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El último auténtico suceso había sido la partida de los mamposteros en primavera. El día de su marcha constituyó un símbolo de la catástrofe, pues proclamaba la pobreza de la heredad y sugería que el maltrecho mundo de allá arriba había empezado a extinguirse. Pero César y Bonne, que se habían mostrado tan afables como la dignidad lo permitía durante la semana después de que el maestre mampostero dijera que retiraba a sus hombres del trabajo, pues contaba con siervos de la aldea para ayudarle a desmantelar el andamiaje y demás, el día preciso de la marcha de los mamposteros llevaron su impalpable conflicto a tal extremo que el aire retumbaba como si el trueno avanzase por las colinas. Los hombres tenían dolor de cabeza, eran incapaces de escuchar lo que se les decía, y rehuían cualquier charla o tarea que requiriese pensar. Cuando la pequeña comitiva de dos carretas y unos pocos animales partió colina abajo, fueron los mamposteros quienes miraron inquietos hacia la heredad, no la heredad la que contempló con aprensiva mirada su partida.

Sin embargo, Bonne había descendido de golpe de aquella altanera guerra en la que los relámpagos fluían invisibles entre las nubes, para arrojarse, o ser arrojada, al borde de la muerte. Su muerte, de producirse, no sería fantasmagórica, sino un hecho. Al fin parecía que iba a suceder algo.

El hombre que se hallaba en el fondo del establo se volvió y emitió un ronquido como si fuera a despertarse; pero continuó durmiendo, roncando de tanto en cuando.

– Respira bien -dijo Mosquito-, Está mejor.

– Ese judío está borracho -comentó Jesús-. Se ha tomado un cubo lleno de vino.

Vigorce emergió de bajo la quijada del caballo germano.

– Era vino hervido con hinojo, un remedio para sus picaduras de abeja, y no ha tomado un cubo ni mucho menos. -Se situó junto al español y miró hacia la llanura que se extendía al sur hacia Aragón, hacia los Pirineos-. Os ha desagradado desde que llegó, en Pascua. Y ahora habláis de ello.

Los labios de Jesús, pálidas líneas paralelas que semejaban huesos en un rostro enjuto que parecía salido de un torno, se curvaban con deleite en un mohín de desdén.

– Ha llegado es el momento de hablar claro -declaró, contemplando la vista.

– Hablad claro, entonces -repuso Vigorce, quien a su vez continuaba observando la distancia.

– Esta familia y esta heredad se están haciendo pedazos -empezó de inmediato Jesús-. Digamos que la señora muere -en ese punto, Vigorce dejó de respirar por un instante y apartó la mirada-, aunque por supuesto sería algo espléndido, eso de que a uno le picaran las abejas hasta morir. -Realizó un gesto formal de apreciación ante tal supuesto esplendor, inclinando la cabeza con la misma rigidez que si la tuviera sujeta al cuello con bisagras de metal herrumbrado-. El señor se ha vuelto loco, el castillo nunca será construido, y no hay dinero. Y por añadidura tenemos a ese aventurero con camisa de seda, ¡el mayor ladrón y traidor que haya visto jamás!

El pequeño Mosquito intervino:

– ¿Por qué lo creéis así? Dice que viene de la guerra. ¿Por qué no?

– Y tanto que sí -afirmó Jesús, y dirigió un mero atisbo de mirada, un inquieto desliz del ojo, hacia Mosquito, tan por debajo de él-. Pueden obtenerse ganancias con las guerras, de modo que seguro que viene de ellas. Todavía mantengo que es un ladrón. Considerad su caballo. Está gordo. No tiene marcas ni heridas. Tiene dos años escasos, apenas se ha desarrollado por completo. Este es un alegre e inocente caballo que no ha sido probado y que nunca ha estado en una guerra. -Se volvió hacia Vigorce-. ¿Me equivoco?

– No, creo que estáis en lo cierto -respondió éste-. Proseguid.

– Un caballo germano -dijo Jesús, y asintió varias veces, y también lo hizo mientras pronunciaba sus siguientes palabras-: También lleva una armadura germana; una cota de malla sin estrenar. Su espada es germana, muy nueva, lo más probable es que no se haya manchado de sangre; y la empuñadura no está gastada, ni empapada en sudor, virgen.

– ¿Qué queréis decir? -preguntó Vigorce-. Comprendo que todo su equipo es germano y todo él nuevo, y germano el caballo, aunque sea muy joven. De modo que, ¿qué queréis decir?

– Todo es de lo mejor que hay -respondió Jesús-: armas, armadura y este caballo Mecklenburg. Es el equipo de un hombre rico. -Sonrió-. Veo a un joven noble germano, un caballero (no, un futuro caballero) en sus viajes. -Borró la sonrisa de su rostro-. Se encontró con la horma de su zapato -concluyó llanamente.

– ¡Ah! -exclamó Vigorce- Ya veo. -Pensó en ello-. ¿Por qué no en la guerra? Pudo haber matado al germano en una lucha justa.

– ¿Un señor germano en estas guerras? Lo dudo. En un bando, el conde de Barcelona, apoyado por el rey de Inglaterra y renegados como el conde de Foix y su mismísimo primo -en este punto indicó con la cabeza hacia la casa, complacido con insultarles de pasada-, el vizconde Roger, de Béziers y Narbona, y demás; y en el otro bando, el conde Raymond de Toulouse y cualquiera que haya permanecido leal a él. No hay germanos. Algunos mercenarios, quizá, pero no jovenzuelos barones en su primera salida. En cualquier caso hace ya seis meses que las guerras han terminado; unos buenos seis meses. -Jesús olfateó el aire como un perro que indagara con su hocico-. A mí toda esta historia me huele a algo más reciente.

– No obstante -replicó Vigorce-, ¿qué está pasando allí? Ejércitos, tropas de mercenarios, bandas de forajidos, todos en desbandada y viviendo gracias a la violencia. No podéis culpar a ese hombre por estar allí, y por matar a ese germano vuestro en una reyerta.

Jesús cerró con fuerza los ojos y alzó el mentón hasta que su barba señaló hacia el techo del cobertizo.

– No fue así como sucedió -dijo-. Lo siento en los huesos. Ese germano mío, como vos le llamáis -y sonrió de nuevo-, fue asesinado por nuestro nuevo amigo.

– Eso es bastante probable -convino Mosquito-. ¿Por qué debería preocuparnos?

Jesús descendió hasta Mosquito poniéndose en cuclillas, y así permaneció, sentado sobre los talones.

– A mí me preocupa, porque no me cae bien -dijo-. Me preocupa, también, porque se ha infiltrado en la casa, donde no tiene más derecho del que tengo yo; esa familia suya, de Noé, ¿quién ha oído hablar de ella? Mientras que mi familia…

– ¡Sí, sí! -interrumpió Vigorce-. Desde luego que hemos oído hablar de vuestra familia, y demasiado a menudo, además. El hecho es que vos mismo os estáis ocultando de la soga aquí arriba; de varias sogas. ¡Quedaos ahí sentado, idiota! -Puso ambas manos sobre la cabeza de Jesús y presionó hacia abajo-. No seáis tan comediante, maldita sea. Vos mismo me dijisteis, a vuestra llegada, que erais un ladrón que huía de la justicia. Todavía se os nota en la cara, pese a todos vuestros aires y modales.

– Sé que se nota -aceptó Jesús-. Podéis quitarme las manos de encima. -Sacudió la cabeza con impaciencia-, Por supuesto, sé que se me nota. Tan pronto como empecé a robar se me notó en la cara. Era inútil; no podía evitarlo en absoluto.

Mosquito intervino:

– Ser un ladrón va en contra de vuestra naturaleza, de modo que el rostro os delata. Yo, en cambio, nací para hurtar bolsas. De ahí mi altura; me viene de familia.

Vigorce retomó la cuestión principal.

– Teníais algo más que decir acerca de nuestro visitante, Jesús. Le habéis estado espiando, puesto que habéis visto su armadura. ¿Creéis que pretende hacernos daño? ¿Qué daño puede hacernos? ¿Por qué habría de hacérnoslo?

Jesús ladeó la cabeza y alzó la mirada al cielo, poniendo los ojos en blanco.

– Quizás esté cansado de esto -dijo-. Escuchad, os diré de una vez lo que pienso. -Miró a Mosquito y luego alzó la vista hacia Vigorce, para comprobar que le escucharan atentamente-. Muy bien. Digamos que este lugar se está haciendo pedazos. Bueno, pues dejémoslo. Tanto si la señora muere como si no, el señor se volverá más loco de lo que lo está; se volverá completamente loco y morirá, o se suicidará. La muchacha se marchará. Podremos vivir aquí mientras queramos, una vez se hayan ido. Nadie querrá este lugar. No vendrá ningún señor a tomar posesión de él. ¿No es así?