– Alatriste -llamó.
Me volví hacia el capitán, que miraba confuso a Guadalmedina y al rey. Por fin dio unos pasos hacia ellos, saliendo de la protección del porche. Los ojos azules del Austria se clavaron en él, acuosos y fríos como los de un pez.
– Devolvedle su espada -ordenó Guadalmedina.
Un sargento se acercó con el acero y su arnés. En realidad no era el del capitán, sino el que le había quitado al primer bravo tras degollarlo. Mi amo se quedó con la espada en la mano, más desconcertado que antes. Luego se la ciñó despacio a la cintura. Cuando alzó el rostro, su perfil aquilino sobre el espeso mostacho, por cuyas guías goteaba la lluvia, le daba el aspecto de un halcón desconfiado.
– A mí esa bala -dijo Felipe IV, como si reflexionase en voz alta.
Me quedé asombrado hasta recordar que ésas habían sido las palabras del capitán cuando Malatesta apuntaba al rey con su pistola. Ahora mi amo observó al monarca con flema y curiosidad, como preguntándose en qué iba a parar aquello.
– Vuestro sombrero, Guadalmedina -requirió Su Católica Majestad.
Hubo un silencio lagrimo. Al cabo, Álvaro de la Marca obedeció descubriéndose de no muy buen talante -se estaba mojando igual que una esponja-, y le pasó al capitán su lindo chapeo adornado con pluma de faisán y toquilla ornada de diamantes.
– Cubríos -ordenó el rey-, capitán Alatriste.
Por primera vez desde qué lo conocía vi a mi amo quedarse con la boca abierta. Y aún permaneció así un momento, indeciso, dándole vueltas al fieltro entre las manos.
– Cubríos -repitió el monarca.
El capitán asintió, cual si comprendiera. Miró al rey, a Guadalmedina. Luego contempló el sombrero, pensativo, y se lo puso como dando a todos ocasión de rectificar.
– Nunca podréis alardear en público de ello -advirtió Felipe IV.
– Lo supongo -respondió mi amo.
Durante un largo momento, el oscuro espadachín y el señor de dos mundos se miraron cara a cara. En el rostro impasible del Austria se deslizó, fugaz, una sonrisa.
– Os deseo suerte, capitán… Y si alguna vez os quieren ahorcar o dar garrote, apelad al rey. De ahora en adelante tenéis derecho a que os decapiten como hidalgo y caballero.
Eso dijo el nieto de Felipe II aquella lluviosa mañana en La Fresneda. Después dio una orden, Guadalmedina subió al coche, levantó el estribo y cerró la portezuela, el cochero hizo restallar el látigo desde el pescante, y el carruaje se puso en movimiento abriendo surcos en el barro, seguido por los arqueros a caballo y los vítores de Cózar. Larga vida al rey católico, vociferaba el representante, alumbrado de nuevo. O haciéndoselo. Larga vida al Austria, etcétera. Que Dios bendiga a España, custodia de la verdadera fe. A España y a la madre que la parió.
Me acerqué al capitán, impresionado. Mi amo miraba alejarse el carruaje real. El elegante sombrero de Guadalmedina contrastaba con el resto de su apariencia: manchado de barro, rasguñado, maltrecho, roto. Tanto como yo. Cuando llegué a su lado comprobé que reía contenido, casi para sus adentros. Al sentirme, volvió el rostro y guiñó un ojo, quitándose el sombrero para mostrármelo.
– Con suerte -suspiré- algo nos darán por los diamantes de la toquilla.
El capitán estudiaba los adornos del chapeo. Al cabo movió la cabeza y se lo puso de nuevo.
– Son falsos -dijo.
La Navata, agosto de 2003
EXTRACTOS DE LAS FLORES DE POESÍA DE VARIOS INGENIOS DE ESTA CORTE
Impreso del siglo XVII sin pie de imprenta conservado en la Sección «Condado de Guadalmedina» del Archivo y Biblioteca de los Duques del Nuevo Extremo (Sevilla).
DE DON FRANCISCO DE QUEVEDO
DE DON LUIS DE GÓNGORA
DE FÉLIX LOPE DE VEGA CARPIO
APROBACIÓN
He visto este libro intitulado El caballero del jubón amarillo, quinto volumen de las llamadas Aventuras del capitán Ala triste, para el que Don Arturo Pérez-Reverte pide licencia de impresión. Como los anteriores, nada encuentro en él repugnante a nuestra Santa Fe ni a las buenas costumbres; antes como lucido parto de ingenio y prendas de su autor, contiene saludables advertencias que balo apariencia de cuento y fábula donosa encierran lo más grave y serio de la humana filosofía. Pese a no abundar en reflexiones cristianas o piadosas, pienso que su lectura edificará a la juventud; pues su lenguaje admira al retórico, los lances y conceptos entretienen al curioso, lo riguroso contenta al docto, lo avisado advierte al prudente, y en el cierto amargor de sus exemplos y enseñanzas hay mucha saludable instrucción, por lo que resulta de él no menos provecho que deleite.
Por todo lo cual es mi parecer que se le debe dar al autor la licencia de impresión que pide.
Fecha en Madrid, a diez días del mes de octubre, año de 2003.
Luis Alberto de Prado y Cuenca
Secretario del Consejo de Castilla