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Cogió un higo de la cesta y, justo cuando el cura abría de nuevo la boca, le arrojó el maduro fruto. Se estrelló en su afilada nariz, y Bonne le tiró de inmediato una pera reblandecida a uno de sus grandes ojos castaños. El martirio del cura había dado comienzo, pues la multitud, cuyo grito de guerra original había sido «¡Devolvednos a nuestro sacerdote!», estaba tan encantada con sus aprietos que le sostuvo más alto que nunca, mientras Bonne le inundaba de fruta chorreante y estrujada. Pronto el rostro del hombre estuvo recubierto de la putrefacta viscosidad de la carne corrupta. Cuando bajó la cabeza, la multitud exclamó: «¡Qué vergüenza!», y se estiró para golpearle en el mentón hasta que volvió a alzarlo hacia la línea de fuego.

Por fin no quedó más fruta y Bonne les mostró la cesta vacía y aceptó sus aplausos.

– ¡Hundidlo en el río! -exclamó-. Y limpiadle; ¡no podrá seguir con sus rezos de ese modo! -Los siervos chillaron de júbilo y se alejaron al galope con su maltrecha pero indomable carga. A los oídos de Bonne y César llegó débilmente su expresión de despedida, poco más que un lamento pero luchando todavía: «¡Puta!», proclamaba.

– ¡Bien hecho, Bonne! ¡Bien hecho! -exclamó César cuando fue capaz de hablar a través de las carcajadas.

La propia Bonne era presa de la hilaridad y del triunfo, y reía como una verdulera o como una diosa, con el cabello revuelto y el rostro arrebolado. Cuando fue capaz de ello, le respondió:

– Ha sido idea vuestra; sin la fruta difícilmente podría haberlo hecho.

A tal armoniosa escena se incorporó Amanieu con una amplia sonrisa cruzando su enjuto rostro. Sin duda acababa de encontrarse con el hostigado cura en su camino al remojón. Cuando se acercaba a la riente pareja, una figura desesperada surgió del umbral que conducía a la estancia en lo alto de la torre de entrada; salió disparada a través de la arcada con un bulto bajo el brazo.

Con mayor rapidez de la que uno habría empleado en verle hacerlo, Amanieu se volvió en redondo y arrojó una de aquellas jabalinas de Gascuña que Flore había encontrado antes para él. Le atravesó el corazón al siervo y lo derribó al suelo. Amanieu correteó hasta donde el hombre había caído, encogido e inmóvil, y cogió el bulto que aferraba su mano muerta. Puso un pie en la espalda del campesino y extrajo la lanza, y gritó colina abajo. Mientras regresaba junto a Bonne y César, dos de los campesinos llegaron y se llevaron, sin que nada más se dijera, a la víctima del peculiar arte de Amanieu.

– ¡Me estaba robando el dinero! -informó alegremente Amanieu-. En realidad, ha sido una buena cosa. Un motín de siervos es un asunto muy serio, y eso les enseñará una buena lección. Además, mataron a vuestro hombre, Solomón.

– ¡Solomón fue asesinado hace varias horas! -exclamó César enojado-. ¡Esta mañana!

– ¡Vaya jovencito arrogante! -le comentó Bonne a César mientras se alejaban hacia la casa. Incluso antes de que alcanzaran el umbral, la risa que tan recientemente habían compartido, y cuyo sonido apenas había abandonado el aire, susurró cual hojarasca en la memoria de ambos.

16

EL FESTÍN

Se sentaron seis a cenar, la familia tras la larga mesa de madera de olmo y los soldados a una tabla dispuesta sobre caballetes. Aquél era un festín de celebración, pues a los dirigentes de la casa les resultaba obvio que cada uno de ellos había obtenido una victoria ese día, y que entre los dos (por una vez, en cierto sentido, y en lugar de pelearse) habían triunfado sobre un adversario común.

Se lo tomaron como una muestra fehaciente de que, después de todo, su batalla privada no había llegado tan lejos; de que la suya era una unión vigorosa, capaz de contender con cualquier cosa que la amenazara. Suponía por tanto una simple delicadeza, con los ánimos de la gente tan perturbados, que el señor y la señora anunciaran que, por mucho que sus únicas y complicadas penas pudieran alejarles del proceder de los corrientes mortales hacia regiones hasta entonces inexploradas de la conducta, formaban sin embargo una alianza efectiva en lo referente a los asuntos mundanos.

Más aún, mientras que era cierto que Amanieu, al equilibrar las bajas, al parecer había asestado un golpe decisivo a sus enemigos, no habría sido estrictamente necesario ensartar a aquel siervo. Ojo por ojo, había dicho César riendo y en el mismo instante en que la jabalina silbó. Ahora, el ambiente festivo de celebración conmemoraría el particular estilo (tan diferente de los poco imaginativos modos de su joven visitante) con el que César y Bonne, los auténticos vencedores, habían prevalecido.

Allí, pues, se sentaba la familia de espaldas a la pared, César y Bonne uno junto al otro, flanqueados por Amanieu a la izquierda de Bonne y Flore a la derecha de César. Y allá se sentaban Vigorce y Mosquito, a su humilde tablón, curiosamente cercanos al suelo pues Vigorce utilizaba el escabel de Bonne y Mosquito, el taburete de ordeñar del establo. Mosquito consideraba que éste resultaba perfectamente apropiado para su minúscula estatura, pero el capitán a sueldo se vio abocado a hacer grandes peripecias para instalarse, pues le parecía que el efecto que producían aquella espantosa mesa baja y aquel maldito (¡no, bendito!) escabel de Bonne era el de hacer que sus articulaciones sobresalieran en lugares distintos de los habituales. Y aun así, Vigorce se sentía lo bastante complacido, pues ¿acaso no estaba sentado en el escabel de su señora y participaba de un festín en su salón?; y aún había que aderezarlo con algo más, pues Gully, puntillosa hasta el extremo, había colocado un cuenco con un cuidadoso montoncito de sal entre el capitán y el soldado raso. Mosquito, por su parte, se mostraba encantado con todo, y no le importaba en absoluto si debía acceder a la sal con la mano izquierda o la derecha, siempre y cuando estuviera a su alcance.

Aunque la compañía era reducida y la heredad pasaba por duros momentos, unos cuantos simples efectos contribuían a la atmósfera de festividad. Por ejemplo, se había encendido el primer fuego del otoño, pues estaban entonces a últimos de septiembre y las noches eran gélidas. Un cargamento de troncos de roble tan largos como un brazo, procedentes de la pila junto a la pared norte de la casa, se hallaba junto a la puerta. Contribuía a añadir cierta relevancia al hogar la excelencia del brasero, un preciado elemento decorativo. Se trataba de un brasero cuadrado de hierro, y su gran belleza residía en que las patas, en las cuatro esquinas, se apoyaban sobre pequeñas ruedas de hierro, de modo que con ayuda del palo acabado en un gancho de hierro que se apoyaba contra la pared, uno podía arrastrar el hogar a cualquier lugar de la habitación.

– Nunca había visto uno de esos -le dijo Amanieu a su anfitriona-. ¡Vaya aparato tan ingenioso!

Bonne no se sentía del todo segura acerca de aquella poco atractiva criatura, a quien la habían presentado formalmente sólo esa misma tarde, pero su abierto comentario le pareció bien. Contempló el brasero con orgullo.

– Es una de nuestras más preciadas posesiones -aclaró, y sin hacer pausa alguna, añadió-: Debo daros las gracias por completar mi curación. Creo que debisteis frotar aquellas pimpinelas azules a través de la piel hasta mi misma sangre.

Amanieu miró hacia un extremo de la mesa, y luego a ella.

– No fue nada, señora -repuso.

– ¡Nada! -Bonne sonó ofendida-. ¡Bueno! ¡Dejadme ver vuestras manos!

Amanieu le mostró las manos.

– Quería decir, señora, que fue un placer hacerlo.

– ¿Un placer? -dijo Bonne, convirtiéndolo en una pregunta y devolviéndole con astucia aquellas manos que acababa de volver y examinar atentamente durante unos instantes, como si pretendiera comprobar si podía recordar algo a través de ellas-. ¿Un placer, decís?