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»Me miró, entonces, y estuvo al borde de la duda. Pensó en ello, pero se sentía demasiado cómodo en su propia vida como para asomarse al exterior y comprobar que llovía. Emitió una carcajada feliz; rió para olvidarse de su escudero y de la plata.

"No importa -me dijo-. Todavía tengo la bolsa del oro." "¡Ah! -exclamé yo-. Guardabais por separado la plata y el oro." Casi me desvanecí entonces. Comida y oro, a un par de minutos vista. Empezó a hacérseme la boca agua. "Sí. Los guardaba por separado -confesó-. ¿A que soy astuto?" Quería mi aprobación. Era el más absoluto maldito y condenado idiota que haya existido jamás. Quería agradar. A mí no me agradaba ni una pizca. Empecé a odiarle. Habíamos hablado demasiado y ya era tiempo de pasar a la acción.

»Me levanté y me rasqué la parte baja de la espalda, ocultando mi daga en la mano. No pensó nada malo de eso, de que mi mano desapareciera de la vista. -Amanieu suspiró, pero ¿quién podía decir ante qué aspecto del relato?-. Juraría que el caballo de guerra lo sabía, el que iba delante. Se aproximó hasta situarse al otro lado de mi amigo germano y me miró y empezó a piafar. Esa bestia estaba desperdiciada con aquel hombre. Me alegro de que ahora sea mía.

»"¿Es a Béziers a donde queréis ir? -le dije-. Béziers está a sólo…" y fui presa de convulsiones, gemí de dolor, me doblé en dos (para ocultar la mano) y me acuclillé ligeramente. Mi caballero me mira un instante y comprende que no me siento bien. "¿Qué sucede?", pregunta, y se inclina hacia mí. Enterré aquel cuchillo en su frente hasta la empuñadura. Nunca supo que había muerto. Por lo que él supo jamás, todavía se hallaba de camino hacia la corte de Béziers.

El relato había sido contado. El acto malvado había salido a la luz. Por mucho que pudiera reconsiderarlo cuando dispusiera de tiempo para pensar en ello, Flore sabía que no debía fallarle ahora.

– ¡No está mal! -exclamó-. ¡No está nada mal! ¡Un buen golpe en pleno cráneo! -En ese punto se permitió cierta concesión al temblor que pretendía poseerla por entero-. ¡Me alegro de no haber sido yo! -Hizo una pausa, pero Amanieu no dijo nada. Aparentemente esperaba algo más de ella. Pensó con rapidez y dijo-: No será un golpe fácil. ¿Cómo lo hacéis? -Le miró a la cara, allí sentado junto a ella en el muro de poca altura. Una sonrisa peculiar recorrió su boca hacia ella, pero no dijo nada-. ¡Mostrádmelo! -insistió-. ¡Mostrádmelo!

El se incorporó.

– Poneos de pie en el centro del puente -repuso-. No quiero que os caigáis abajo. -Desenvainó la espada y la apoyó contra el parapeto con la jabalina junto a ella-. Esta es su daga -dijo-. Miradla. -Asió el largo cuchillo del cinto, se lo tendió a ella y le dijo-: Tened cuidado, ¡está afilada como una navaja!

Flore estaba nerviosa. Quizá le tuviera miedo, pero cogió el arma que le tendía. La sostuvo por la empuñadura con las dos manos. La asió con una mano y sopesó la hoja en el otro antebrazo. El acero tenía una pátina negruzca y, más que frío, lo sintió húmedo contra la piel. Los cantos de la hoja discurrían en rectas líneas desde la empuñadura hasta la fina punta. Flore la tocó con un dedo y sangró, y se sintió más a gusto con el arma.

Amanieu recuperó la daga y le dio a cambio un pañuelo de seda que llevaba bajo el cuello.

– Cogedlo entre las dos manos, así de separadas (el ancho de una cabeza, ¿no era eso?), y ahora sujetadlo lo más arriba que podáis; un poco más hacia aquí. Bien. ¿Estáis bien equilibrada ahí? ¿En una postura bien firme? ¡No os mováis! ¡Quedaos quieta! ¡Como una estatua!

Flore sentía un nudo en la garganta y ahora ya no le importaba el juego. Deseaba cerrar los ojos, pero se negó a permitirlo. Estaba en una postura bien firme e inmóvil como una estatua, y se sentía perfectamente a salvo, pero deseaba estar sola, recorrer a solas la ladera de la montaña. ¿Dónde estaba su perro, Roland? Se llevaría con ella al perro. Amanieu permanecía de pie frente a ella. No parecía en absoluto agradable, ahora. Ni sus ojos parecían inteligentes. Uno de ellos estaba desmesuradamente abierto, como a punto de saltársele hacia ella, mientras el otro se entrecerró al mirarlo Flore, como si hubieran golpeado a Amanieu en aquel costado de la cabeza. En el fondo no parecía más que un niño estúpido, y para nada un asesino, o un ladrón o un soldado. ¡En unos instantes a Flore se le escaparía la risa! Amanieu también tenía el aspecto de un hombre de pocas luces.

El silbó entre dientes y caminó hacia Flore, hasta plantársele delante. El rostro de ella quedó ante la pechera de su camisa, en el vello de su pecho. Flore lo lamió, sólo para saborearlo, muy levemente con la punta de la lengua, de modo que él no lo notase. No tenía sabor alguno, pero le pareció que el olor de Amanieu no estaba nada mal.

– ¡Soltadlas! -exclamó él.

¿A qué se refería? ¡A las manos, por supuesto! Flore soltó la seda y Amanieu se apartó de ella con el pañuelo atravesado y envolviendo la mano que sostenía la daga.

– ¡No lo he visto! -exclamó ella-. ¡Ni lo he notado!

– Cierto. Tampoco lo hizo ojos azules.

– ¿Cuándo ha sucedido? ¿Después de que llegarais hasta mí?

– Antes… un lanzamiento del brazo y un paso, casi a la vez. -Se lo mostró de perfil.

Algo en su forma de hacerlo la conmovió. Estaba profundamente sobrecogida.

– ¡En ningún momento he visto vuestro brazo! -Se sentía molesta, y se mordió el labio. No sabía por qué se sentía molesta. Preguntó-: ¿Pueden los hombres de por aquí golpear, matar, con esa rapidez? ¿Puede hacerlo algún soldado?

– ¡Ah, no! -respondió él, pues la había comprendido-. Puedo hacerlo yo, y me he encontrado con un italiano y un hombre de África que también. Nadie más.

Flore exhaló profundamente, sin saber qué estaba sucediendo en su interior.

– Muy bien, entonces -repuso. (A sí misma se dijo: «¿Has oído eso? Estaba siendo amable. ¿Lo estaba siendo?»)-. Muy bien -repitió. No tenía dominio de sí-. ¿Podemos pasear junto al río? -Lo dijo como si le conociera de toda la vida-. ¿Pasearéis conmigo junto al río? -De cualquier modo le sonaba un poco extraño, así que añadió-: ¡Quizás encontremos a mi pobre y viejo perro!

Amanieu reunió las armas, retrocedieron a través del puente y empezaron a caminar corriente arriba, muy por encima del río. La gran altura de la garganta sobre la que se extendía el puente disminuía gradualmente. El río trazaba meandros en torno a las rocas de laguna en laguna, sus aguas hondas y quietas unas veces y otras fluyendo a poca profundidad, todas espuma y destellos, sobre lechos de guijarros. Caminaban muy juntos, y Flore se recobró al recorrer paso a paso el familiar sendero, con el siempre cambiante e inmutable río fluyendo junto a ella. Las alondras levantaban el vuelo en la inclinada pradera, todas canto y cielo azul, y no se veían otras aves. Bajo sus pies brotaban algarroba y tomillo, y los saltamontes brincaban una y otra vez. Sobre los picos de las montañas, las águilas ratoneras trazaban círculos en el aire.

Flore se dijo que en su interior había lugares más profundos de los que conocía, pero que eso no era de extrañar, con todo aquello de un descuartizamiento en el umbral y los sucesos de la semana, los cuales significaban, principalmente, incluso aunque no lo reconociera así exactamente, que Amanieu había llegado. Se calmó a medida que caminaban por la pradera y la ribera del río, y se dijo que pronto descansarían y luego emprenderían el regreso, y que encontraría algún lugar tranquilo en la casa en que ajustarse las cuentas a sí misma.