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Ea, sangre de los godos,ea, españoles del mar,henchid las manos de oro,de cautivos, de tesoros,pues lo supisteis ganar.

Al fin, en la tertulia del jardincillo hablóse un poco de todo. Refirió el capitán Contreras noticias de los escenarios bélicos, y Lopito puso al corriente a Diego Alatriste de cómo andaban las cosas por el Mediterráneo que mi amo había navegado y reñido en otro tiempo. Pasaron luego a las bellas letras, cosa inevitable: leyó unas décimas don Luis Alberto de Prado, las alabó Quevedo para gran placer del conquense, y salió a relucir Góngora.

– Muriéndose está el cordobés, según dicen -confirmó Contreras.

– No importa -opuso Quevedo-, que relevos tendrá. Pues cada día, de la codicia de la fama, nacen en España tantos poetas cagaversos y pericultos como hongos de la humedad del invierno.

Sonreía Lope desde sus alturas olímpicas, divertido y tolerante. Tampoco él tragaba a Góngora, a quien siempre había pretendido atraerse porque, en el fondo, lo admiraba y temía. Hasta el punto de que llegó a escribir de él cosas como:

Claro cisne del Betis, que sonoroy grave ennobleciste el instrumento.

Pero el cisne racionero era de aquellos a los que se echa de comer aparte: nunca se dejó camelar. Al principio había soñado con arrebatar el cetro poético a Lope, escribiendo incluso comedias; pero fracasó en esto, como en tantas otras cosas. Por eso profesaba al Fénix constante y manifiesta inquina, burlándose de su relativa cultura clásica -a diferencia de Góngora y de Quevedo, Lope desconocía el griego y apenas se manejaba con el latín-, de sus comedias y de su éxito entre el pueblo adocenado:

Patos del aguachirle castellana,que de su rudo origen fácil riega,y tal vez dulce inunda nuestra vegacon razón Vega, por lo siempre llana.

Sin embargo, Lope no descendía a la arena. Procuraba estar a buenas con todo el mundo, y a tales alturas de su vida y de su gloria no era cosa de enredarse en trifulcas. De manera que se contentaba con suaves ataques velados dejando el trabajo sucio a sus amigos, Quevedo entre ellos, que no se andaban con remilgos a la hora de lacerar la desmesura culterana del cordobés, y sobre todo de sus secuaces. Y con el temible Quevedo, que zurraba de lo lindo, Góngora ya no podía.

– Por cierto, leí el Quijote en Sicilia -comentó el capitán Contreras, cambiando de tercio-. Y a fe que no me pareció tan malo.

– Ni a mí -apuntó Quevedo-. Ya es novela famosa, y sobrevivirá a muchas otras.

Enarcó Lope una ceja desdeñosa, hizo servir más vino y cambió de conversación. Ésa era otra prueba de que, como cuento, la pluma hacía correr más sangre que la espada en aquella eterna España de envidias y zancadillas, donde el Parnaso resultaba tan codiciado como el oro del Inca; que enemigos del propio oficio son los peores que tiene el hombre. El rencor entre Lope y Cervantes, que a esas alturas, como dije, estaba en el cielo de los hombres justos, sentado a la derecha de Dios, era viejo y coleaba aun después de muerto el infeliz don Miguel. La amistad inicial entre los dos gigantes de nuestras letras se había trocado en odio después de que el ilustre manco, quien también fracasó con sus comedias -«no hallé autor que me las pidiese»-, fuese el primero en disparar, incluyendo en la primera parte de su novela un ataque mordaz contra las obras de Lope, en especial la famosa parodia de los rebaños de carneros. Respondió éste con su cruda sentencia: «De poetas no digo; buen siglo es éste. Pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote». En aquellos años, la novela se consideraba arte menor y de poco ingenio, propio sólo para entretener a doncellas; el dinero lo daba el teatro; el lustre y la gloria, la poesía. Por eso Lope respetaba a Quevedo, temía a Góngora y despreciaba a Cervantes:

¡Honra a Lope, potrilla, o guay de ti!que es sol, y, si se enoja, lloverá;y ése tu Don Quijote baladíde culo en culo por el mundo vavendiendo especias y azafrán romí,y al fin en muladares parará.

…Como le escribió en una carta que, para más escarnio, envió a su adversario con un real de portes debidos, para que le costara el dinero -«Lo que me pesó fue pagar el real», escribiría después Cervantes-. De modo que el pobre don Miguel, desterrado de los corrales, consumido en trabajos, miserias, cárceles, vejaciones y antesalas, ignorante de la inmortalidad que ya cabalgaba a lomos de Rocinante, él, que nunca pretendió mercedes adulando con descaro a los poderosos, como sí hicieron Góngora, Quevedo y el propio Lope, terminó asumiendo el espejismo de su propio fracaso al confesar, honrado como siempre:

Yo que siempre me afano y me desvelopor parecer que tengo de poetala gracia que no quiso darme el cielo.

En fin. Así fue aquel mundo irrepetible que narro, cuando al solo nombre de España se estremecía la tierra: peleas de ciegos geniales, arrogancia, inquina, crueldad, miseria. Pero también, del mismo modo que el imperio donde no se ponía el sol fue poco a poco cayéndose a pedazos, borrado de la faz de la tierra por nuestro infortunio y nuestra vileza, entre sus despojos y ruinas quedó la huella poderosa de hombres singulares, talentos nunca antes vistos que explican, cuando no justifican, aquella época de tanta grandeza y tanta gloria. Hijos de su tiempo en lo malo, que fue mucho. Hijos del genio en lo mejor que dieron de sí mismos, que no fue poco. Ninguna nación alumbró nunca tantos a la vez, ni registró tan fielmente, como ellos hicieron, hasta los menudos pormenores de su época. Por fortuna, todos siguen vivos en los plúteos de las bibliotecas, en las páginas de los libros; a mano de quien se aproxime a ellos y escuche, admirado, el rumor heroico y terrible de nuestro siglo y de nuestras vidas. Sólo así es posible comprender lo que fuimos y lo que somos. Y al cabo, que el diablo nos lleve a todos.