Cuando Bonne se volvió, se encontró más cerca de la gran torre de lo que esperaba, de modo que ésta se erguía hacia el cielo sobre ella con repentina violencia. Retrocedió como alguien que se hubiera topado cara a cara con un gigante. No había sido tan cogida por sorpresa, sin embargo, como para pisarse el bajo de su vestido amarillo, pues lo levantó limpiamente del suelo, justo a tiempo de evitar rasgarlo, con el mismo frío asombro que le había permitido cruzar de un brinco el sangriento umbral de su casa (pese a acabar de emerger en aquel mismísimo instante de su sueño eterno sobre la mesa), sin que ni una gota de la sangre de Solomón se adhiriera a la encantadora seda que había recorrido un largo camino hasta ella desde la remota China.
Aquel fastidioso juego de piernas no le debía nada a la salud. No se trataba de un don atlético sino neurótico, y constituía una respuesta al hábito de César de llevar la mayoría de su vida en común en silencio. Era desde que habían llegado allí, o desde que el castillo había dejado de construirse, o, en cualquier caso, desde hacía muchísimo tiempo ya, que César había abandonado la costumbre de hablar con Bonne. En ocasiones se dirigía a ella, como lo hacía al resto del mundo, pero era como si el marido hubiese perdido la voz que utilizaba con la esposa. La ofrenda de su presencia se había hundido hasta la sumergida forma de largos silencios: se quedaba sentado, con actitud de entablar conversación, y permanecía en silencio. En ocasiones se suprimía a sí mismo con el silencio, y se tornaba inerte, impasible e invisible. Bonne podía estar sentada tranquilamente, o trabajando en la cocina, o fuera paseando, y comprender con un respingo que César se hallaba junto a ella, y había sido su secreto compañero desde no sabía cuándo. Era para enfrentarse a la impresión de aquellas abruptas materializaciones que sus pies habían aprendido a mantenerla erguida, por muy repentinamente que César pudiese aparecer ante su vista.
¡Otras veces había tal intensidad en aquellos silencios! Uno de los buenos duraba una hora o más, y transcurrido un rato Bonne reconocía que la intensidad de César irradiaba un aire no exactamente doméstico (no exactamente como el conyugal) sino de algo más elevado, como si fuera, aunque tampoco enteramente eso, religioso. Al final, experimentaba en su interior una emoción en parte personal y en parte teológica, y una reticente armonía prevalecía hasta que, a la larga, César acababa exhausto por cualquiera que fuese el esfuerzo que invertía en aquellas insatisfactorias entrevistas; y entonces partía, desilusionado una vez más.
Resultaba claro que había confiado en que pudieran conversar (se lo decía a sí misma en cada ocasión), y aun así, a cualquier cosa que ella ofrecía para su discusión, él no respondía nada, sino que la fulminaba con la mirada y se concentraba en oponerse a lo que decía; cualquiera hubiera dicho que esperaba aún a que ella hablase y fuera incapaz de escucharla mediante tan sólo el sonido de su voz. «Nos quedaremos sin huevos -decía-. Las gallinas están dejando de poner», y él fruncía el entrecejo hasta que Bonne concluía, para escucharla entonces más atentamente que nunca.
¿Qué podía significar que su marido se sentara junto a ella, bullente de mudos fervores para los cuales esperaba una respuesta? ¿Una silente respuesta? ¿Qué otra cosa podía hacer ella que corresponderle, o lo que era lo mismo, ser comprensiva y permanecer a su vez en silencio?
Hubo un día en que César casi obtuvo de ella lo que fuera que andaba buscando. Se había portado como una santa, sentándose diligentemente sin pronunciar palabra bajo el intenso silencio de él, sometida a sus esotéricas necesidades, cuando sintió que el alma le daba un respingo en el cuerpo. Vio que sus manos, una en la aguja y otra en el tambor, se tornaban pálidas, mientras la sangre de su rostro fluía de vuelta al corazón. Se estaba muriendo, se dijo, y por tanto miró a César.
Este se hallaba sentado como antes, pero había visto algo, o lo había sabido. Bonne estaba sentada sobre unos cojines en el suelo y César sobre ella, inclinándose desde su asiento en la ventana, reclinaba todo su cuerpo hacia ella como si de una oreja se tratase, del modo en que siempre aguardaba, deseando algo de ella con aquella fuerza apenas humana pero difícilmente espiritual; hurgando en ella en busca de aquella voz oculta e insustancial que (si es que la tenía) constituía un secreto para su lengua.
César no se movió en aquel momento en que supo que el alma de Bonne se había alterado en su interior.
Se quedó sin aliento e inmóvil; era el mismísimo corazón de una piedra, de tan inmóvil. Bonne pensó: «Mis ojos son dorados y mi cabello es como el sol. El me ha matado con ese silencio suyo, que ha hecho nuestro». Vio los huesos en los dedos que sostenían la aguja mientras todavía, pues tenía la mano alzada ante el rostro, miraba a César; y él aún no se movía.
Bonne vio al silencio ejercer en él su fuerza: anegaba la médula, fortalecía los tendones, calentaba la sangre. El aire entre ambos vibró. Bonne le observó debatirse entre prolongar o quebrar el silencio. El rostro de César se arreboló hasta el púrpura y las venillas resquebrajaron los ojos en torno a los brillantes iris color zafiro. Bonne vio a través de su mano con la misma claridad que si fuese agua. Estaba casi muerta ahora, más fría que la nieve. Cerró los ojos.
Cuando los abrió, él había empezado a moverse. Su cuerpo aún se inclinaba, encogido y encorvado, allí enfrente, pero le pareció como si hubiera saltado desde un risco y atravesara silbando el aire hacia ella. El rostro de César estaba contorsionado, las cejas arqueadas por la sorpresa, como si alguien le hubiera hundido un largo cuchillo en la espalda y lo retorciera contra su columna. El cuerpo permanecía erguido (sobreentiéndase que sin cesar de volar por el aire) y era una zarpa curvada para atacar. «¡Mi alma! -pensó Bonne-. ¿Se ha ido mi alma?»
Entonces, aunque el cuello y la garganta le temblaban como acariciadas por el hielo, los pechos de Bonne estaban henchidos de calor. La sangre debía de fluir de nuevo en sus labios, porque los sintió sonreír. Había una mancha roja en la yema de su dedo. Su voz habló, la voz habitual y familiar de Bonne:
– ¡Uy! -la oyó decir-, ¡me he pinchado!
César cayó al suelo entonces, desde lo alto de su precipicio.
Bonne permaneció de pie en el patio entre la vieja casa y la torre nueva e hizo que su memoria abandonara aquellos recuerdos. Podría muy bien ser que César se sintiera decepcionado al no hallar una voz imaginaria que esperaba captar en ella, alguna oculta belleza interior a la cual su propietaria era insensible, y que por tanto no merecía. ¿Acaso no suponía eso un insulto a su persona? ¿Acaso la Bonne que ella misma conocía no tenía valor alguno para César? ¿O era, por el contrario, que Bonne era tan delicada y atractiva, tan hermosa y buena, que él no podía contentarse con aquello y se había tornado avaricioso, un hombre que habiendo encontrado oro exige un metal mejor?
Bonne se apoyó contra la piedra de la gran torre. Echó la cabeza hacia atrás, miró hacia lo alto de la pared y vio un borrón de la cabeza y el sombrero de César entre ella y el resplandeciente cielo. Parecía más lejos de ella que del sol. Habló hacia aquellas alturas:
– ¡Loquísimo exaltado! -exclamó-, ¿Cómo es que te amo?
Una lágrima aterrizó en su mejilla y se le deslizó hasta la comisura de la boca. La lamió con la lengua y saboreó su gusto salado. Era de César.
13
Flore, que todavía corría, se encontró con Amanieu en el puente. Se derrumbó contra el parapeto y sus pulmones se contrajeron tratando de recobrar el aliento. Amanieu permanecía en pie con las manos apoyadas en el extremo de una de las cortas jabalinas que Flore había encontrado para él y observaba fijamente la lejanía. Flore siguió su mirada. Creyó al principio que se centraba en la aldea, una comunidad cuyos hogares se desparramaban sobre una amplia extensión de terreno, cada uno con su propio pedazo de tierra. Para cuando Flore se recobró de su ataque de jadeos, Amanieu ni siquiera la había mirado, aunque ella ya había averiguado lo suficiente de él como para saber que habría oído la llegada de un ratón. Se arrimó pegada al parapeto para situarse más completamente en su campo de visión, y vio que sus ojos estaban distantes y recorrían de vuelta el camino que lo había llevado hasta allí desde las guerras.