Vigorce le observaba con expresión sombría. Mosquito dijo:
– Quizá. Continuad.
– Este… este recién llegado -prosiguió Jesús- pretende hacerse con lo que pueda. Va a estropearlo para el resto de nosotros. Quiere obtener algo para sí mismo. No quedará nada para nosotros, e incluso si por algún milagro la familia consigue sobrevivir a todo esto -hizo un gesto englobador con la mano mediante el cual los otros comprendieron, con la suficiente facilidad, que se refería a la atmósfera general de fracaso y declive en la que transcurrían sus días-, incluso así, él nos dejará de lado.
– No acabo de entenderlo del todo. No estaréis diciendo que es nuestro enemigo, ¿no es así?
– ¡Eso es precisamente lo que está diciendo! -intervino Vigorce.
– No, no es eso -negó Jesús-, No digo que sea nuestro enemigo. Digo que se ha topado con este lugar, y lo ha escogido. Tiene cosas que hacer respecto a sí mismo, y las hará aquí. ¿Acaso no lo habéis advertido sólo con mirarle?
– No -respondió Mosquito-. Yo no. Incluso aunque tenga cosas que hacer aquí y haya escogido este lugar, ¿qué hay de malo en eso?
– Oh, nada -dijo Jesús con sarcasmo-. Nada en absoluto. Excepto que a mí me parece que ha matado a un extraño, simplemente para hacerse con su caballo y armadura. ¿Qué hará aquí para salirse con la suya? -Agitó las manos en el aire y se sentó, abatido y mirando a algún punto a media distancia entre sí mismo y el horizonte.
Hubo un breve silencio, y luego Vigorce habló:
– La señora no morirá. Aquella mujer de la casa tiene conocimientos de medicina. -Hubo un nuevo silencio, y Vigorce prosiguió-: ¿Qué decís vos a todo esto, Mosquito?
– No digo nada -replicó éste-. No sé pensar de ese modo, del modo en que lo hace Jesús. No es que esté en contra, es sólo que no llego a entenderlo del todo.
Ante eso, Vigorce se irritó.
– Pues me parece absurdo -dijo-. Ciertas cosas que Jesús ha dicho tienen sentido. -Jesús puso los ojos en blanco de forma exagerada. Vigorce frunció el entrecejo en un esfuerzo por captar (como Mosquito era incapaz de hacer) la forma de pensar del español-. Debemos tener en cuenta a este extraño. Quizá sea sólo un muchacho, pero ha estado en la guerra. Parece listo y malicioso, y poco digno de confianza. Un chico listillo resulta peligroso. Y ahora, ¿qué decís a esto, Mosquito?
Mosquito negó con la cabeza, sonriendo compungido.
– Quizá sea cierto. De mí mismo decís que soy un muchacho. ¿Peligroso? Si de cualquiera de vosotros dos dijera que no sois peligrosos, me meteríais una daga por la nariz. -Se hurgó el mencionado órgano-. Os diré una cosa: tiene cierto aire, algo en torno a él… Me gusta su estilo.
– ¿Queréis decir que sabe cómo comportarse? -Vigorce se ensañó con ello-. Me lo temía, también me temía eso. Estilo, decís, estilo. Quizá sepa cómo manejar a mi señora; cómo meterle sus ideas en la cabeza. -Vigorce extendió los dedos frente a sí-. Podría tenerla en la palma de la mano.
Jesús se puso en pie de un salto con un gruñido de frustración.
– ¡No escucháis una palabra de lo que os digo! Sois incapaces de escuchar, ¿verdad? ¡Mi señora esto, mi señora lo de más allá! ¡Mi señora en la palma de su mano! -Tendió sus propias manos ante Vigorce como si hubiera algo que leer en ellas- ¡Mirad esto! ¡Mirad! -Se escupió en las manos y volvió a blandirías ante Vigorce-. ¿Acaso no estuvo anoche mi señora en las palmas de estas manos? ¿En las manos de todos nosotros? ¿Y qué? Escupo en ellas. ¡Escupo! Estoy hablando de realidades, no de vuestros sueños. Vos y mi señora… ¡oh, sí! ¡Ja! Escupo en estas manos, y la limpio de mis manos con saliva… Ved, ¡ved!
Vigorce vio y Jesús recobró la razón, simultáneamente. En el preciso instante en que el español se arrojaba sobre la sensatez, Vigorce se arrojó sobre el español. Jesús concentraba todos sus esfuerzos en un límite en el cual cualquier cosa pudiese suceder menos que sus pies se despegaran del suelo, pues Vigorce le había asido un tobillo. El efecto sobre Jesús fue similar al de un hombre que, sin comprender que ha sido encadenado a un muro, sale corriendo para ganar una carrera. Exclamó:
– ¡Ay, ay! -de modo que Solomón despertó por fin y Mosquito profirió una sonora risa, y entonces cayó durante un largo instante al son de crujientes cartílagos de desconcertadas articulaciones, y se golpeó la nariz contra el suelo con un ruido sordo, pero la cabeza produjo un ruido hueco contra una piedra.
Cuando Vigorce volvió al hombre caído, todo pareció indicar que iba a quedarse sin su venganza; Jesús yacía allí sin sentido. El capitán se sentó junto a él en el suelo y profirió un sordo silbido. Posó los dedos en el chichón y luego le dio unas palmaditas en la cabeza como indicando que allí todo andaba bien. Miró en torno a sí y tuvo una inspiración. Asió los gastados guanteletes de piel del cinturón de su víctima.
Cuando Jesús volvió en sí emitió un gemido y se llevó una mano a la cabeza. Dejó caer la mano. Más tarde se incorporó despacio hasta sentarse. Observó que tenía puestos sus viejos guantes, y se preguntó por qué. Se inclinó para examinar las manos enguantadas. Se las llevó a la nariz y olfateó, pero la tenía llena de sangre seca y no le reveló nada. Alzó el rostro hacia el cielo y comenzó a tironear de un guante con el otro. No consiguió quitárselo y lo intentó con la otra mano. La piel empezó a retroceder y de pronto el guante salió. Cayeron excrementos de caballo al suelo; el guante estaba lleno de ellos y la mano recubierta. Se arrancó el otro guante y se puso en pie. Recobró el equilibrio y tuvo una idea; se inclinó con cautela para recoger los guantes y se incorporó de nuevo. No había mirado una sola vez hacia el interior del cobertizo, y dio un paso dispuesto a alejarse colina abajo.
Cuando Vigorce habló, sin embargo, Jesús se detuvo.
– Ahora -le dijo el capitán-, cuando os miréis las manos no pensaréis que sostienen a la señora, y desnuda, a menos que penséis también en lo que sea que estéis pensando en este momento.
Jesús se volvió para mirarle. Su rostro no tenía expresión alguna. Había suciedad y sangre en él. Los ojos eran los mismos de siempre, oscuras y apagadas profundidades, como las naves de las grandes iglesias en pleno invierno. Se volvió de nuevo y se alejó renqueando lentamente.
– Eso ha supuesto un duro golpe para su orgullo -comentó Mosquito, quien había empezado a afilar una larga y estrecha daga en la suave suela de cuero de una bota.
Vigorce trató de reír, sin éxito, se frotó con las manos el desmesurado rostro y se mesó la oscura y entrecana cabellera.
– Podéis guardar eso -dijo-; no estoy peleando con vos.
– Vuestra ira se ha calmado ahora -convino Mosquito-, pero la guardaré cuando lo crea oportuno. -Continuó afilando la hoja-. ¿Y qué hay de Jesús y su orgullo? ¿Qué creéis que hará?
– No hará nada -respondió Vigorce-. Alimenta su orgullo: resultar herido de tanto en cuando, a mayor herida mayor solaz. He reconfortado su orgullo.
En la larga pared lateral del cobertizo se hallaban cinco caballos en sus cuadras, y Solomón se dirigió hacia sus compañeros apoyándose en las compuertas a medida que las pasaba. Mosquito se puso en pie de un salto.
– Sentaos en este tronco, hombre. ¿Cómo os sentís?
– Estoy bien -respondió Solomón-, pero me tambaleo. -Tenía una cabeza calva, tostada y redondeada, y arrugada como una vieja manzana. Cuando se sentó, Vigorce le rozó levemente la coronilla.
– ¿Qué tal la notáis? -preguntó Vigorce con sincero interés; sentía gran cariño por Solomón-. Tiene buen aspecto -prosiguió-. Ya no está enrojecida. Los cardenales han desaparecido, casi todos.