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Llegaron al lugar en que la ribera del río reverdecía de álamos y chopos y se dejaron caer bajo su sombra.

– Voy a buscar agua -dijo Amanieu-. ¿Queréis un poco? -Flore negó con la cabeza y él dobló un recodo en que el terreno descendía hacia el río. Una brisa sopló levemente entre los árboles y volvió los plateados dorsos de las hojas. Flore yacía boca arriba y las miraba, miraba hacia un techo parcheado de azul, de plata y de verde. Deseó hallarse a solas, de modo que pudiese simplemente dormir durante horas y horas. Fingió que estaba sola, exhaló un profundo suspiro, dos suspiros, y se relajó, acomodándose.

14

LA OBSERVADORA

– ¡Venid! -exclamó una voz-. ¡Venid a ver esto!

Abrió los ojos de mala gana. Amanieu le hacía señas desde los árboles. Rodó hasta quedar boca abajo, se puso en pie y le siguió hasta el recodo del río. Se situó junto a él bajo los árboles y miró hacia abajo, hacia un remanso salpicado de trémulos rayos de luz que se filtraba a través de las hojas, hacia las figuras desnudas de Vigor- ce y las dos campesinas hundidas en el agua hasta los muslos. Vigorce ya no estaba ensangrentado, pero permanecía quieto como una estatua mientras las mujeres le arrojaban agua del río. Vigorce inició el contraataque, salpicándolas a su vez, y la musculatura del torso y los brazos se definía con nitidez al moverse. Flore se dijo que debía de ser tan fuerte como un caballo. Sintió envidia por el juego de aquellas mujeres. No eran delgadas, como ella, sino que estaban totalmente desarrolladas. La palidez de sus redondeados vientres y muslos centelleaba bajo las salpicaduras del agua, sus hombros y pechos brillaban y resplandecían, con los pezones erectos. Eran un movimiento de carne estremecida, salpicada y lamida por las gotas de agua y la luz, aquella luz que se derramaba sobre ellas desde las trémulas hojas. Sus rostros bronceados resplandecían y reían.

El juego llegó a su fin de forma repentina. Las dos mujeres se incorporaron y trataron de recuperar el aliento. Una de ellas caminó de espaldas por el agua, se topó con la verde ribera y allí se sentó. Se apartó el rubio y húmedo cabello de los ojos y se quedó allí observando, pensativa. Se pasó la lengua por los labios y luego se frotó la boca con el dorso de la mano. La otra mujer estaba a la izquierda de Vigorce y de vez en cuando sacudía la cabeza, y sus grandes y brillantes ojos marrones miraban más allá, como si el hombre no estuviera junto a ella, para de vez en cuando centrarse en él.

Cuando le observaba, lo hacía alzando el mentón, con la boca entreabierta y las cejas arqueadas, pero la mirada plena y profunda de aquellos ojos marrones se dirigía hacia abajo, hacia el agua. Dijo algo, encogiéndose de hombros y riendo, y tendió una mano hacia Vigorce. Flore se dijo que la sonrisa que Vigorce esbozaba parecía la de un perro. Sus ojos siguieron la mano de la mujer hacia el destino que señalaban, y la recorrió un escalofrío; sus ojos se inundaron y se le aflojaron las piernas. Se dejó caer al suelo con un sonido sordo.

– ¡Virgen María! -exclamó-, ¡Vaya día! ¡Oh, Jesucristo! ¡Vaya verga que tiene ese hombre!

Vigorce tenía una mata tal de vello negro sobre el amplio pecho que lo desbordaba y que crecía hacia arriba en tupidos rizos hasta la garganta, donde se confundía con la barba. Aquella velluda exuberancia estaba salpicada de gotas que centelleaban bajo la luz que se filtraba entre las hojas y se reflejaba de nuevo sobre la superficie del agua. La piel exhibía un tinte rojizo, como si bajo ella circulase sangre extraordinariamente luminosa, y los pezones se mostraban purpúreos y brillantes; a Flore le parecieron amables y comprensivos, anidados tímidamente en aquel tumulto de pelo negro. El vello se extendía hacia abajo, apenas más ligero sobre el estómago, hasta culminar en el bosque entre sus piernas. El vientre semejaba una pared de músculos, y Flore los vio relajarse y contraerse rítmicamente con las grandes bocanadas que agitaban ahora aquel pecho poderoso. Los muslos que sostenían toda aquella abultada y tumescente masculinidad se hundían en el agua y apenas eran visibles, pero para Flore eran los mismísimos pilares del mundo: los apreciaba por lo que sostenían.

Lo más valioso para Flore era aquella verga de toro que emergía de Vigorce donde aquellas dos columnas que eran sus piernas se juntaban. Lo que le atraía de ella no era sólo el tamaño, que hizo que se mordiera el labio, pues con certeza era más gruesa que su brazo, sino aquel carácter que exhibía de ser una criatura amiga. Flore supo que nada podía contenerla ni impedir que compartiera su asombrosa amistad, ni que liberara la furia divina que veía latir y palpitar en ella, ni que comprendiera los placeres inimaginables de su heroica lujuria, excepto el de hundirse en el interior de una mujer como ella. Flore supo, con absoluta certeza, que había encontrado un aliado en el que podía confiar.

Le pareció que Amanieu le susurraba algo al oído.

– ¡Oh! -exclamó-, ¡callad! ¡Silencio!

Cuando alzó la vista, sin embargo, Amanieu no estaba allí, y cuando miró alrededor, vio que estaba sola. ¿Cuánto hacía que Amanieu se había marchado? Al instante se sintió desamparada, lo cual era extraño, pues acababa de aceptar la muda compañía de aquella nueva amiga que se estremecía allí sobre el agua. Pero así era ella: se sentía la perfecta solitaria, la niña esquiva; Flore a solas una vez más. Estaba muy cansada y, ahora que pensaba en ello, un poco mareada, y advirtió también que temblaba. Se sentó sobre los talones y se miró el regazo. Se recogió la falda bajo las rodillas, irguió la espalda y miró la simple y pulcra tela a través de la cual se le escapaba la infancia.

De ese modo, permaneció calmada unos instantes, pero un salvaje instinto la fue invadiendo, pues deseaba ver el coito entre Vigorce y la mujer; observar, en vivo, cómo la mujer aceptaba dentro de su cuerpo aquella gigantesca verga. Echando mano pues de toda su fortaleza, se volvió de nuevo hacia la escena. La mujer se hallaba ahora en pie, sumergida en el remanso, cerca de la orilla (la otra mujer, su amiga, la otra observadora, se había marchado; ¿adónde y por qué?), y con una mano sostenía uno de sus pechos mientras la otra descansaba en el hombro de Vigorce; de momento lo mantenía a distancia, como para descansar de lo que habían estado haciendo. Tenía el cabello negro pegado a la cabeza. Los labios estaban algo hinchados y entreabiertos y su respiración era rápida y poco profunda. Sus ojos se clavaban, Cándidos y muy abiertos, en los de él. Bajó la mirada para contemplar el pecho que sostenía y el otro. Observó su cuerpo y luego el de él, para después volverle a mirar a los ojos. Acarició con la palma de la mano el pecho grande y erecto que sostenía, de arriba abajo, mirándole a él, y asomó la lengua entre los dientes. Se detuvo, presa de un estremecimiento, y suspiró y se pellizcó con suavidad el pecho. Esbozó hacia él una fugaz sonrisa y la mano que le apoyaba en el hombro descendió hasta aquel maduro y fatigoso peso que Vigorce llevaba ante sí. Lo tocó con dedos maliciosos que lo hicieron erigirse. Vigorce habló y le apartó la mano. Ella bajó la mirada para observar la erección de aquella enorme criatura y esbozó una mueca al tiempo que se mordía el labio. Entonces se volvió y se dirigió vadeando hasta la orilla del remanso. Trepó hasta la hierba a gatas y allí esperó, agachada, con el trasero hacia él. Miró hacia atrás entre las piernas, y exclamó:

– ¡Venga, vamos!

Flore parpadeó a través de una cortina de lágrimas sorprendentes. Tenía un nudo en la garganta y le palpitaban los oídos. Se enjugó furiosa los ojos con una mano, la otra sostenía su propio pecho, tal como había hecho la mujer en el remanso, frente a Vigorce.