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– Para el señor conde, en cuanto se levante. Cosa de vida o muerte.

No parecían convencidos, pero retuvieron el mensaje. El que; me conocía prometió que se lo entregarían a los criados del conde si alguno pasaba por allí; lo más tarde, al salir de facción. Tuve que conformarme con eso.

La hostería de la Cañada Real era mi última y débil esperanza. Tal vez don Francisco había vuelto a por más vino y estaba allí, bebiendo, escribiendo, o tras honrar demasiado el barro se había quedado a dormir en un cuartucho para no regresar dando traspiés al palacio. De manera que anduve hasta una de las puertas de servicio y crucé la lonja bajo un cielo negro y sin estrellas que apenas empezaba a clarear hacia el este. Tiritaba a causa del viento frío que traía de las montañas rachas de gotitas de agua. Aquello ayudó a despejarme la cabeza, aunque no me diera nuevos filos al entendimiento. Caminé deprisa, lleno de inquietud. La imagen de Angélica me vino a la mente; olí la piel de mis manos, que conservaban el aroma de la suya. Luego me estremecí recordando el tacto de su carne deliciosa y maldije en voz alta mi suerte perra. La espalda me dolía lo que no está escrito.

La hostería estaba cerrada, con un farol de luz trémula colgado en el dintel. Golpeé varias veces la puerta y me quedé allí cavilando, indeciso. Tenía las veredas tomadas y el tiempo corría implacable.

– Es demasiado tarde para beber -dijo una voz, cerca- demasiado pronto.

Me volví con un sobresalto. En mi zozobra no había visto al hombre sentado en un banco de piedra, bajo las ramas de un castaño. Estaba envuelto en su capa, sin sombrero, y tenía al lado una espada y una damajuana de vino. Reconocí a Rafael de Cózar.

– Busco al señor de Quevedo.

Encogió los hombros y miró distraído en torno.

– Se fue contigo… No sé dónde está.

La lengua se le enredaba un poco al representante. Si había 1 escurrido el jarro toda la noche, calculé, debía de ir alumbrado hasta las tejas.

– ¿Qué hace aquí vuestra merced? -pregunté.

– Bebo. Pienso.

Fui hasta él y me senté a su lado, apartando la espada. Yo era la viva estampa de la derrota.

– ¿Con este frío?… No está la noche para andar al raso.

– El calor lo llevo dentro -soltó una risa extraña-. Está bien eso, ¿no?… El calor dentro, los cuernos fuera… ¿Cómo era aquello?

Y recitó, socarrón, entre dos nuevos tientos a la damajuana:

Muy bien los negocios van.Di: ¿de dónde has aprendidoser de tu amiga maridoy de tu mujer rufián?Me removí en el banco, incómodo. No sólo por el frío.

– Creo que vuestra merced ha bebido más de la cuenta.

– ¿Y cuál es la cuenta?

No supe qué responder, y nos quedamos un rato sin decir palabra. Cózar tenía el pelo y la cara salpicados de gotitas de agua que el farol de la hostería hacía brillar como escarcha. Me escudriñaba, atento.

– También tú pareces tener problemas -concluyó.

No dije nada. Al cabo me ofreció el vino.

– No es ésa -apunté, abatido- la clase de ayuda que necesito.

Asintió grave, casi filosófico, acariciándose las patillas tudescas. Después alzó la damajuana, y el líquido resonó al trasegarse a su gaznate.

– ¿Hay noticias de vuestra mujer?

Me observó de reojo, hosco y turbio, la damajuana en alto. Después la dejó despacio sobre el banco.

– Mi mujer hace su vida- repuso, secándose el bigotazo con el dorso de una mano-. Eso tiene inconvenientes y ventajas.

Abrió la boca y levantó un dedo, dispuesto a recitar algo otra vez. Pero yo no tenía talante para más versos.

– Van a utilizarla contra el rey -dije.

Me miraba de hito en hito, la boca abierta y el dedo en alto.

– No comprendo.

Sonaba casi a ruego para seguir sin comprender. Pero yo estaba harto. De él, de su garrafa de vino, del frío que hacía y del dolor de mi espalda.

– Hay una conspiración -dije exasperado-. Por eso busco a don Francisco.

Parpadeó. Sus ojos ya no eran turbios: estaban asustados.

– ¿Y qué tiene que ver María con eso? No pude evitar una mueca de desprecio.

– Es el cebo. La trampa la han dispuesto para cuando amanezca. El rey va de caza con poca escolta… Quieren matarlo.

Sonó el cristal roto a nuestros pies. La damajuana acababa de caer, cascándose en su armazón de mimbres.

– Recristo -murmuró-. Creía que quien estaba borracho era yo.

– Digo la verdad.

Cózar miraba el estropicio del suelo, pensativo.

– Y aunque así fuera -arguyó-, ¿qué se me dan a mí rey o sota?

– He dicho que pretenden implicar a vuestra mujer. Y capitán Alatriste.

Al oír el nombre de mi amo se rió bajito. Incrédulo. Le así una mano, obligándolo a acercármela a la espalda.

– Toque vuestra merced.

Noté sus dedos palpar el vendaje y vi que le cambiaba la cara.

– ¡Estás sangrando!

– Claro que estoy sangrando. Me clavaron una daga hace menos de tres horas.

Se levantó del banco cual si lo hubiera rozado una serpiente. Permanecí inmóvil, viéndolo ir de un lado a otro en cortas zancadas.

– Día del juicio vendrá -dijo como para sí- en que todo saldrá en la colada.

Al fin se detuvo. Cada vez más fuertes, las rachas de viento lluvioso le agitaban la capa.

– ¿A Felipillo, dices?

Asentí.

– Matar al rey -prosiguió, haciéndose a la idea-… ¡A fe de quien soy que tiene gracia!… Se diría un lance de comedia.

– De comedia trágica -maticé.

– Eso, chico, es cuestión de puntos de vista.

De pronto se despabiló mi ingenio.

– ¿Todavía tiene vuestra merced el coche?

Pareció desconcertado. Se balanceaba sobre los pies, mirándome.

– Claro que lo tengo -asintió al fin-. En la plaza. Con el cochero durmiendo dentro, que para eso cobra. Y también ha soplado lo suyo… Hice que le llevaran unas botellas.

– Vuestra mujer se fue a La Fresneda.

El desconcierto se le trocó en desconfianza.

– ¿Y qué? -inquirió, receloso.

– Hay casi una legua, y no puedo ir a pie. Con el coche estaría en un momento.

– ¿Para?

– Salvar la vida del rey. Y quizá la de ella.

Empezó a reír, sin ganas; pero no llegó lejos. Luego observé que negaba, reflexivo. Al fin se envolvió en la capa, el aire teatral, y recitó:

Bien, no intervengo, y he sidodichoso, aunque desdichado,pues podré quedar vengadoantes de verme ofendido.

– Mi mujer se cuida sola -concluyó, muy serio-. Deberías saberlo.

Y con la misma gravedad hizo una postura de esgrima, sin espada, que seguía apoyada en el banco, a mi lado. En guardia, ataque y parada. Era Cózar un hombre extraño, resolví. Mucho. De pronto sonrió, mirándome. Aquella sonrisa y aquellos ojos no parecían los del manso que andaba en boca de la gente. Pero tampoco era momento para meditar sobre eso.

– Pensad entonces en el rey -insistí.

– ¿En Felipillo? -hizo ademán de envainar con elegancia el acero imaginario-… Por las barbas de mi abuelo, no me disgustaría que alguien le demostrara que la sangre sólo es azul en el teatro.

– Es el rey de España. El nuestro.

El representante no pareció afectado por aquel nuestro. Se arreglaba la capa sobre los hombros, sacudiéndola de salpicaduras de agua.

– Mira, chico… Yo trato reyes cada día, en los corrales de comedias: lo mismo emperadores que el gran Turco, o Tamorlán… Incluso me transformo en uno de ellos, de vez en cuando. Sobre los escenarios he hecho cosas que no están en el mapa.

A mí los reyes me impresionan lo justo, vivos o muertos.

– Pero vuestra mujer…

– Y dale. Olvídate de mi mujer de una vez.

Miró de nuevo la damajuana rota y se quedó un rato inmóvil, fruncido el ceño. Al cabo chasqueó la lengua y me estudió, curioso.

– ¿Piensas ir a La Fresneda tú solo?… ¿Y qué pasa con la guardia real, y los tercios, y los galeones de Indias, y la puta que los parió y nos parió a todos?