Выбрать главу

– Quieren a su fraile -dijo, y murió.

11

LA REVUELTA DE LOS CAMPESINOS

– ¡El fraile! -Vigorce se golpeó la cabeza con una mano-. ¡El cura! ¡Le dejé en el abrevadero! -Alzó la vista hacia Mosquito-. ¿No le habéis visto? ¿Es que no habéis dado de beber a los caballos?

– ¿De qué demonios estáis hablando? -exclamó Mosquito-. ¡Mirad ahí afuera!

Una muchedumbre de campesinos, blandiendo guadañas y podaderas sobre sus cabezas, y con cuchillos y hoces en las manos, se dirigía hacia ellos. La muchedumbre aminoraba el paso a medida que se aproximaba.

– De cualquier forma -Mosquito se sintió impelido a explicar con urgencia a Vigorce-, por las mañanas doy de beber a los caballos desde la cuba.

– Por supuesto -respondió Vigorce-. Por supuesto que lo hacéis. Pues el cura ha pasado la noche en el abrevadero. -Poco a poco empezó a reír-. ¡Ha dormido precisamente en el abrevadero! -exclamó, y ante semejante ironía su risa derivó en ataque, y se golpeó la rodilla con un puño; pero no se trataba de su rodilla, sino del cuerpo de Solomón, y el puño cayó sobre un revoltijo de sangre y vísceras con un terrible sonido. Cuando tan espantoso hecho sucedió, la risa del capitán todavía ascendía, y se trataba de uno de esos exuberantes accesos fuera de control que, al igual que una piedra lanzada al aire, no cae al suelo hasta haberse alzado primero hasta su apogeo. Vigorce se vio impulsado a reír más y más en el mismísimo instante en que la impresión hacía mella en él, la de que el cuerpo masacrado de Solomón yacía en su regazo, y en el momento en que comprendió que todo ese rato allí sentado, por alguna extraña dispensa de su mente mientras bromeaba y reía, había estado inmerso en un mar de sangre de otro hombre. La sangre caliente le empapaba las ropas, le humeaba en las manos, y cuando por fin se las ingenió para ponerse en pie (librándose del cuerpo de Solomón, dejándolo rodar desde sus rodillas a medida que se incorporaba), tenía toda la parte delantera teñida de sangre. La risa alcanzó su cima y empezó a ceder. Vigorce tanteó su cuerpo con las manos.

– Oh -exclamó-, está sangrando como un cerdo. -Fue todo lo que sus alteradas facultades fueron capaces de urdir a modo de lamento. Por el tono de su voz podría decirse que su intención era de condolencia, pero fue consciente también de que no era una comparación apropiada para un judío, y de que fuera cual fuese el insulto que le hubieran ahorrado a Solomón al matarle, le había sido ahora infligido por su amigo. Volvió a reír, pero no fue gran cosa; se había convertido en una risilla estúpida. Dio unos pasos para apartarse del umbral y del cuerpo, acercándose a la muchedumbre, y allí se detuvo.

– ¡Bueno! -exclamó Amanieu, como si se tratara de un juramento-. ¿Hay algún arma en esta casa?

El número de campesinos rondaba los cuarenta. Había varias mujeres, y las armas empapadas de la sangre de Solomón se hallaban distribuidas sin distinción de sexo. Amanieu se dijo que eran bien desagradables: los clásicos garfios y cuchillas de carnicero, algunos sujetos con palos, que constituían las armas inevitables de los siervos amotinados. Amanieu tenía su larga daga en la mano.

– Dadme ese alfanje -le dijo Mosquito-. Tomad la espada del señor. No creo que él vaya a utilizarla.

La espada era larga, pero Amanieu sabía que le haría tan buen servicio como si fuera san Miguel.

– Bueno -volvió a decir.

– Estas también son de mi padre -y ahí estaba Flore con dos cortas lanzas, armas que gozaban de gran popularidad en la Gascuña. Miró a Amanieu con un brillo tal en los ojos que la mente de éste se detuvo por un instante-. Mosquito tiene razón -continuó-. Padre no estará dispuesto… Todavía seguirá misterioso un ratito más.

– Buscad algún agujero seguro -le dijo Amanieu-. ¡Quitaos de en medio!

– No -respondió ella-. Veré qué sucede.

César intervino en ese momento, por así decirlo. Se irguió hasta su completa estatura, extendió los brazos como un hombre al despertar y miró a través de la puerta.

– ¡Mi gente! -exclamó con una complacida sonrisa, levantó a su atónita hija asiéndola de la cintura y pasó por encima del desastre de la entrada evitando, en apariencia por un afortunado accidente, todo lo que había vertido el cuerpo de Solomón y que podría haberle ensuciado los pies. Dejó a Flore en el suelo y, apoyando una mano en su hombro, la instó a adelantarse con él hasta hallarse junto a Vigorce (que hedía a sangre y emitía, ocasionalmente, una risita quebrada) y observó a los campesinos desde tan cerca que era posible discernir el color de sus ojos.

A Flore, César le dijo:

– Apartaos un par de pasos. Vigorce apesta y, además, está farfullando. -Cuando se hubieron situado a cierta distancia del desdichado capitán, César habló de nuevo-: Ahí está esa vieja cabrera. ¿Cómo llegó a hacerse con mi sombrero español? Se lo pregunté a la cara, pero no le saqué nada. Es una vieja bruja inflexible.

– ¡Lleva una guadaña! ¡Una guadaña! Va a segar mis pobres piernas. -Flore se estremeció desde las plantas de los pies hasta los hombros-. ¿Para qué nos habéis traído aquí fuera?

César rió, algo que podía hacer a voluntad; le parecía un don estúpido, y tal opinión se vio confirmada por el desquiciado cacareo de apoyo que estalló a su izquierda, pues así de exacto le pareció aquel eco.

– Suena como el graznido de un cuervo -parloteó para que el coraje no decayera-. ¿Qué creéis que significa, niña mía, eso de que haya cuervos dementes a nuestra izquierda? ¿Qué clase de presagio es ése? -Los dedos sobre el hombro de Flore presionaron con fuerza; la intención era amigable y arrepentida, pero el dolor resultó irritante-. Ya está hecho -prosiguió César-, Ya he hecho que nos metamos en esto.

El ser entero de Flore temblaba ahora, y su pie izquierdo había empezado a patear el suelo por voluntad propia.

– ¡Presagios! -exclamó-. ¡Pre… presagios! ¿Qué sé yo sobre e… eso? Soy una inculta, ¿no es así? -César esbozó una mueca al oír eso; era un tema delicado-. Mi madre es culta; yo no, sin embargo. ¡Oh, no! ¡Mirad esto! -De pronto gritaba-. ¡Miradnos! ¡Un lo… loco y una víctima para el sacrificio! -Tan contundente afirmación se ganó una mirada de admiración de su padre-. Pero no seré yo; ¡me vuelvo a la casa! -Pero no se movió; lamentablemente, no pudo moverse-. ¡Esto es justo lo que cabía esperar de vivir aquí! ¡Precisamente lo que cabía esperar! ¡La vida aquí es vil, con vos y con ella, vil! ¡Me marcho! ¡Me marcharé mañana! ¡O pasado mañana!

– ¿Adónde iréis? No seáis estúpida. Las niñas de vuestra edad siempre dicen eso. -César recordó algo-. Y no deberíais hablar así de vuestra madre.

– ¡Por supuesto que me marcho! -gritó Flore-, De otro modo, ¡esa vieja me cortará en dos! -No entendía cómo conseguía sostenerse en pie-. ¿Por qué no vienen y nos cortan en pedazos?

César sonrió jovialmente hacia los rostros sedientos de sangre que tenía ante sí. Se sentía impresionado por el hecho de que Flore, en su histeria, hubiera combinado la solución a sus dos desdichas (la desgracia en su hogar y el miedo a ser rebanada en dos por la vieja bruja de la guadaña) en una sola: se marcharía al día siguiente, o al otro. Que su plan no tuviera sentido, cuando uno se enfrentaba a la inminencia de aquella vieja inflexible, no era relevante. Si Flore era capaz de arrojar de ese modo todas sus dificultades en un solo cuenco, y de hacer con ellas un caldo digestible, era más hombre de lo que lo era él. Su última pregunta también entrañaba una buena cuestión: ¿por qué no empezaban a rebanarles los campesinos?

– ¡Dejad de temblar! -le ordenó a la niña, y buscó algún cumplido con que demostrarle la nueva estima con que la veía-. Sí que sois culta -le dijo.