– Vamos, cobardes -decía-. ¡Oh, vaya cobardes!
Era su esposa.
2
Cuando rodeó la colina le asaltó la risa y se mordió los nudillos para aplacarla. En las lindes del bosque había un árbol muerto, un tocón en el que anidaban las abejas. Cerca de él se hallaban dos hombres. Uno de ellos era Vigorce, el capitán de su minúscula guarnición; resultaba un personaje extraño, armado a medias, como si le hubieran cogido por sorpresa, y con una estopilla sobre la cabeza y bajo el casco de hierro, a modo de velo. Esta le cubría por completo hasta la cintura, donde sobresalían los faldones de su vieja cota de malla. Iba armado con una larga rama y, blandiéndola ante el rostro al tiempo que tanteaba tras él con los talones, empezó a retroceder subiendo la colina. Vigorce abandonaba el campo. Allí dejaba a su compañero de armas rodeado de huestes de enfurecidas abejas.
Bonne había intuido que su marido se hallaba cerca. Cuando se volvió, la risa que él tenía en la garganta le traicionó y brotó; había olvidado que estaba allí. Ella se le quedó mirando por encima del hombro. Sus ojos expresaban sin ambages lo desgraciado que resultaba aquel encuentro absurdo y reflejaban historias de similares desdichas de otros días, a lo largo de los años. El pensó en lo que significaría para Bonne eso de mirarle desde aquella belleza que desafiaba al destino; cómo sería estar allí, entrecerrando los ojos a causa de él, del sol, de su eterna sonrisa.
– Francamente, César… -dijo, como si le hubiera oído decir algo absurdo, y se volvió para alejarse.
Al hacerlo se encontró cara a cara con el tal Vigorce, recién llegado en su vergonzosa retirada. Estaba riendo. Se quitó el yelmo de hierro y se liberó de la estopilla que le envolvía la cabeza. Sacudió de ella unas cuantas abejas, muertas y tiesas, la arrojó al suelo y tiró encima el yelmo. No era alto, pero era un hombre robusto y con la cabeza y el rostro desmesuradamente grandes. La cabeza era toda ella negros rizos que encanecían, y el rostro iba desde una frente amplia hasta un mentón prominente y rotundo, con boca y nariz grandes. Sus ojos eran castaños y profundos, e indómitos. Todavía llevaba la rama en la mano; la blandió alegremente.
– ¡Pobre Solomón! -dijo.
Bonne se la arrebató.
– ¡Cobarde! -exclamó ante sus risas. Le golpeó con la rama en la boca y en la cabeza. El no pudo contener la risa ante ese nuevo ataque. Se rindió a la ira de Bonne y cayó por la empinada loma para rodar un poco y quedar allí tendido, riendo y riendo.
Dirigiéndose al pobre infeliz que se hallaba inmóvil en la nube de abejas, Bonne exclamó desde lo alto de la colina:
– ¡Solomón, sopla! ¡Dirige el humo hacia las abejas!
Solomón asía una pala en la que algo ardía humeante, sin llama. La sostuvo ante el rostro con ambas manos y sopló con ahínco. El humo se esparció en torno a él. El velo que llevaba se hinchó y luego se le pegó de nuevo al rostro como si hubiera inspirado. Se le había metido la estopilla en la boca y comenzaba a asfixiarse. En tales aprietos, dejó que la pala, con su ardiente contenido, se le acercara demasiado a la cara. Se quedó allí de pie, ahogándose con la estopilla y tosiendo a causa del humo, y empezó a emitir lastimeros gemidos.
Vigorce se sentó y estudió el desolado campo.
Bonne alzó la vista al cielo.
– Menudo estúpido -dijo-. Uno es un cobarde y el otro un estúpido. ¿Qué cabe esperar de ellos?
– ¿Qué hay en la pala? -quiso saber su marido.
– En la pala hay estiércol -respondió-. El humo que desprende calma a las abejas.
Solomón cayó de rodillas, todavía fiel a la pala. Las abejas cayeron con él.
Vigorce se rascó vigorosamente la cabeza, se enjugó el rostro con las manos y luego agitó la cabeza como un perro.
– Van a matarle si se queda ahí -observó-. Son abejas africanas.
Bonne se inclinó hacia él y chilló sobre su coronilla:
– ¡Tonterías! ¡Tonterías! ¡Son sólo abejas!
Agarró de un tirón la estopilla tirada en el suelo y el yelmo cayó rodando colina abajo. Empezó a enrollarse la tela en la cabeza, pero cuando se disponía a alejarse su marido la asió de los hombros y la retuvo.
– Bonne -le dijo-. Ese hombre va a morir. -Dirigiéndose al pie de la colina, exclamó-: ¡Solomón! ¡Solomón! ¡Corre! ¡Deja la pala y corre!
Solomón depositó la pala con cautela en una extraña muestra de sensatez. Se incorporó y de un tirón se quitó la estopilla de la boca. Tras proferir un grito ininteligible se precipitó hacia el bosque, donde le oyeron chillar y trastabillar entre los menudos robles. Las palomas alzaron el vuelo desde sus hojas. El frenesí de las abejas cesó y se congregaron en torno al tocón; algunas retornaron a su colmena.
– Hoy se me ha ocurrido algo con respecto a las abejas -comentó el hombre alto. Lo dijo con la simple intención de que se recobraran de aquella excitación y asumieran un ritmo más cotidiano, y esbozó hacia Vigorce una mueca que frunció toda la parte superior de su rostro, mejillas, cejas y frente, no con expresión benevolente o apaciguadora, sino pretendiendo decir: «Cómo somos los humanos, ¿eh?». Tendió entonces ante ellos tres la mano en que le había picado la abeja-. Yo mismo he sufrido una picadura -declaró-. ¡Mirad!
Bonne, como si reconociera que al ser picado ese día, el día del intento frustrado con la miel del árbol hueco, había cometido un acto de pública relevancia, asintió a su pesar; pero apretó los labios.
Vigorce preguntó:
– ¿Dónde?
Los dos hombres, observando la mano, y sólo tras ciertas dificultades, descubrieron una zona de un pálido carmesí en la línea del destino, un mero cerco de una mancha blanca en el que la piel se mostraba rosácea. La víctima la presionó, y no le dolió. Le preguntó a Vigorce:
– ¿Habéis salido ileso?
– ¡Bah! -se jactó éste-. ¡Ni una sola señal!
Bonne intervino.
– ¿Qué es eso que se os ha ocurrido sobre las abejas, César?
Tenía el cabello de un rojo cobrizo y sus ojos eran del color del oro oscuro. No eran del color de una nuez, o de una ciruela, o de un árbol con su follaje otoñal, sino tan sólo del oro. Cuando se hallaba llena de vida brillaban, cual oro a la luz de una hoguera. Entretanto, cuando no brillaban, aún eran oro. Esperaban una respuesta.
– ¡Ah! -dijo César-. Las abejas, ¡las abejas!
Los ojos le observaban, felinos, en silencio. Le observaban como si hubieran decidido, más que esperarla, la respuesta a un acertijo.
– Sí -insistió Bonne-. ¿Qué era eso de las abejas?
Bajo la presión de preguntas como ésa él nunca evitaba la mirada de aquellos ojos. Las abejas. ¿Qué era lo que se le había ocurrido acerca de las abejas? La respuesta en sí misma no tenía importancia alguna, pues todo lo que Bonne quería de él era que la obsequiara con sus íntimos pensamientos. Esos solemnes desafíos le tomaban por sorpresa. «De lo hondo de nuestros corazones -parecía decir con esas preguntas tan serias-, pueden brotar fuentes de felicidad.» Por tanto, al rechazar como era su costumbre tales amenazas de júbilo, que tan bien recordaba, César observó tan sólo la superficie de aquella mirada y dejó que se desvaneciera cualquier recuerdo de las abejas. Muy pronto los ojos de oro, los ojos sin brillo de Bonne, que por un instante se habían mostrado maravillosos con jirones de antiguas esperanzas, se tornaron ciegos para él y, poco después, se cerraron.
César colocó la mano de Bonne en su brazo y dijo:
– Vigorce, venid y comed con nosotros.
El soldado había descendido la colina en busca de su yelmo de hierro y permaneció inmóvil con él en la mano, alzando la vista hacia ellos, hostil a su forma de manifestar que estaban juntos.