– ¿Tenéis asunto?
– Oh, claro. Amoríos, rejas, equívocos, estocadas… Lo de siempre. La llamaré La espada y la daga -Quevedo miró como al descuido al capitán por encima del borde de su taza de vino-. Y quieren que la estrene Cózar.
Se levantó revuelo en la esquina de Francos. Acudió gente, miramos en esa dirección, y al cabo pasaron varios comentando el suceso: un lacayo del marqués de las Navas había acuchillado a un cochero por no cederle el paso. El matador se había acogido en San Sebastián, y al cochero lo habían metido en una casa vecina, en el último artículo.
– Si era cochero -opinó Quevedo- bien merecido lo tenía desde que se puso a ese oficio.
Miró luego a mi amo, volviendo a lo de antes.
– Cózar -repitió.
El capitán contemplaba el discurrir de gente por el mentidero, impasible. No dijo nada. El sol acentuaba la claridad verdosa de sus ojos.
– Cuentan -añadió Quevedo tras un instante- que nuestro fogoso monarca le tiene puesto asedio a la Castro… ¿Sabíais algo de eso?
– No sé por qué habría de saberlo -respondió Alatriste, masticando un trozo de empanada.
Don Francisco apuró el vino y no dijo más. La amistad que ambos se profesaban excluía tanto los consejos como meterse en camisas de once varas. Ahora el silencio fue largo. El capitán seguía vuelto hacia la calle, inexpresivo; y yo, tras cambiar un vistazo preocupado con el poeta, hice lo mismo. Los ociosos parlaban en corros, paseaban, miraban a las mujeres intentando averiguar lo que tapaban los mantos. A la puerta de su zaguán, con mandil y un martillete en la mano, el zapatero Tabarca sentaba cátedra entre sus incondicionales sobre las virtudes y defectos de la comedia del día anterior. Una limonera pasó con sus capachas al brazo: toíto agrio, voceaba, requebrada al paso por dos estudiantes capigorrones que mascaban altramuces mientras paseaban con manojos de versos asomándoles de los bolsillos, buscando a quién dar matraca. Entonces me fijé en un sujeto escurrido de carnes y moreno de piel, barbado y con cara de turco, que nos miraba apoyado en un portal cercano, limpiándose las uñas con una navaja. Iba a cuerpo, con espada larga en tahalí, daga de guardamano, jubón acolchado de estopilla con mucho remiendo y sombrero de falda grande y caída, a lo bravo. Un pendiente grande de oro le colgaba del lóbulo de una oreja. Iba a estudiarlo con más detenimiento cuando una sombra se proyectó desde mi espalda sobre la mesa, hubo saludos, y don Francisco se puso en pie.
– No sé si se conocen vuestras mercedes: Diego Alatriste y Tenorio, Pedro Calderón de la Barca…
Nos levantamos el capitán y yo para cumplimentar al recién llegado, a quien yo había visto de paso en el corral de la Cruz. Ahora, de cerca, lo reconocí en el acto: el bigote juvenil en el rostro delgado, la expresión agradable. No estaba sucio de sudor y humo ni vestía coleto de cuero: usaba ropas de ciudad, muy galán, capa fina y sombrero con toquilla bordada, y la espada que llevaba al cinto ya no era propia de un soldado. Pero conservaba la misma sonrisa que cuando el saco de Oudkerk.
– El mozo -añadió Quevedo- se llama Iñigo Balboa.
Pedro Calderón me observó largamente, haciendo memoria.
– Camarada de Flandes -recordó al fin-. ¿No es cierto? Acentuaba la sonrisa, y puso una mano amistosa en mi hombro. Me sentí el mozo más bizarro del mundo disfrutando de la sorpresa de Quevedo y de mi amo, asombrados de que el joven escritor de comedias que algunos decían heredero de Tirso y Lope, y cuya estrella empezaba a brillar en los corrales y en palacio -El astrólogo fingido se había representado con gran éxito el año anterior, y estaba corrigiendo El sitio de Breda-, recordara al humilde mochilero que, dos años atrás, lo ayudó a poner a salvo la biblioteca del incendiado ayuntamiento flamenco. Sentóse con nosotros Calderón, que en esa época ya era muy estimado por don Francisco, y durante un rato hubo grata parla y más Valdeiglesias que acompañó el recién llegado con una esportilla de aceitunas, pues no estaba, dijo, con apetito. Al cabo nos levantamos todos y dimos un bureo por el mentidero. Un conocido, que había estado leyendo en voz alta entre un grupo de regocijados ociosos, se acercó con algunos de ellos a la zaga. Llevaba un papel manuscrito en la mano.
– Dicen que es de vuestra péñola, señor de Quevedo.
Echó don Francisco un vistazo displicente al papel, gozando de la expectación, y al cabo se retorció el mostacho mientras leía en voz alta:
– No tal -dijo, grave en apariencia pero con mucha guasa-. Ese que en negra tumba podría mejorarse, si fuera mío. Pero, díganme vuestras mercedes… ¿Tan quebrantado anda Góngora, que ya le hacen epitafios?
Estallaron las risas aduladoras, que lo mismo habrían reído si fuera un venablo de los que el enemigo de Quevedo lanzaba contra éste. Lo cierto es que, aunque don Francisco se guardaba de reconocerlo en público, aquello era, en efecto, tan suyo como otros muchos versos anónimos que oíamos correr cual lebreles por el mentidero; aunque a veces se le atribuyeran también los ajenos, a poco ingenio que éstos mostraran. En cuanto a Góngora, a tales alturas lo del epitafio no era en vano. Comprada por Quevedo su casa de la calle del Niño, arruinado por el vicio del juego y el ansia de figurar, tan ayuno de dineros que apenas podía pagarse un coche miserable y unas criadas, el jefe de las filas culteranas había renunciado al fin, retirándose a su Córdoba natal en donde iba a morir, enfermo y amargado, al año siguiente, cuando la dolencia que sufría -apoplejía, dijeron- se le atrevió a la cabeza. Arrogante y de talante aristocrático por la certeza de su genio, el racionero cordobés nunca tuvo buen ojo ni para el naipe ni para elegir amigos ni enemigos: enfrentado a Lope de Vega y a Quevedo, erró en la apuesta de sus afectos tanto como en los garitos, vinculándose al caído duque de Lerma, al ejecutado don Rodrigo Calderón y al asesinado conde de Villamediana, hasta que sus esperanzas por lograr mercedes de la Corte y favor del conde-duque, a quien solicitó en diversas ocasiones dignidades para sus sobrinos y familia, murieron con aquella famosa frase de Olivares: «El diablo harte de hábitos a éstos de Córdoba». Ni siquiera tuvo suerte con sus obras impresas. Siempre se negó a publicar, por orgullo, contentándose con darlas a leer y pregonar a sus amigos; pero cuando la necesidad lo empujó a ello, murió antes de verlas salir de la prensa, e incluso entonces la Inquisición mandó recogerlas por sospechosas e inmorales. Y sin embargo, aunque nunca me fue simpático ni gusté de sus jerigongóricos triclinios y espeluncas, reconozco ante vuestras mercedes que don Luis de Góngora fue un extraordinario poeta que, paradójicamente junto a su mortal enemigo Quevedo, enriqueció nuestra hermosa parla. Entre ambos, cultos, briosos, cada uno en diferentes registros pero con inmenso talento, renovaron el castellano dotándolo de riqueza culterana y gallardía conceptista; de manera que puede afirmarse que tras aquella batalla fértil y despiadada entre dos gigantes, la lengua española fue, para siempre, otra.
Dejamos a don Pedro Calderón con unos parientes y amigos suyos y seguimos calle Francos abajo hasta la casa de Lope -todos en España lo llamaban así, a secas, sin necesidad del glorioso apellido-, a quien don Francisco de Quevedo debía transmitir ciertos encargos que le habían hecho en palacio. Volvíme a mirar atrás en un par de ocasiones, comprobando que el hombre moreno sin capa y vestido a lo bravo venía en nuestra dirección; hasta que al ojear por tercera vez dejé de verlo. Coincidencia quizás, me dije; aunque mi instinto, hecho a los lances de Madrid, me decía que las coincidencias olían a sangre y acero en una esquina con poca luz. Pero había otras cosas que ocupaban mi atención. Una era que don Francisco, aparte la comedia del conde-duque, tenía el encargo de entregar unas jacarillas suaves, a lo cortesano, que se le antojaban a la reina nuestra señora para un sarao que daba en el salón dorado del alcázar. Quevedo se había comprometido a llevarlas a palacio, la reina en persona iba a hacérselas leer ante ella y sus damas, y el poeta, que ante todo era un buen y leal amigo, habíame invitado a acompañarlo a título de ayudante, o secretario, o paje, o lo que fuera. Cualquier título me cuadraba, con tal de ver allí a Angélica de Alquézar: la menina de la reina de la que, como recordarán vuestras mercedes, yo estaba enamorado hasta los tuétanos.