarse. Al cabo asentí, más resignado que convencido, apreciando que tampoco mi interlocutor fiaba gran cosa en su propia elocuencia. La verdad es que sólo podíamos esperar, y nada más. Don Francisco se fue a sus asuntos y yo me encaminé otra vez al portal del palacio, donde pensaba quedarme toda la noche en espera de noticias. Pasaba entre las columnas del patio de las cocinas cuando, ante una escalera estrecha, poco alumbrada y medio oculta tras los gruesos muros, advertí el crujido de la seda de un vestido y mi corazón detuvo sus latidos como si hubiera recibido un escopetazo. Antes de oír susurrar mi nombre y volverme hacia la sombra agazapada en la oscuridad, supe que era Angélica de Alquézar, y que me esperaba. Así empezó la noche más dichosa y más terrible de mi vida.