Le encantó comprobar que su compañero parecía ligeramente molesto. Se había tornado de un tono más puro de amarillo, lo cual, con aquella piel, interpretó que significaba que se había ruborizado.
– ¡Un placer! -dijo Bonne por tercera vez-. ¡Vaya, pues estaba tan enferma que cuando os vi creí en mi delirio que me hallaba con un diablillo en el infierno!
Amanieu pasó a formar parte de golpe de la estima de Bonne.
– Si hubiéramos estado en el infierno -replicó-, habría dicho que se trataba de un inesperado placer.
Bonne agachó la cabeza hasta un ángulo que invitaba al secreto y le miró de reojo desde la altura precisa para centrarse en la mejilla de Amanieu. La boca de ella estaba cerrada, pero los labios se torcieron al máximo sin llegar a esbozar una sonrisa. Entonces le tocó un brazo y miró a su alrededor.
Todos vestían sus mejores atavíos. Ella misma todavía llevaba el vestido amarillo de seda china y sobre él una túnica de seda blanca, bordada de oro. También llevaba su joya, que César había cogido del lugar en que la ocultaban junto al bonete con el blasón de oro. La joya consistía en tres gemas en un pendiente de oro, aunque la cadena había sido vendida y Bonne la llevaba con una cinta en torno al cuello. Las gemas estaban dispuestas una sobre la otra: la de más arriba era un topacio verdoso, luego venía un jacinto con su misterioso color naranja sanguinolento, y bajo ellas refulgía la azul oscuridad del zafiro.
Por primera vez en muchos años, César se había puesto su atavío de señor feudal. Vestía todo de rojo, a excepción del bonete negro. Llevaba un par de bombachos de lana que le habían hecho a medida cuando su estilo oscilaba entre anchos o prietos, pero aquellos holgados calzones eran del auténtico carmesí de los nobles. También llevaba una larga toga escarlata de enormes mangas, y sobre ella una chaqueta de lana española, cortada con sisas de modo que sus amplias mangas escarlatas pudiesen ondear en toda su gloria. El bonete de dorado blasón estaba bordeado por doce perlas, cuatro de las cuales, las que se engarzaban en los cuatro extremos, eran negras. Sobre él se hallaba esmaltada una imagen nada usual, en apariencia un ave fénix que caía, pues se mostraba cabeza abajo, a las llamas. César acababa de dejar el bonete de terciopelo negro y su blasón sobre la mesa frente a Flore, a su disposición.
– No lo había visto desde que era pequeña -dijo- No sabía que aún nos quedaran cosas tan magníficas. -Asió el bonete y lo ladeó para que la luz del hogar incidiera en la insignia-. ¿Qué significa?
– Algo poco halagüeño, por desgracia. Lo que no es, es el pájaro fenicio, ya sabéis, el fénix, para abreviar, que se quema hasta morir en el fuego… y de pronto un nuevo pájaro levanta el vuelo de entre las llamas. Eso es en África donde sucede. Debo decir que me gustaría ir a África y ver por mí mismo cosas como ésa.
Flore tuvo una gran sensación de bienestar. La luz del fuego brincaba de aquí para allá sobre el rostro siempre sonriente de su padre, de modo que iba de una expresión a otra, y a otra más, sugiriendo comprensiva que ser poco claro y divagante en pensamientos y actitudes era natural, no necesariamente una debilidad. Sus brillantes ojos azules estaban lejos, en su imaginada África, observando hogueras a la espera de rejuvenecidos pájaros. Mientras esperaba su regreso, Flore estudió el blasón. El pájaro que no era un fénix estaba hecho de esmalte negro y caía a unas llamas amarillas. En el oro, bajo la imagen, se hallaban grabadas unas palabras, pero Flore no leía bien y, además, estaban en latín.
César volvió de sus viajes con un aleteo, por así decirlo, de sus mangas escarlatas: se dejó caer en la silla y agitó los brazos, como para asegurarse de que estaba donde parecía estar.
– ¿Dónde estábamos? -preguntó-. ¡Te ruego que me perdones! Estaba pensando en algo.
– Ibais a explicarme lo del ave del blasón.
En la áspera y rosácea piel de su padre se abrieron las afligidas zanjas y simas en que se hallaban enterradas sus más hondas penas. Se volvió hacia Flore e hizo que tan sólo estuvieran ellos dos en la habitación. Inclinó hacia ella su triste pero amoroso rostro y le rodeó los hombros con un purpúreo brazo mientras el otro derramaba la henchida manga sobre la mesa, con la boina de terciopelo negro asida en el puño.
– ¿Te he hablado del fénix? -inquirió.
– Lo habéis hecho -dijo Flore-. El pájaro que alza el vuelo de sus propias cenizas, renacido.
– Eso está bien expresado, Flore. Me he dado cuenta antes de que te estás convirtiendo en una culta joven- cita. Sí, bueno. El pájaro del blasón no es el fénix. -Se detuvo y respiró profundamente ante el rostro de su hija como si estuviese ebrio. Estaba bastante sobrio, y ella lo sabía. Simplemente no quería continuar.
– Tendréis que decírmelo -insistió Flore.
– Cierto -repuso él-. Debo hacerlo. El ave no es un fénix, sino un cuervo. Como sabes, nuestro apellido, Grailly, significa cuervo, o se acerca tanto que no supone diferencia alguna.
– Sí -asistió Flore-. Así es.
– ¡Muy bien! -exclamó él; fue en cierto modo un gemido, y dejó caer el puño que sostenía el bonete y su escudo sobre la mesa, como en un deliberado e inefectivo golpetazo-. Bueno, pues el blasón era de mi abuelo. No sé si su padre lo poseyó antes que él. Lo tenía, y luego lo tuvo mi padre, y luego lo tuve yo. Mi abuelo grabó ese lema en él, y lo convirtió en nuestro emblema, en el emblema de la familia. Fue en la época en que todas las familias empezaban a elegir sus propios emblemas, y mi abuelo escogió esa imagen e hizo de ése nuestro lema. Desde entonces la familia ha ido siempre cuesta abajo, ¡y no es de extrañar!
Flore observó de nuevo el blasón, las perlas blancas, lustrosas y prometedoras, y las negras, secretas y tentadoras. Observó al negro cuervo, al que consideraba muy hermoso, que caía al fuego (que también era muy hermoso) para ser devorado por él. Le pareció deprimente y perverso que un adorno tan encantador, y especialmente uno tan caro, representara a un ave eternamente al borde de un final nada feliz. Luego se dijo que, de cualquier modo, era un objeto tan artístico, tan precioso, y que tanto más maravillaba cuanto una más lo miraba, que debía tratar de reconciliarse con él.
En ese momento, por tanto, preguntó:
– ¿Qué dice la inscripción?
César observó el blasón. Lo alzó ante sus ojos y a la luz, como si pudiera haber cambiado desde la última vez que lo viera.
– Non phoenix -leyó-, sed corvus. No el fénix, sino el cuervo.
Flore detestó de inmediato a su bisabuelo.
– ¡Vaya sinvergüenza! -exclamó-. ¡Vaya desvergüenza, eso de decir que no somos fénix sino cuervos! Además, ¿quién pretende ser fénix? De cualquier forma, no somos cuervos, pero incluso aunque lo fuéramos, incluso aunque lleváramos exactamente el mismo nombre que el cuervo, no es justo decir que no somos fénix, sino cuervos. Además, ¿quién trata siquiera de ser un fénix, quién desea serlo siquiera…? ¿Quién quiere alzar el vuelo, renacido, renovado por las llamas, dejando atrás limpiamente todo lo malo y lo erróneo en las cenizas? ¡Oh! ¡Oh! -y se arrojó llorando amargamente al cuello de su padre, al cuello de su pobre padre.
El la abrazó, la hizo callar y la acarició.
– ¡Incluso tú, a tu edad! -exclamó-. ¡Incluso tú puedes ver cómo torna en sospecha la aspiración, en burla la esperanza! ¡Cómo aniquila la ambición y convierte en impía cualquier cosa que no sea deslizarse desconsoladamente colina abajo! Mi pobre Flore, ¡con qué rapidez lo has visto todo! -dijo, y añadió-: ¡Ja! ¡Pero eres hija de tu padre, querida niña! Eso convirtió a mi padre en un hombre apesadumbrado, ¿sabes? Trataba constantemente de deshacerse del blasón, pero no consiguió reunir el valor para hacerlo. Al final, dejó atrás el blasón y en su lugar se deshizo de sí mismo.