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A tal ascenso se añadía una cacofonía de gritos y aullidos, de gemidos y siseos y chapoteos; hubo entonces un momento de calma y el mundo quedó inmóvil. Al principio de aquella tregua, Flore, que se había fundido una vez más en aquella receptiva euforia desde la cual había volado recientemente hasta la orilla del mar, se oyó gruñir cual perra celosa de un hueso. Se estremeció, pero en aquella ocasión aguantó. Apoyó la espalda contra el tronco de un álamo blanco, se enjugó el rostro, y se esforzó en sonreír.

La criatura prorrumpió de pronto en una enérgica protesta y emitió increíbles sonidos: el crujido de los tendones y el desgarro de los músculos. Las bocas abiertas trataron de aferrar y morder el aire. Una cascada de ululantes sonidos surgió de la mujer, quien pareció elevarse sobre la tierra como si levitara; y de Vigorce, quien emergía del agua de forma milagrosa, surgió todo un compendio de sonidos, comparable a los que emitiría un hombre al recibir una sucesión de golpes que a la larga resultaran mortales. Incluso mientras se percataba de su triunfo, la criatura murió para convertirse de nuevo en hombre y mujer bruscamente separados y jadeantes sobre la hierba.

También Flore (su propio tronco y sus propios miembros, cabeza y cabello, ojos y orejas y boca, manos y dedos y pies, los pequeños y crecientes pechos, corazón e hígado, estómago y bazo, riñones y abundantes intestinos, y todos aquellos secretos pasajes cuyas puertas tan sólo ese día había descubierto), todo aquel corpus de Flore por entero yacía decaído y debilitado en el suelo, y en la mismísima ribera, una vez más, del río.

En ocasiones, cuando regresaba a casa, las piernas de Flore se debilitaban y la hacían tambalearse. En ocasiones brincaba como un cordero o se sumaba a las danzas de los niños de la aldea, y cantaba. En ocasiones se arrojaba sobre la hierba del prado y rodaba sobre sí misma, o descansaba en pleno calor, contemplando a las alondras que le brindaban sus cantos desde el límpido azul del cielo.

Por fin se sentó y lloró, pues lo cierto era que, después de todo, aunque la tremenda cópula de Vigorce y la mujer la había enriquecido, dentro de ella había crecido hasta henchirse una sensación de aflicción: se sentía desolada y separada de sí misma, como si la hubiera poseído aquel espíritu del sueño.

En cuanto aquella idea penetró en su mente, el sueño se desvaneció en recuerdo, haciendo que Flore se preguntara: ¿por qué le habría parecido recordar a un espíritu? Con toda certeza, lo único que había visto era un caballo, ¿no es cierto?

Flore le ordenó a sus lágrimas que se secaran y escudriñó de nuevo en la bruma, determinada a descifrar el sueño, exorcizar al espíritu y conservar impoluto su afecto por la criatura del remanso.

Se preguntó, en primer lugar, dónde se había desarrollado el sueño. Recordó que junto al mar. Se hallaba junto al mar, y vio de nuevo las blancas olas que se rizaban. Entonces vio que algo venía hacia ella desde las olas… ¡No, no era junto al mar! Desde luego que no era junto al mar, ¡no tenía nada que ver con el mar! En un jardín, eso era. Definitivamente, era en un jardín, en un tranquilo palacio; sí, en un jardín. Tuvo la gentileza de sentirse algo sorprendida. Un instante antes habría jurado que… Pero, por supuesto, había sido en un jardín. ¿Y qué era? Parecía un caballo blanco, pero ella sabía que no se trataba en absoluto de un simple caballo blanco. ¿Qué iba a estar haciendo un caballo blanco en un jardín? Escudriñó el jardín. Era un blanco… blanco… ¡unicornio! ¡Un unicornio! Era un tímido, nervioso y gentil unicornio.

Flore chilló de alegría, pues lo recordaba todo a la perfección. El unicornio recorrió con cautela los senderos bordeados de laureles y apareció ante ella, que se hallaba sentada en un parterre de flores alfombrado de tomillo, a la sombra de una morera. El aire estaba pleno de aromas, de claveles y minutisas, heliotropos y pensamientos, y de las rosas de Damasco en el emparrado.

Los colores llenaban la mirada de Flore y en sus oídos entonaban dulces cantos los pájaros, y la fuente jugueteaba con dulzura.

El unicornio se dirigió hacia ella, la miró con ojos tan azules como astros, y apoyó la astada cabeza sobre su regazo. Flore se durmió, y así pasó la hora siguiente en su jardín con el unicornio.

Años después, lo recordaría como si de veras le hubiese sucedido, y a menudo les relataría a sus nietos la historia del unicornio en el jardín. Se convirtió en leyenda, en la familia.

15

VICTORIAS

Cuando descendía de lo alto de la torre, César percibió la fragancia de la fruta madura, y el dulce y exuberante olor le atrajo desde la escalera hasta una estancia vacía. La ventana alta y estrecha arrojaba una franja de luz en el suelo, que partía en dos una cesta llena de peras, uvas, manzanas e higos, que combinados producían un almíbar cuyas embriagadoras emanaciones, al acercarse, resonaron cual fuerte bebida en la cabeza de César.

Volvió el rostro hacia la ventana en busca de aire fresco. Con el ojo derecho vio al joven visitante ascender la colina desde el puente. Amanieu caminaba despacio y relajado, como un hombre que hubiera concluido una satisfactoria jornada; César se preguntó por qué, pues el muchacho no había representado un gran papel a la hora de sofocar el motín. Al mirar con ambos ojos a través de la abertura, vio a Bonne, que se movía sin rumbo en el centro del patio, en la lenta danza de una niña que pasara sola una hora interminable. Resultaba patético, eso de ver a una mujer adulta tan consternada. Con el ojo izquierdo César podía ver la parte trasera de la casa. Los siervos que él había enviado allí estaban repescando al infeliz cura del abrevadero.

Bonne parecía absolutamente desconsolada, y César deseó poder distraerla de sus penas. Había dormido durante todo el divertido episodio de la revuelta de los campesinos, y entonces, por supuesto, había despertado para encontrarse con el descuartizado cuerpo de Solomón en su umbral; aunque resultaría acertado decir que había brincado sobre él casi como si no estuviese allí. ¿Había despertado del todo o, como le sucediera antes bastante a menudo, caminaba sonámbula? Debía bajar hasta ella.

Ya se hallaba de nuevo en las escaleras cuando le asaltó una feliz idea, y volvió a por la cesta de fruta. Justo lo que hacía falta para animar a Bonne!

César salió de la torre del homenaje y se dirigió hacia su esposa. El grupo de rescate procedente del abrevadero rodeó la esquina de la casa llevando en hombros al cura. Se dirigían hacia la torre de entrada y de camino a sus hogares cuando el cura vio a Bonne y dejó escapar un chillido. Agitó un furioso brazo hacia ella, lo cual su montura de múltiples patas tomó por una señal, de modo que le llevaron a través del patio y le presentaron ante Bonne como si se hallara en un púlpito. César se asombró al ver que las maltrechas piernas del hombre estaban atadas con cuerdas; sin duda, también lo habían sido los brazos (de otra forma se habría liberado), así que sus salvadores le habían soltado los brazos pero no las piernas. ¿Qué podía hacer uno con esa gente?

– ¡Ramera! -le gritó el cura a Bonne-. ¡Adúltera! -exclamó-. ¡Estáis envenenada por la lujuria, Bonne Grailly! ¡Sois más promiscua que una coneja! ¡Me tentáis, pero yo os desafío! ¡Exhibís vuestro vil cuerpo ante mí, pero yo no lo veo! ¡Me atraéis con vuestros sonrientes labios, con vuestros lascivos ojos y vuestro descarado cabello, pero yo no los percibo! -Se detuvo, temblando ya fuera a causa del frío del abrevadero o del calor de su imaginación. La saliva humedecía sus gruesos labios.

– Descarado, por cierto, es un buen adjetivo para tu cabello -susurró César en el oído de Bonne, y se percató resentido de que ella daba un nervioso respingo de sorpresa. Para calmarla, le tendió la cesta de la fruta medio podrida. Bonne la miró, primero con incredulidad y luego (¿era eso posible?) con indignación, pero de pronto en su rostro resplandeció el deleite y sus ojos dorados le sonrieron.