– ¡Bueno, venga ya! -oyó gritar Flore de nuevo a la mujer, y luego quedó en silencio.
Los colores del arco iris nadaban ahora en los inundados ojos de Flore. En el otro extremo de aquella iridiscencia vio a Vigorce detrás de la mujer, él de pie en el agua y ella agachada en tierra. Vigorce rodeó con sus manos la parte delantera de los muslos de la mujer, la atrajo hacia sí y arremetió para penetrarla.
Un sonido quedo, parecido a un aullido, le llegó a través del remanso y creció hasta convertirse en la voz de la mujer que gritaba:
– ¡No!
Vigorce arremetía y tironeaba, y salpicaba, y arremetía y tironeaba. La mujer aullaba. Agitaba la cabeza y golpeaba el suelo con los puños.
– ¡Vaya verga! -siseó Flore, y negó con la cabeza; sintió que los ojos se le salían de las órbitas, así que los cerró con fuerza, por si acaso.
Se hizo el silencio, y Flore abrió los ojos de nuevo. Vigorce, en el agua, estaba unido a la mujer en tierra, y en aquel momento los dos permanecían quietos, respirando y a la espera. Vigorce habló; la mujer le miró volviendo el rostro por encima del hombro para mostrar un ojo lascivo y burlón, y sonrió. Sus grandes pechos colgaban debajo de ella y Vigorce los sopesó en las manos; ella profirió una risa dulce y profunda. El resbaló un poco en la ribera del río y se apoyó contra ella, su vientre contra las nalgas de la mujer, y la risa se convirtió en gemido. Entonces permanecieron inmóviles otra vez, suspendidos en la inminencia, y ante los ojos de Flore, libres ya del arco iris, se transformaron hasta compartir una única naturaleza, un solo espíritu.
Se formaron ondas en la superficie del agua: los muslos de Vigorce habían empezado a moverse. Como en un temblor de tierra, Flore sintió que se abría un vacío en su interior y una gran grieta muy por debajo de ella, en lo más hondo de la tierra. La carne de la mujer se convulsionó y fue respondida de igual modo, deseo por deseo, por la del hombre. Su voz entonó un canto de monótonas y espaciadas notas, de llamadas y exclamaciones que emergían, no de ella misma, sino de su cuerpo acoplado al del hombre, de esa criatura compuesta en la que se habían transformado, esa criatura con un par de piernas en el agua y el otro par de rodillas en la hierba, la criatura que había sido dotada de vida por su propia marea.
Cerca de ella, Flore escuchó una voz que llamaba a la criatura del remanso. ¡Era su propia voz! Se llevó los dedos a la boca para intentar silenciarla, pero los dientes los mordieron. En aquel preciso instante se tambaleó donde estaba sentada: sobre su cuerpo se había derramado todo un baño de sentimientos nuevos y desconocidos; sensaciones sorprendentes brotaban dentro de ella para florecer de inmediato. Esos descubrimientos fueron demasiado para Flore, que se sintió aturdida y débil, y atemorizada por la posibilidad de perder a la niña que amaba. Por ello, cuando pese a todos sus intentos por acallarla, aquella voz brotó de nuevo de su garganta, y aunque se había encariñado en extremo con la criatura que formaban Vigorce y la mujer a la que le estaba haciendo todas aquellas cosas desde la orilla, Flore apartó la mirada y la dirigió hacia lo alto, hacia las danzantes hojas y los azules retazos de cielo. Todavía oía a la criatura, que llamaba desde sus dos bocas, y escuchó que uno de sus pares de piernas chapoteaba en el agua, y el tintineo de la carne sobre la carne, pero apenas si veía algo, y sólo lo hacía con el rabillo del ojo. Alzó entonces la mirada hacia el cielo y suplicó una tregua, un respiro, como alguien que suplicara lluvia en una sequía, o la víctima inminente de una masacre que intentara pensar en otra cosa.
Cuando tenía tres años, Flore había visto a las olas blancas del Atlántico abandonar las azules aguas del océano y arrojarse sobre las playas de Gascuña. Las olas corrían hacia ella sobre la playa en una masa furiosa de agua y espuma, pero cuando la alcanzaban no eran más que agua transparente y cálida que, concluido su viaje, le cosquilleaba con dulzura entre los diminutos dedos. Las inquietas hojas plateadas y los ágiles retazos de cielo azul hacia los cuales acabamos de verla alzar los ojos habían despertado, sin duda, aquel recuerdo, y Flore se veía en aquellas lejanas costas.
Apenas se reconocía, allí chapoteando en los bajíos. Para empezar, había esperado verse a la remota edad de tres años, pero la Flore en la playa era la chica de ahora; para continuar, esa chica era blanca como la leche, tanto que semejaba una blanca estatua de mármol que paseara por la playa. Aun así, tal como andaban las cosas allí, a la orilla del remanso, Flore apenas dudó un instante antes de aceptar que esa imagen blanca en un mar lejano era la suya, y en cuanto lo hubo hecho, se introdujo con facilidad en aquellos miembros marmóreos para descubrir que, sorprendentemente, todo encajaba a la perfección.
Merodeando a solas por aquella costa, desnuda pero adamantina como estaba, Flore era la personificación de una de esas provocadoras doncellas mitológicas que enardecían el deseo de los dioses, para luego defraudarles y ser convertidas en árboles, estrellas o en tristes y nevadas montañas en el norte. Por ello no era de extrañar que, mientras contemplaba aquellos caballos blancos que se alzaban y sumergían unas doscientas varas más allá, descubriera a uno de ellos que se separaba del mar y galopaba hacia ella atravesando la refulgente arena. Se abalanzaba hacia ella, y la espuma salpicaba como cristales astillados brotando de sus veloces patas. Su cola volaba cual pluma y el viento que creaba al pasar hacía florituras con la ondulante crin.
Flore admiró aquel portento con mirada pálida e inexpresiva. El semental la adelantó veloz playa arriba, donde hizo cabriolas una y otra vez, levantó cascajos de arena con los cascos, arqueó el cuello y cabeceó de forma espectacular. Flore entendió perfectamente que aquel caballo maravilloso había sido forjado a toda prisa, a partir del agua salada, por algún dios pagano como terrestre disfraz desde el cual saciar su divina lujuria. El hecho de saberlo no la intimidaba, sin embargo, y cuando el dios en el semental se dirigió hacia ella, afrontó la situación con ecuanimidad.
Para empezar, había deseado estar allí (la situación no existía sino en su imaginación) y podía desear salir de ella en cualquier momento. Y para continuar, estaba hecha de mármol impenetrable, y no debía temer nada de aquellos cascos de marfil o de aquellos dientes que hendían el aire sobre su cabeza. Nada debía temer de los ojos de aquel dios enloquecido (pero ¡qué es esto!) cuya mirada de un rojo abrasador derretía (no, no derretía… ¡pero sí!, ¡lo hacía!) sus entrañas de mármol en lo que imaginó era gravilla.
Flore, vencida tanto desde fuera como desde dentro, cara a cara con aquella divinidad escandalosa, hizo lo que estaba en su mano.
– ¡Eh! -le dijo-. Tranquilo. Tratad de quedaros quieto, y besaré vuestra nariz.
Lo siguiente que supo era que colgaba del cuello del semental con los pies aferrados con desesperación sobre su cruz, mientras el caballo avanzaba derecho al torbellino de la blanca rompiente. La recibió con un rugido y la zarandeó. Los ojos rojos del caballo ardían al clavarse en ella. Sentía un nudo en la garganta y un latido en los oídos. Los párpados le quemaban y se negaban a abrirse, y los frotó airada con una mano; la otra asía un pecho como le habían mostrado. Se sentía mareada y aturdida; estaba a punto de desvanecerse. Cayó a través de la espuma hasta descubrir el agua debajo, muy por debajo de ella, y siguió cayendo, más y más, girando una y otra vez, hasta el verde océano que se cerró sobre ella con tremendo estrépito.
Cuando la cabeza de Flore emergió a través de la superficie del remanso, se encontró a Vigorce y la mujer gozando el uno del otro hasta las mismísimas cimas de la felicidad. Se hallaban demasiado exaltados para percatarse de que Flore caía al agua, o para verla emerger de nuevo. Se habían concentrado con ahínco en sumirse en el olvido, y la luz que el sol derramaba en sus cuerpos a través de las hojas se reflejaba en un fluido barniz de sudor, mientras la criatura que formaban ascendía hasta la cumbre definitiva del gozo.