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– Creo que está mejor. No me duele.

– Fueron picaduras severas -repuso Vigorce-. Se trataba de abejas africanas.

– ¿Cómo está la señora? -quiso saber Solomón.

El rostro del capitán se contrajo. Lo recorrieron arrugas desde el mentón hasta las comisuras de los párpados, en el entrecejo se abrieron grietas, y una expresión lastimera debilitó la voluptuosa boca. El capitán se dejó caer en el tronco, junto a Solomón, en el sitio que Mosquito se disponía a reocupar.

– Estaba tan preocupado por… por su honor -explicó- que lo había olvidado. Está a las puertas de la muerte, Solomón. Vos habéis sido afortunado.

Solomón emitió un sonido ronco para mostrar su desacuerdo.

– ¿Afortunado? ¿Acaso pedí yo tontear con las abejas? -Negó con la cabeza-. Ayer se comportó como una estúpida.

Continuó negando con la cabeza, con un ritmo elegiaco.

Bajo el forzado talante de Vigorce, y provocada aún más por aquella templada queja, fluyó la marea escarlata de su pronta ira. Se puso en pie de un salto y con la palma de la mano golpeó tres veces contra el pilar de piedra.

– ¡Ah! -exclamó, presa del desconsuelo-. ¡Debemos hacer algo! -Cuando se volvió hacia los otros, su rostro, feroz, pareció iluminado por una idea-. Iré a por el cura, y haremos que rece. ¡Haremos rezar al pueblo entero!

Mosquito se mostró cauteloso.

– ¡El cura! ¿Acaso creéis que vendrá?

Fue tal el cambio de actitud de Vigorce que le situó por encima de cualquier ofensa. Con aquel cuerpo poderoso, la enorme cabeza, el rostro avivado por la resolución y los ojos inyectados en sangre, era la imagen misma de un capitán en el campo de batalla a punto de abalanzarse sobre sus enemigos. En menos de un segundo espoleaba a un caballo bayo a través de la ladera y hacia el puente, a un ritmo cercano al galope tendido.

Mosquito era presa de la irritación, y se sentó haciendo crujir los nudillos hasta que Solomón esbozó una mueca.

– Está perdidamente enamorado -comentó el primero- Está loco. Desea para sí a la mujer del señor.

La mirada del sexagenario Solomón se avivó.

– Es una mujer atractiva -dijo-. Todavía es toda una belleza. Tiene un corazón ardiente.

Mosquito hizo crujir los nudillos ante tal afirmación.

– Es la esposa del señor -repuso.

Solomón se encogió de hombros.

– Es el calor -dijo en tono pacífico-. La falta de ocupación. Favorecen la locura.

Mosquito seguía apesadumbrado.

– Pronto echará espuma por la boca. -Pareció a punto de quedarse dormido y de pronto exclamó-: ¡Eh! ¿Habéis visto lo que le ha hecho a Jesús?

– No claramente. Estaba medio dormido. Le he visto marcharse muy enojado.

Mosquito le describió los insultos y el recíproco ultraje. Cuando concluyó reía, pero también negaba con la cabeza.

No hubo risas por parte de Solomón. Cuando habló, fue sobre otra cosa.

– Ha ido a buscar al cura. ¿Por qué creéis que no vendrá?

Mosquito pareció incómodo, pero lo soltó:

– El cura tilda de hereje a la señora Bonne.

– A mí no me importa que me llamen hereje -comentó Solomón-. No es necesario ser tan delicado; aunque debo deciros, Mosquito, que sois un hombre con el que resulta fácil llevarse bien.

– Me agrada llevar vina vida tranquila. ¿No os maravilla acaso cuán turbulento puede resultar este lugar? ¡Incluso en la siesta de hoy! -Indicó con una mano el sitio en que habían dejado a Jesús fuera de combate-. ¡O ayer, con las abejas! -Tras unos instantes añadió-: El año pasado el cura se volvió loco; por la señora, quiero decir. Como lo está ahora Vigorce. Acababa de llegar, entonces; un nuevo cura. La acosaba de veras. El señor aún no se había vuelto tan peculiar el año pasado, aunque pendía de un hilo. La señora disponía de mucho tiempo para sí. No tenía a la niña consigo muy a menudo… La niña comenzó a jugar con los críos de la servidumbre más o menos entonces. Eso es malo, ¿sabéis? -Miró con gravedad a Solomón, quien inclinó levemente la cabeza para mostrar que comprendía que era una incongruencia aquello de dejar que la niña se mezclara con los siervos: un punto suelto en el tapiz de la vida-. El cura le hablaba de religión, y ella le respondía -prosiguió Mosquito-. A veces podía escuchárseles a través del patio, furiosos y excitados, gritando y pateando con los pies; a veces se escuchaban lloros, y se trataba del cura. ¿No os parece curioso?

»Un día llegó a un punto crítico. Desembocó en una pelea. -Relatar esa historia había animado a Mosquito, y sonrió ampliamente-. Creo que el cura la asaltó, allá en la casa. Ella le rechazó. Es una mujer fuerte. Luchó con él. Vigorce y yo acudimos corriendo al oír ruido. Cuando llegamos, ella derribó al cura de un puñetazo, y él se rindió. Se hallaba con medio cuerpo fuera del umbral y su cabeza pendía sobre el peldaño. Entonces el señor volvió a casa de uno de esos largos paseos que da.

»"¿Qué es esto?", pregunta. "Ha intentado violarme", responde la señora y, al mismo tiempo, el cura dice, allí tendido sobre el escalón: "Estaba luchando con el demonio en su interior. Es una hereje". El cura parecía insignificante, cual cordero degollado, pero a la señora se la veía orgullosa, airada y agresiva, en absoluto trastornada. Y Vigorce -en ese punto Mosquito se inclinó y palmeó la rodilla de Solomón- la miraba como un hombre anonadado… Y es que ella tenía muy buen aspecto, con aquella furia que irradiaba y haciendo gala de toda su dignidad… ¡oh, sí! Pero Vigorce no la miraba como un hombre mira a la mujer que desea. Era como si hubiese visto a la Santísima Virgen.

Se persignó y luego inclinó la cabeza, a modo de disculpa, hacia el judío.

Solomón retorció el cuello con impaciencia, como si una mosca hubiera tratado de aterrizar en él.

– Vamos, vamos -le instó-. ¿Qué hizo el señor?

Mosquito reanudó el relato.

– El señor César observó al cura tendido en el suelo y exclamó: «¡Violación!», y asimiló la palabra: la colocó en la punta de la lengua y la tragó lentamente, saboreándola. Le observé hacerlo. Entonces miró a la señora, acalorada y furiosa, pero sonriente a la vez; era una visión de lo más variado. El señor la miró y exclamó: «¡Herejía!», y saboreó también el sonido del término. Entonces el señor vio cómo Vigorce miraba fijamente a la señora y chasqueó los dedos bajo su nariz para hacerle volver a la tierra. «¡Venga, venga, capitán!», le dijo.

Mosquito se frotó la chata nariz y sus ojos brillaron al recordar aquel momento.

– Entonces me miró -dijo-, y exclamó: «¡Bueno, Mosquito, no podemos ahorcarlos a todos!», y entró en la casa.

Eso le resultó divertido a Solomón, que rió hasta sufrir un acceso de tos que agitó la flema en su pecho. Golpeó con el puño el tronco en que se hallaba sentado. Mosquito le observó, y rió con él. Cuando las risas cesaron, Mosquito se puso en pie y se desperezó.

– Os traeré agua -dijo-. Os lo tomáis a la ligera, pero las riendas de un caballo hay que atarlas rápido para impedir que se lo lleven antes de que se enfríe.

Solomón pasó las manos con suavidad sobre su reluciente cabeza. Emitió otra breve risilla.

– Herejía, ¡rechazar a un cura! -declaró.

Jesús entró en el cobertizo cargado con unas alforjas de cuero y su enorme capa, y con la larga espada al cinto. Sacó a su menudo caballo bayo, medio árabe, al exterior, con la silla puesta, y le puso las alforjas en el lomo. Desde detrás del caballo inclinó la cabeza, con gran solemnidad, hacia Solomón, y éste respondió con igual saludo. Jesús enrolló la capa y la sujetó a la silla de montar. Rodeó el caballo y se dirigió a Solomón:

– ¿Estáis bien? -preguntó.

– Bastante bien -respondió Solomón-. Estoy bien.

– Estupendo -dijo Jesús-. ¿Querréis decirles que voy en busca de carroña?