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Justo cuando Flore se preguntaba si Amanieu iba a empezar a frotar el pecho de su madre, y a deslizar sus largos dedos en la parte interior de sus muslos; cuando Amanieu se daba cuenta de que, de pronto, se sentía indeciso acerca de si continuar en la parte delantera lo que con tanta maestría había comenzado en la trasera; y cuando César, en un solo movimiento, se incorporaba y arrancaba el mágico cuenco de Flore, Bonne despertó de su envenenado sueño.

Sus ojos dorados y felinos se clavaron en los negros, basálticos iris de Amanieu, y comprendieron el porqué de su rostro de comadreja. Los cerró e imprimió una frágil sonrisa en sus labios.

César se adelantó a empujones. Embadurnó a toda prisa su propia frente con los escasos restos del cuenco, situó su largo rostro de perro lobo ante el de Bonne y clavó en él, en previsión de un segundo despertar, una de sus más concentradas miradas. Si el emplasto de pimpinelas azules podía evocar la voz interior del espíritu, era entonces, más que nunca, cuando sería capaz de escuchar la respuesta del alma de Bonne a la suya.

Los ojos de Bonne se abrieron de nuevo. La mirada dorada vaciló ante la alarmante mirada azul. Su voz sonó clara, pero disminuida a una cuarta parte de su volumen normal.

– ¡Cristo! -exclamó-. ¿Todavía estoy viva?

Los ojos giraron en sus órbitas para buscar a Amanieu, al otro lado de la cama. Tendió una mano hacia él, pero fracasó en su intento y dejó caer el brazo; señalándole entonces en lugar de asirlo, dejó muy clara su decepción:

– ¡Me creía muerta, y en el infierno!

Tras eso, los que rodeaban el lecho permanecieron clavados donde estaban unos instantes, como si se hallaran en la primera fase de ser transformados en columnas de sal, o en roja piedra arenisca, o en cualquier cosa condenada a permanecer durante siglos en el mismo lugar. Mosquito, sin embargo, al ver la lengua vacilante recorrer los labios resecos y agrietados, acercó su balde a la cama y le ofreció a Bonne agua de un cucharón de hierro, y ella se durmió.

10

LUZ Y OSCURIDAD

Transcurrido un día completo, Bonne todavía dormía. Su piel se hallaba cercana al colorido habitual, la carne bajo ella, más plácida; respiraba profundamente. Incluso su belleza se estaba recobrando, pero todavía dormía.

Al día siguiente de la cura de pimpinelas azules, a la misma hora de la tarde en que había sido administrada el día antes y siendo por esa ocasión César y Gully de la misma opinión (concretamente, que Bonne se hallaba ahora sumida en el sueño del mismo modo en que uno queda atrapado en un mal hábito, como el de beber), la sacaron de la cama y la hicieron reanudar, en la medida de lo posible, el diario gobierno de la casa.

Su idea era la siguiente: que Bonne era de naturaleza imperiosa, y mientras, yaciendo dormido, uno puede percibir lo sucedido en un lecho o una alcoba, siempre que cuenten con cierta historia; no es posible sentarse para siempre en medio de las tareas del hogar, con los ojos cerrados y estar en otra parte, y experimentar una sensación de gobierno.

Por consiguiente, César llamó a Vigorce, y éste llamó a Solomón y Mosquito (pues Jesús se hallaba ausente en su misión), y además de ellos estaba Amanieu, por no mencionar a la anciana y a la niña, y los siete juntos desde las sombras arrastraron la gran mesa (el amplio tablero de madera de olmo tan grueso como ancha es la mano de un hombre) hasta un lugar cercano a la puerta principal, de modo que el sol se derramara sobre uno de sus extremos mientras el otro reposaba en el fresco rincón del salón en que se hundía el pozo. Junto al manantial, pues, entre el umbral exterior y la escalera que descendía hacia la cocina, podría decirse que en los mismísimos goznes de la casa, Bonne fue depositada, aletargada, sobre la mesa.

De pronto, cuando Bonne fue instalada, semiincorporada, sobre un montón de almohadas y cojines, y Gully hubo lavado el rostro de su señora con agua caliente y un poco de vinagre para marcharse después a la cocina; y el vestido de seda amarilla, que constituía la más preciada posesión de Bonne (a excepción quizá de sus pájaros persas de esmalte), se hubo extendido junto a su dormida figura; y Flore se hubo arrodillado junto a ella en la mesa y le hubo cepillado el cabello, del cual cayeron varios aguijones y una abeja muerta, para después, alterada y desorientada y sin contar para sí con una cocina, desvanecerse en uno de los negros rincones desparramados a diestro y siniestro por la casa; después de que todo eso se hiciera, aquellos que quedaron se vieron presas del mal humor.

La charla natural en esos momentos de compartida y ansiosa actividad se extinguió, y nada la sustituyó; Solomón y Mosquito salieron. Los hombres que quedaban en la estancia se habían encerrado en sí mismos, cada uno de ellos fundido en una pose que decía mucho acerca de su carácter y de su relación con la esposa de César.

Vigorce estaba sentado en el peldaño con la espalda contra la jamba y las piernas estiradas a lo largo del umbral. La mayoría de las moscas que entraban y salían de la casa se detenían para dirigirse a él, y la irritación que ello le causaba le hacía volverse a sentir tremendamente infeliz. Los músculos de sus hombros crujían de ira. Desde donde se hallaba sentado, alzaba la mirada hacia los demás.

Amanieu estaba sentado en el borde del pozo, impregnándose de un frío insalubre en los riñones, plantado junto a Bonne cual consorte usurpador en un trono coevo, y como ella, de cara al otro extremo de la mesa pero con los ojos abiertos en la penumbra y bizqueando hacia la luz. En su mente, Flore caminaba.

César se erguía al pie de la mesa, muy tieso para ser éclass="underline" levemente inclinado hacia atrás en el centro y hacia adelante en la parte superior. Su figura brillaba, resplandecía de forma caprichosa bajo el sol de la tarde, incluso el cabello de color cañizo veteado de gris. Miraba fijamente desde la lluvia de luz que le rociaba hacia las sombras, donde la auténtica y dorada belleza de Bonne lanzaba destellos a través de su oscuridad y sus sueños. Tan absorto en sí mismo como un dios de la antigua mitología, o un bufón de cualquier época, Cesar compartía también con ellos sus dotes para lo histriónico. En su caso, sin embargo, se trataba de un don inconstante, que iba y venía, de modo que a veces confundía lo imaginario con los hechos: al tratar de ser teatral cuando Apolo no se hallaba en él, adoptaba su pose y esperaba a que fluyera la elocuencia, sólo para escuchar, atónito, cómo goteaba el silencio. Eso le ocurría ahora, y era la fuerza de su muda estupefacción la que provocaba el silencio general, como un duro pero ineludible artículo de fe, sobre todos los que habrían podido oírle.

Y allí estaba, sobre el lugar que había elegido, enjaulado en esplendor, aislado en un deslumbrante charco de sol, enmudecido y fútil. La luz del sol le oprimía desde el exterior y el silencio presionaba desde su interior. Reaccionaba como el hueso de una aceituna sujeto entre el índice y el pulgar. Durante un embelesado instante, como si su alma se hubiera elevado en el cielo, bajó la mirada hacia sí mismo y vio a un hombre que, desde el esplendor, observaba a una mujer oculta en la penumbra. Vio a un hombre siempre al borde de danzar en la luz pero transformado, por una mirada de Medusa, en pétrea y ciega estatua.

Mosquito regresó a extraer agua para los caballos. A través del umbral se desparramaban las piernas de su capitán, olvidadas de su dueño que permanecía en trance. Sus hombres estaban acostumbrados a que cayera en la catalepsia ante su señora, pero a Mosquito le pareció que, con Bonne sumida en trance por su propia cuenta, en esa ocasión Vigorce se había excedido. Una segunda mirada, sin embargo, le reveló que los ojos del capitán no estaban clavados en la señora, sino en su señor. Se alzaban fijos en aquel ser iluminado con la opaca mirada del que ha visto un fantasma; su enfoque era también inexacto, como si creyeran que una parte de César pudiera hallarse en lo alto, entre las vigas. Las moscas revoloteaban y zumbaban en torno a la enorme cabeza del capitán sin que éste les prestara atención.