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Las dos mujeres hicieron ponerse en pie a Vigorce.

– ¡Toda esta sangre! -exclamó una de ellas reprendiéndole con dulzura, como reprendiendo a un niño.

– ¡Vaya! -le dijo la segunda desde el otro lado-. ¡Deberíais oíros, jovencito! Parloteáis y parloteáis, y no decís nada.

– La sangre de mi amigo -dijo Vigorce, de pronto coherente.

– Aun así, a vos no os hace ningún bien, ¿no os parece?

– ¡No! -respondió él gritando, y lloriqueó-: ¡No me hace ningún bien!

– Vamos -dijo la segunda mujer-. Deberíais ser menos duro con vos mismo. Después de todo, era un judío.

– Eso es cierto -observó su compañera-. Pensad en ello: después de todo, era un judío.

En lo más hondo de Vigorce, como atrapada en las ruinas de un alto edificio; como aprisionada bajo las vigas y la mampostería cuyo derrumbamiento había unido pisos enteros de estancias, y comprimido los pasillos que discurrían entre ellas, o por encima y debajo de unas y otras, en un solo montón de escombros; como si la hubiesen enterrado viva bajo los enmarañados restos de lo que tan sólo una hora antes había sido la familiar vivienda en que habitaba, la cordura de Vigorce encontró una voz y en pos de ella buscó una salida.

– Un judío -dijo-. Sí, lo era, ¿no es así? Después de todo, ¡era un judío!

Flore les observó descender el sendero hacia el puente, mientras ellas susurraban palabras amables en los oídos del capitán.

12

SABOR A SAL

La voz de Bonne (¡la voz de Bonne!) resonó por toda la casa.

– ¡Gully! -decía-. ¡Limpiad el umbral!

Flore hizo ademán de acercarse a ella y al mismo tiempo retrocedió; pareció que se dispusiera a esperar a su madre.

– ¿Qué me ha sucedido? -preguntó exigente Bonne-. Gully no quiere decírmelo.

Flore le contó lo de las abejas; lo de las pimpinelas azules y su aplicación por parte de Gully y el visitante de la casa; lo del misterio de Vigorce acomodando al cura en el abrevadero, y lo del asesinato de Solomón a manos de los siervos.

– Las abejas, ¿eh? -dijo Bonne, no muy preocupada por el resto-. Mueren cuando pierden el aguijón; la mayoría estarán muertas. Me pregunto cuántas quedarán y qué habrá sido de la reina, ¿me habrá picado también? -Su cabello, que resplandecía oscuro en la casa, ardía con rubicunda llama cuando el sol se posaba en él, pero sus ojos eran dorados en cualquier situación.

Estaba tan encantadora como el alba de aquella mañana, pues el largo sueño no había apagado su belleza, y se sentía como nueva al descubrir que había aceptado y sobrevivido al sacrificio de un millar de abejas-. Lo más apropiado habrá sido que la reina permaneciera en la colmena -prosiguió-. No habrá salido a picarme. Ahora no tendrá suficientes abejas para atenderla, ¡y ése será su fin! -Esbozó su recobrada sonrisa-. ¡Una hecatombe de abejas sólo por mi causa! -Ahora rió, algo tímida-. ¡Tú no sabes qué es una hecatombe, pobre Flore!

La hija, que aquella mañana había mirado al caos a la cara y todavía vivía, se opuso por fin al vergonzoso hábito de la madre que se burlaba de la ignorancia de una niña a la que había privado de educación.

– Sabía que debía esperar algo así cuando habéis reído -declaró, poniéndose a prueba.

– ¡Grosera! -le espetó Bonne. Sus grandes ojos brillaban: era un lince al que acababan de tirar de la cola.

– ¡Padre me ha dicho que sí soy culta! -dijo Flore con gallardía.

– ¿Qué? ¿Mientras yo dormía? ¿Que te has vuelto sabia e instruida mientras dormía? -se burló Bonne mirándola con altivez, atenuando su arrogancia.

Flore reconsideró los acontecimientos del período al que aludía su madre y asintió.

– Sí mientras dormíais -repuso. Fue consciente de que no sabía a qué se refería, pero sí sabía que lo decía en serio.

Y también lo supo Bonne, quien cambió inmediatamente de tema.

– No se me ocurre cómo hará la pobre Gully para arreglárselas con el cuerpo del judío. Se deshará en pedazos en cuanto lo toquen. Pero bueno, ¿dónde está todo el mundo? ¿Dónde está tu padre?

Flore miró en torno a sí y vio que estaban prácticamente solas en el patio. Vio a su padre en lo alto de la torre del homenaje, pero le dejó estar.

– Si de mí dependiera -dijo-, envolvería a Solomón en un montón de paja y con un par de sacos de maíz, lo ataría todo con una vieja soga y le descargaría en la sombra. Le enterraremos mañana, y entonces recuperaremos la cuerda.

Bonne se tomó esas prácticas propuestas como una enmienda, como la reanudación de unas relaciones disciplinadas tras la demostración de despecho de Flore. Se volvió y se dirigió a la casa, un acto que llevaba implícita la presuposición de que la niña la seguiría.

Flore echó una ojeada a Gully, quien, roja hasta los codos, empezaba a lidiar con el desastre del umbral, y corrió con alas en los pies hacia la torre de entrada, hacia el exterior, hacia sí misma.

César el alto miraba hacia abajo desde la torre.

Vio salir corriendo a su hija. Huía con la pasión de un pájaro liberado de su jaula, y sintió brotar el gozo de Flore en su interior, donde hizo que el corazón se le alzara entre los hombros. Sus manos se movieron levemente en respuesta, pero no se esforzó en hacer gesto alguno, como el amplio y favorable estiramiento de los miembros que el aire interminable de allá arriba trataba de obtener de él; pues sabía que el aire ansiaba arrojarle del parapeto, y cuando hubiera hecho presa en él, persuadiría a su espíritu para salir al exterior. Ese día ya había estado más allá de sí mismo y todavía no había retornado por completo a la tierra. Fue porque aún sentía su espíritu volátil en su interior, todavía excitado por su ascenso a las vigas, y en la esperanza de poder satisfacer su repentino fervor por las alturas, por lo que había trepado hasta el techo de la torre del homenaje. No quería que su espíritu adquiriera el hábito de abandonarle y dejarle varado en la tierra.

Retrocedió y se situó a la distancia de un brazo del parapeto. Su objetivo era ahora mantenerse tranquilo durante un rato y cortar la excitación de raíz, hasta que su carnal esencia volviera a tener en sus garras a los más volátiles elixires de su ser. Así pues, aunque su sangre brincaba al ver que el corazón de Flore levantaba el vuelo y despertaba en el aire, se forzó a permanecer inmóvil.

El instinto le había revelado a Bonne de inmediato que su hija se había escabullido a sus espaldas, pero rehusó creerlo del todo hasta que oyó rechinar los dientes en su boca y sintió, en consecuencia, una punzada de dolor. Disciplinó a su desilusión, forzó a sus mandíbulas a relajarse, y ya se había vuelto en redondo para hacer volver a Flore, cuando en cambio se oyó a sí misma decir enojada:

– ¡Dejemos que esa mocosa se vaya! -Pero no lo dijo con convicción, tanto es así que miró y se inclinó en varias direcciones (o así le pareció al espectador) al mismo tiempo. El espectador era César, y la impresión que Bonne le causó (perpleja en su atavío de seda amarilla mientras el cabello cobrizo ondeaba en torno a su cabeza; anhelando salir en pos de la fugitiva pero clavada en donde estaba pese a sus insistentes propósitos) fue la de la llama de una vela abandonada de súbito por su polilla.

Durante cada instante que pendió allí suspendida e indecisa, Bonne fue consciente de César en lo alto de la torre. Su vigilante presencia le hacía sentir el peso de tal amenaza en la nuca que en su piel hormigueó el pánico, como si estuviera desnuda bajo un hacha que cayera. Se estremeció, de la clavícula para abajo y hasta lo más hondo de sí misma. Apartó a su rebelde hija de su mente y reunió sus fuerzas internas para enfrentarse a César.