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– ¡Maldita sea! -exclamó Flore, y le propinó una patada en la espinilla-. ¡Habladles!

– Siento de veras todo esto -se disculpó su padre-. Al ver a los siervos y salir a recibirlos, no tenía ni idea de que se hubieran sublevado. Debo de haber estado soñando despierto. No he visto al pobre Solomón hasta que he atravesado el umbral. ¡Pobre hombre! Cuando hay judíos en una heredad siempre los matan, si hay alguno a mano. Quizá no pretendan en absoluto cortarnos en pedazos.

– ¡Preguntádselo entonces! -dijo Flore, y tras esa sarcástica pulla se encontró sentada en el suelo. Su padre le había soltado el hombro y se acercaba aún más a los campesinos.

César no captó el sarcasmo y tomó el desdeñoso comentario como un ejemplo de aquel talento, que acababa de percibir en Flore, para responder a la vida de forma esmerada e irrelevante. El hecho de que sus soluciones no tuviesen sentido no implicaba necesariamente que debieran fracasar; César había vivido el tiempo suficiente para comprender eso. Por tanto, se adelantó para preguntar a aquellos hombres y mujeres, que blandían sus sangrientos garfios y hojas, qué los retenía. Una delicadeza natural, sin embargo, le impidió plantear la cuestión de tan cruda forma, de modo que simplemente preguntó:

– ¿Qué ocurre?

– ¡Queremos a nuestro fraile! -Para su sorpresa, esas palabras vinieron de la vieja bruja inflexible.

– Ese es mi sombrero español -dijo César, y lo asió con la rapidez del rayo.

– ¡Quedaos con vuestro sombrero! -exclamó ella-. ¡Queremos a nuestro fraile!

César cogió el sombrero y se volvió hacia Flore.

– He recuperado mi sombrero -le dijo, para demostrarle que había obtenido algo.

Flore se mordisqueó una rodilla y le miró como a una figura en la lejanía.

– Queremos a nuestro fraile -repitió la anciana, y blandió la guadaña arriba y abajo, de forma que el hombre junto a ella recibió un tajo de la temible hoja que le partió media oreja.

– ¡Queremos a nuestro fraile! -exclamaron los campesinos-. ¡Dadnos a nuestro sacerdote!

Allí sentada, en el suelo y a la altura de las rodillas de los campesinos amotinados, Flore había detectado para entonces, en los rincones inferiores de la muchedumbre, a algunos de los mugrientos chiquillos con los que solía jugar (¡ya nunca más!) en la aldea.

– ¡Rosine! -gritó bajo los ciegos gruñidos de los siervos, quienes claramente seguirían pidiendo que les devolvieran al cura hasta que volviera a arderles la sangre, y se sintieran dispuestos a rebanarles como salchichas a ella y su familia-. ¡Rosine! ¡Rosine!

Rosine la oyó.

– ¡Sí! -exclamó en respuesta.

– ¡Rosine, el cura está en el abrevadero!

– ¿Dónde?

– ¡En el abrevadero!

Rosine soltó una risilla ante tales noticias, y Flore se tapó los ojos. A menudo había jugado con Rosine a que la ahorcaba, o a que la destripaba para luego hacer que la descuartizaran los caballos, e incluso entonces había tenido que intimidarla para impedir sus risillas y que se burlara de los procedimientos. ¡Cómo deseaba, ahora, haber jugado con mayor realismo! En ese punto, por fortuna, la madre de Rosine, una mujer gorda compuesta enteramente de calabazas, la sacudió con furia, justo como solía hacerlo Flore, y le preguntó por qué reía. La respuesta no se hizo esperar.

– ¡El sacerdote está en el abrevadero! -bramó la mujer hecha de calabazas al oírle, y su voz fue como la de Dido lamentándose por Eneas-. ¡Han metido al sacerdote en el abrevadero!

Durante unos instantes todo el mundo exclamó que el cura estaba en el abrevadero, pero el tono general fue de sospecha e incredulidad, y no hubo movimiento alguno para rescatar al cura. Al observar a aquellos cascarrabias, César se acordó de la cabeza baja y la amenazadora mirada con que un buey le dice a uno que no caerá en la trampa aceptando el yugo. Se dijo que la imagen era bastante válida.

– ¡Ahí lo tenéis! -dijo-. El cura está en el abrevadero. No os quedéis ahí mirando… ¡id y sacadle de allí! -Al descubrir que tenía el sombrero español en la mano, se lo encasquetó como si todo estuviese solucionado, cruzó los brazos, frunció el entrecejo mirándose los pies y tamborileó con los dedos de las manos sobre los brazos. Se le veía despótico e impaciente; de hecho, había olvidado qué era lo que deseaba hacer, y trataba de recordar dónde se hallaba su vida antes de que la turbulencia estallara.

– Flore -chilló Rosine entre los inquietos pies de la muchedumbre, que había comenzado a desplazarse a causa de la incertidumbre de la situación-. ¡Flore! ¿Qué quieres decir? ¿En qué abrevadero?

– El de la parte trasera -exclamó Flore entre el polvo que se levantaba-. En el prado de los establos.

– ¡A la parte trasera! ¡A la parte trasera! -bramó casi instantáneamente la mujer hecha de calabazas, y guió al elemento principal del eclesiástico grupo hacia la parte trasera de la casa.

– ¡Salvemos al sacerdote! -gritaban cuando desaparecieron de la vista. Entre los pocos que quedaron se hallaba la anciana de la guadaña. Miró fijamente a Flore, sentada en el suelo.

Flore se había internado ahora en un vacío de percepciones en el cual no era consciente del miedo. Devolvió la mirada de la cabrera, se levantó y se sacudió el vestido.

– Bueno, querida -dijo la voz de Amanieu-. Reconoceréis a la niña en otra ocasión. -Se dirigía a la anciana.

– No -respondió ésta-. Soy ciega. Pero os reconoceré a vos.

– Os creo -dijo él-. Tenéis ese don. Os dolerán los dedos de los pies cuando yo esté cerca. -Estudió su rostro-. No parecéis ciega.

– Dicen que resulta difícil mirarme -respondió con orgullo la mujer. Sus ojos ciegos se movieron de Amanieu hasta Flore, que ahora se hallaba en pie junto a él y escuchaba atentamente esa rápida e íntima conversación entre dos personas que, según todas las apariencias, eran enemigos.

Se produjo un breve silencio entre ellos. Flore vio que ambos la contemplaban y se ruborizó mientras miraba con recelo los ojos severos y ciegos de la vieja. Amanieu volvió a hablarle a la mujer:

– ¿Aún podéis segar, ciega como estáis? -le preguntó-. ¿Es por eso que conserváis la guadaña?

– Sí -respondió-, porque puedo segar un campo, y porque la guadaña me pertenece. -La alzó con esfuerzo. Flore vio que la sangre de la oreja del hombre se había secado en la hoja-. Debo volver con mis cabras -dijo, y se dirigió a Flore-: Podría haberte encontrado. He olido tu miedo.

– Volved con vuestras cabras -respondió Flore, y se alejó. Descubrió, de inmediato, que era espectadora de una comunión muy diferente de aquélla entre la anciana y Amanieu. Vigorce, repugnante y apestando obscenamente a la sangre rancia de Solomón por todas partes, estaba sentado en el suelo y parloteaba. Frente a él, con su cabeza no muy por encima de la del capitán, se hallaba de pie Mosquito. Flore vio que el hombrecillo daba un paso adelante y retrocedía de inmediato, y se golpeaba los costados con los puños presa del desespero.

– ¿Qué os sucede, Mosquito? -le preguntó.

– No puedo tocarle -respondió éste-. Si sigue así, se volverá loco. Hay que limpiarle, pero no puedo hacerlo.

– Ya parece loco. Aun así, hay que limpiarle -repu- so Flore.

– Quizá no sea permanente -dijo Mosquito.

Los pocos campesinos que quedaban habían apartado educadamente las armas de la vista. Ya no quedaba ira en ellos. Flore vio regresar a unos cuantos a la aldea, y allí estaba Amanieu (así se pudriera) en plena despedida de la anciana en la torre de entrada. ¿Dónde estaba su padre? No importaba.

– Vosotras dos -dijo-, ¡venid aquí! -Ordenó a dos mujeres que se acercaran como si hubiese sido su madre, y lo hicieron-. Llevaos al capitán al río y dadle un baño. Mosquito, conseguidle algo que ponerse cuando esté limpio. Es vuestro deber tener prendas sueltas de recambio, y si Solomón ha dejado alguna le irá bastante bien. Haced que traigan de vuelta las ropas que lleva ahora: las enterraremos junto a Solomón. -Mosquito corrió hacia la nueva torre del homenaje en que vivían él y sus camaradas.