Выбрать главу

Desde luego, apoyado allí sobre la lanza y con la espada de César a la espalda parecía un guerrero, se dijo Flore. Equiparó aquel pálido rostro y aquella rapada cabeza, ahuecada en los lados, con la inteligencia y el rápido ingenio que le diferenciaban de cualquier otra persona que hubiese conocido. Incluso cuando Amanieu se hallaba en silencio e inmóvil (como lo estaba ahora) la presteza vivía en sus ojos, aquellos ojos profundos, oscuros y evocadores; ojos vigilantes, desconfiados, calculadores. Le agradaba su franca asimetría (aunque no podía estar segura de qué lado era asimétrico), porque su aspecto de hombre a medio formar hacía que sus edades se acercaran. El escurridizo labio superior, siempre susurrando secretos para sí, le gustaba por los misterios que prometía. Además, como en ella todavía había algo de criatura, le agradaba Amanieu porque formaba parte de los sucesos de aquella jornada.

– ¿Qué veis? -le preguntó.

– ¿Debo decíroslo? -Hizo girar la lanza entre sus dedos de modo que se tornó casi invisible-. Veo a un caballero muerto bajo un árbol, con el escudo sobre el rostro.

– ¿Le han cortado en pedazos, como a Solomón? -quiso saber Flore.

Los ojos negros juguetearon sobre la niña, una bocanada del viento del norte que procedía en invierno de las montañas.

– No. -Amanieu hablaba con absoluta certeza-. No le han cortado en pedazos. Tiene un cuchillo en los sesos, clavado en la frente.

Flore consideró tal imagen por su cuenta, y sintió cierta pesadumbre. Y aun así sabía que lo que le estaban contando formaba parte de la jornada cotidiana de Amanieu, y que era importante no mostrarse escrupulosa. Adoptó una visión muy literal de la escena.

– ¿Significa eso que el escudo se apoya en la empuñadura del cuchillo? -preguntó.

Amanieu respondió con aire ausente, pero con gran minuciosidad en lo referente a los detalles.

– El escudo no se sostenía sobre la empuñadura de la daga, sino que resbalaba constantemente. Tuve que volverle la cabeza hacia un lado, pero ese golpe en lo alto del rostro requiere mucha fuerza, y el cuello se le había roto y costaba de girar. Aun así, conseguí por fin que una mejilla tocara el suelo, y apoyé el escudo sobre la otra.

Flore había estado pensando por su cuenta en el dilema de Amanieu.

– Supongo que la hoja fue clavada con rapidez -dijo.

– Sí -respondió Amanieu-. Qué sensible sois para ser tan pequeña -prosiguió-. Tendría que haberle abierto la cabeza para sacar el cuchillo, y esa clase de cosas lleva siempre demasiado tiempo cuando uno tiene prisa.

– ¿Por qué queríais dejar allí el escudo? -preguntó Flore, frunciendo el entrecejo ante aquello de «tan pequeña».

No hubo una respuesta inmediata.

– Los ojos no se cerraban -repuso por fin Amanieu- No quería que los buitres se le comieran sus bonitos ojos azules.

– ¡Ojos azules! -exclamó Flore-. Eso no es corriente por aquí. César, mi padre, tiene los ojos azules, pero está loco. -Al cabo de un instante añadió-: Bueno, pues las urracas se comerán los ojos azules de vuestro caballero muerto; se abren camino por cualquier parte.

Se hizo el silencio, durante el cual la mujer ciega salió de su casa, era la más cercana al puente, y aparentó completamente quedárseles mirando. Tres siervos se acercaban camino abajo para cruzar el puente; uno ocultaba un garfio tras una pierna y otro tenía sangre en los calzones. Cuando llegaron al extremo del puente se detuvieron. Miraron un poco a la niña, pero sobre todo al hombre. Flore alzó la mirada hacia Amanieu y vio que, con todas aquellas armas y sumido en la introspección, parecía la Muerte guardando el puente.

– Vamos -les instó-. No está pensando en vosotros.

Pasaron con rapidez, mientras el salvoconducto aún estaba fresco, y lo hicieron cerca de Flore, que lo había concedido. Ella apenas percibió que intervinieran en el asesinato de Solomón, y que podrían haberla matado a ella. Se hallaba incluso entonces en medio de una lección impartida por Amanieu, en la cual el asesinato parecía formar parte esencial de la vida. Cuando pasaban, miró a los ojos al hombre más cercano a ella, el hombre manchado de sangre.

– Os deseo buenas noches, Papoul -le dijo con educación.

En el rostro del hombre resplandeció una sonrisa, como si Flore le hubiese asegurado que los sucesos de aquel día no habían sido demasiado terribles.

– Buenas noches, señorita -contestó.

Los tres hombres siguieron su camino hacia la aldea. La mujer ciega volvió a su cabaña.

Amanieu había abandonado su actitud meditabunda y les observó marcharse.

– Lo de hoy ha sido más serio de lo que creéis -dijo-. Aún lo es.

Flore no entendió del todo tal afirmación, pero lo intentó.

– ¿Por eso aún vais tan armado? -aventuró.

El asintió, y de inmediato se tornó abstraído otra vez. Flore sabía, sin embargo, el porqué de esa actitud, y pensó detenidamente qué decirle.

– Es por los ojos azules del caballero muerto -le dijo.

– No se cerraban -convino él mansamente.

Esa sumisión por su parte dejó atónita a Flore, y empezó a experimentar un extraño deleite, que podría haberla hecho caer del puente de no haberlo dejado de lado por el momento.

– ¿Cómo le matasteis? -preguntó-. ¿Fue en una buena pelea?

– No, no -respondió él-. ¡Nada de eso! Le asesiné y le robé. Más o menos me pidió que lo hiciera. -Amanieu tomó asiento junto a ella-. Yo estaba dormido al borde del camino, hambriento, sin dinero, ataviado con una mezcla de harapos y de herrumbre. Oí caballos en mi sueño; aquel sueño era a medias un desvanecimiento, pues me moría de hambre. Ya habéis visto los caballos: uno de carga germano con sus posesiones en él, y otro de monta de bonita planta que llevaba a lomos a un guerrero fuerte y bien proporcionado. Era tan alto como tu padre, pero también fornido; un tipo fuerte y un absoluto estúpido, el peor estúpido con que me he topado jamás. -Amanieu golpeó el suelo con el extremo de la lanza dos o tres veces-. Me senté sobre una roca junto al camino, mastiqué un trozo de hierba, y miré en torno a mí. Era un caballero. Tenía todo lo que yo deseaba, podía verlo: tenía comida, bebida, ropas, dinero, armas y caballos. No esperaba hacerme con todo eso. Llevaba la mejor cota de malla que habréis visto jamás, una espada en el costado y una daga al cinto. Su hacha y su maza estaban sujetas al caballo que abría camino, y todo lo que se me ocurrió fue que intentaría soltar la maza una vez que hubiera pasado y haría lo que pudiese. No habría servido de mucho, de hecho; estaba demasiado débil como para derribarle con la maza, pero sabía que no podría arreglármelas con el hacha. Aun así, me quedé sentado en la roca y esperé.

»Se detuvo. Nos miramos el uno al otro. No teníamos saludos que intercambiar, y él me dijo (hablaba franco del norte y su acento era germano, pero yo ya sabía que era germano): "Hombre, me he perdido totalmente. Viajo según el sol. ¿Estoy lejos de la corte de Roger Trencavel, el noble vizconde de Béziers?". Supe de inmediato que era un inocente. Quizás hubiera vencido en una lucha justa, hombre a hombre: era tan poderoso como Hércules, y tenía un rostro grande y confiado, grandes dientes y una gran sonrisa. Era tan altivo como un árbol que se alzara junto a una seta, pero no sabía nada acerca de los hombres. "Deberíais esperar a vuestro séquito -le dije-. Es una negligencia viajar solo." "¡Bah! No tengo séquito -me respondió él-. Mi escudero me robó la bolsa de plata y salió corriendo." Al pensar en el escudero fugitivo pareció asombrado. "Ese hombre era de buena cuna -me dijo-. Había venido conmigo desde Hohenburg para ver a su gente. Su castillo está en Ax, en las montañas… ¿los Pirineos?" "Sí. En los Pirineos", le dije. "Bueno -prosiguió-. También tienen una casa en el mar, en Sète." "Sí. Sète está junto al mar -repuse-. Deben de ser una buena familia de salteadores de caminos en invierno, y de piratas de buena cuna en verano." Tenía que darle una pista de cómo era el mundo, antes de que lo dejara.