X. EL CEBO Y LA TRAMPA
Diego Alatriste, atadas las manos a la espalda, se incorporó con dificultad hasta quedar sentado contra la pared. Le dolía tanto la cabeza -recordó la caída del caballo, el puntapié en la cara- que al principio creyó que ésa era causa de la oscuridad que lo rodeaba. Lo mismo, se dijo con un escalofrío, me he quedado ciego. Después, volviéndose angustiado a un lado y a otro, descubrió la rendija rojiza que se veía bajo una puerta, y exhaló un suspiro de alivio. Sólo era de noche, tal vez. O lo tenían en un sótano. Movió los dedos entumecidos por la ligadura y tuvo que morderse los labios para no gruñir: dolían como miles de agujas recorriéndole las venas. Más tarde, cuando los pinchazos se calmaron un poco, intentó ordenar los hechos en la confusión de su cabeza. El viaje. La posta. La emboscada. En ésas recordó, desconcertado;; pistoletazo que en vez de matarlo a él había derribado al caballo. Nada de un tiro fallido o un error, concluyó. Aquellos hombres eran gente rigurosa, sin duda. Cumpliendo órdenes. Tan disciplinados que, aunque él les había abrasado bocajarro a un camarada, no se dejaban llevar por el natural impulso de ajustarle las cuentas. Eso podía entenderlo, pues él mismo pertenecía al oficio. La cuestión de peso era otra Quién aflojaba el cigarrón, pagando la fiesta. Quién lo quería vivo y para qué.
Como una respuesta, la puerta se abrió de pronto y u golpe de luz le hirió la vista. Había una figura negra en umbral, con un farol en la mano y un pellejo de vino en otra.
– Buenas noches, capitán -dijo Gualterio Malatesta.
En los últimos tiempos, pensó Alatriste, el italiano entraba y salía de su vida recortándose en las puertas. La diferencia era que esta vez él estaba atado como un morcón y otro parecía no tener prisa. Malatesta se había acercado, agachándose a su lado, y le alumbraba la cara, echándole un vistazo.
– Os he visto más guapo -dijo, objetivo.
Incómodo por la luz, parpadeando dolorido, Alatriste comprobó que tenía el ojo izquierdo inflamado y no lograba abrirlo del todo. Aun así pudo observar el rostro próximo de su enemigo, picado de viruelas, con aquella cicatriz sobre el párpado derecho, recuerdo del combate a bordo del Niklaasbergen.
– Y yo a vos.
El bigote del italiano se torció en una sonrisa casi cómplice.
– Siento la incomodidad -dijo, revisándolo por detrás-… ¿Os aprieta mucho?
– Bastante.
– Eso me pareció. Tenéis las manos como berenjenas.
Volvió la cara hacia la puerta, dio una voz y apareció un hombre: Alatriste reconoció al que había topado con él en la pasta de Galapagar. Malatesta le ordenó que aflojase un poco las ligaduras del preso. Mientras el otro obedecía, el italiano sacó la daga y se la puso a Alatriste en la garganta para asegurarse de que no aprovechaba la coyuntura. Luego el esbirro se fue y ambos quedaron solos.
– ¿Tenéis sed?
– Pardiez.
Malatesta enfundó la daga y acercó el pellejo de vino a los labios del capitán, dejándolo beber cuanto quiso. Lo observaba con atención, muy de cerca. A la luz del farol Alatriste pudo estudiar, a su vez, los ojos negros y duros del italiano.
– Contádmelo de una vez -dijo.
Se acentuó la sonrisa del otro. Aquel gesto, decidió el capitán, invitaba a la, resignación cristiana. Lo que no era alentador, dadas las circunstancias. Malatesta se hurgó dentro de una oreja, pensativo, como si calculara la oportunidad de dos palabras de más o de menos.
– Estáis aviado -respondió al fin.
– ¿Me mataréis vos?
El otro encogió los hombros. Qué más da, decía aquello. Quien os mate.
– Supongo -dijo.
– ¿Por cuenta de quién?
Malatesta negó con la cabeza, despacio, sin quitar los ojos del capitán, y no dijo nada. Luego se puso de pie y cogió farol.
– Tenéis viejos enemigos -resumió, dirigiéndose a la puerta.
– ¿Aparte de vos?
Sonó la risa chirriante del italiano.
– Yo no soy un enemigo, capitán Alatriste. Soy un adversario. ¿Podéis advertir la diferencia?… Un adversario os respeta, aunque os mate por la espalda. Los enemigos son otra cosa… Un enemigo os detesta, aunque os halague y abrace.
– Dejaos de bachillerías. Me vais a degollar como a un perro.
Malatesta, que estaba a punto de cerrar la puerta, se detuvo un instante, inclinada la cabeza. Parecía dudar sobre conveniencia de añadir algo.
– Lo del perro es una forma ruin de expresarlo -dijo fin-. Pero puede valer.
– Hideputa.
– No lo toméis tan a la tremenda. Acordaos del otro di en mi casa… Y añadiré algo a modo de consuelo: os vais en ilustre compañía.
– ¿Cómo de ilustre?
– Adivinadlo.
Alatriste sumó dos y dos. El italiano aguardaba en la puerta, circunspecto y paciente.
– No puede ser -dijo de pronto el capitán.
– Ya lo escribió mi compatriota el Dante -repuso Malatesta: Poca favilla gran fiamma seconda.
– ¿Otra vez el rey?
Esta vez el italiano no respondió. Se limitó a ensanchar la sonrisa, ante la mirada de un Alatriste estupefacto.
– Pues no me consuela un carajo -concluyó éste al recobrarse.
– Podría ser peor. Quiero decir para vos. Estáis a punto de hacer historia.
Alatriste ignoró el comentario. Seguía dándole vueltas a lo principal.
– Decís que a alguien le sigue sobrando un rey en la baraja… Y que otra vez piensan en mí para el descarte.
Chirrió de nuevo la risa de Malatesta, mientras cerraba la puerta.
– Yo no he dicho nada, señor capitán… Pero si algo va a gustarme cuando os mate, es que nadie podrá decir que despacho a un inocente, o a un imbécil.
– Te amo -repitió Angélica.
No podía ver su rostro en la oscuridad. Volví en mí poco a poco, despertando de un sueño delicioso durante el que no había perdido la Timidez. Ella aún me rodeaba con sus brazos, y yo sentía latir mi corazón contra su piel medio desnuda, tersa como el raso. Abrí la boca para pronunciar idénticas palabras, pero sólo brotó un gemido asombrad exhausto. Feliz. Después de esto, pensé aturdido, nadie podrá separarnos nunca.
– Mi niño -dijo.
Hundí más el rostro en su cabello desordenado, y luego tras recorrerle con los dedos el contorno suave de las caras, besé el hueco de su hombro, donde se aflojaban las cintas de la camisa entreabierta. En los tejados y chimeneas del palacio silbaba el viento nocturno. El aposento y el lecho de sábanas arrugadas eran un remanso de calma. Todo quedaba afuera, suspendido, excepto nuestros cuerpos abrazados en la oscuridad y aquellos latidos, ahora por tranquilos, de mi corazón. Y comprendí de pronto, como en una revelación, que había hecho todo aquel largo camino, mi infancia en Oñate, Madrid, las mazmorras de la 1a inquisición, Flandes, Sevilla, Sanlúcar, con tantos azares y peligros, para hacerme hombre y estar allí esa noche, entre 1os brazos de Angélica de Alquézar. De aquella niña que apenas tenía mi edad y que me llamaba su niño. De aquella mujer que parecía poseer, en la misteriosa calidez de su carne tibia los resortes de mi destino.
– Ahora tendrás que casarte conmigo -murmuró-… algún día.
Lo dijo seria e irónica a la vez, con la voz temblándole un modo extraño que me hizo pensar en las hojas de árbol. Asentí, soñoliento, y ella besó mis labios. Eso mantuvo todavía lejos, en mi conciencia, un pensamiento que tentaba abrirse paso a la manera de un rumor distante, parecido al viento que soplaba en la noche. Quise concentrarme en él, pero la boca de Angélica, su abrazo, lo impedían. Me removí, inquieto. Había algo en alguna parte, decidí. Como cuando forrajeaba en territorio enemigo cerca de Breda, y el paisaje verde y apacible de los molinos, los canales, los bosques y las onduladas praderas podían arrojar sobre ti, de improviso, un destacamento de caballería holandesa. El pensamiento regresó de nuevo, más intenso esta vez. Un eco, una imagen. De pronto el viento aulló con más fuerza en el postigo, y recordé. Un relámpago, un estallido de pánico. El rostro del capitán. Aquello era, naturalmente. Por la sangre de Cristo.