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– ¿Cómo lo hizo? -quiso saber Flore ahora que su acceso de llanto había remitido y aprovechando la oferta que, con mucho tacto, le hacían para reponerse.

– Se marchó a España y se dejó matar por los moros. Se ocupó por su cuenta de que le mataran, y yo… -tartamudeó-, y yo… -Flore se apartó de él, aunque aún en el círculo de sus brazos, y alzó una mano casi hasta su boca para detenerle, pero él lo dijo, con un hilo de voz-: Yo maté a mi propio hijo. -La miró consternado y declaró-: Soy ese hombre.

Flore se enjugó los ojos en la manga escarlata.

– No tenéis derecho a hablarme así -replicó-, y no fue a causa del cuervo y el fénix. Fue una desgracia.

– Sí -convino él-. Tienes razón. No debí decir eso. Fue una desgracia, eso es lo que fue. -Alzó la copa de plata con el vino hasta la boca de Flore-. Bebe conmigo -propuso, y cuando ella hubo bebido, lo hizo él desde el otro lado; repitieron tal acto, y él dejó la copa-. Flore -le dijo muy solemne-, ¿recuerdas la historia de Ícaro? -Se le veía tan tenso y tan serio que ella simplemente asintió, sin hablar-. Lo malo es -prosiguió él- que esta imagen del iluso cuervo que se arroja a las llamas es la historia de Ícaro vuelta del revés. Es la historia de Ícaro echada a perder.

– Supongo que soy demasiado joven para esa historia -repuso Flore-. Todo lo que veo es que el pobre cuervo se cree un fénix.

Hubo una prolongada pausa, y César dijo al fin:

– Es una burla, en cierto sentido.

Flore esbozó una mueca.

– En un sentido malicioso.

– Sí -convino César-; es una burla, pues, en un sentido malicioso.

Con uno de esos funestos ataques de percepción que penetran como un rayo y arrancan la burla del barullo que ha creado en torno a sí, Flore y César empezaron, a la vez, a ver el lado gracioso del asunto. En un combate entre una extraña mezcolanza de expresiones de regocijo, entre los sonoros resoplidos de César y las agudas risillas de Flore, rindieron tributo al sombrío ingenio del bisabuelo Grailly.

– Cuando sea mío -declaró Flore-, lo venderé.

César estaba atónito.

– Yo nunca he podido hacerlo -dijo.

– Ya lo sé -repuso Flore-, pero yo sí que podría.

– En eso te pareces a tu madre -dijo él alegremente.

Flore parpadeó, y consiguió con ello enmascarar su asombro. César aún estaba animado cuando dijo:

– Me gustaría ir a África, de cualquier modo, y ver por mí mismo un fénix. -Sus ojos azules chispearon al mirarla y luego empezaron a tornarse vagos, a alejarse, por así decirlo, hacia África una vez más. Flore ya había tenido bastante de aquello.

– Me agradáis con vuestra roja vestimenta.

César cruzó como una flecha el Mediterráneo hasta volver a su lado. Cabeceó como si, sentado en una barca, sufriera una sacudida al varar ésta en la arena.

– ¿De veras, Flore? ¿De veras? Eres muy amable, es muy agradable oír eso. ¡Gracias! -Estaba asombrosamente complacido. Flore pensó que deberían celebrar un festín cada noche. Así lo dijo.

– No funcionan, cada noche -repuso César-. Lo recuerdo bastante bien. Uno puede celebrar tan sólo una parte del tiempo. Ocasionalmente. No muy a menudo. -Inclinó hacia ella un rostro resplandeciente, rosáceo y vivido en extremo.

Flore se dijo que era sólo por el azar de que compartieran aquel instante juntos que él conseguía verla con claridad. Era como si, justo entonces, el tiempo en que él vivía normalmente se hubiera rasgado para mostrarla fugazmente allí sentada, su propia hija Flore, junto a él; la percibía, la conocía y la amaba como si ella fuera la única naranja de un árbol en el desierto, y él tuviera mucha sed. Acto seguido Flore se sumió en una cruda soledad y se inclinó hacia adelante para emerger de la volátil benevolencia de su padre, contempló de pasada el bellísimo esplendor de su madre, y fue recompensada con un destello de los siempre errantes ojos de Amanieu, aquellos ojos negros, basálticos. Le sugirieron la comunicación con un basilisco, y se sintió cálidamente reconfortada. Cuando Flore volvía la vista de nuevo hacia César, esbozó una fugaz sonrisa hacia un punto cercano a su madre, quien había iniciado el descenso desde alguna encumbrada África propia.

– ¿Qué decíais? -le preguntó a César.

– Que tú también te ves estupenda -dijo él-. Estupenda, y encantadora, y pareces una dama. ¿De verdad eres todavía una chiquilla?

Todavía estaba radiante, rebosante de amor paternal, de mutua autoestima. En apariencia, todavía proseguía aquel instante en que ella era la naranja de su árbol en el desierto. Y aun así, una nota disonante tañía en sus oídos. ¿Qué acababa de decir? ¿Era todavía una chiquilla? ¿Por qué le preguntaba eso, tan de repente? Pero ¿por qué no debía preguntarlo? Su rostro se encendió mientras trataba de recordar por qué la desconcertaba aquella pregunta. ¿Todavía una chiquilla? Sí, presumiblemente. Sintió que, fuera como fuese, se acaloraba todavía más. Agitó la cabeza y su mirada, al desviarla, recayó cual rayo (por lo que a ella concernía) sobre Vigorce, en la primera visión consciente que de él experimentaba esa noche. Su mirada siguió clavada en él, ardiente, como hundida profundamente en su objeto. Vigorce alzó su ancho y oscuro rostro de la copa y su boca, rica y resplandeciente por el vino, la saludó con su familiar y generosa sonrisa. La sonrisa pronto se tornó aún más amplia, más cálida gracias a la buena camaradería de la celebración y al hecho de que Flore continuase mirándole. Pues a ella le faltaba (¡cómo no iba a faltarle, si había recordado de pronto toda la escena de Vigorce en el remanso!) el dominio de sí necesario para asentir y volver a mover la cabeza en otra dirección. En cambio, continuó allí sentada y esbozando una trémula sonrisa (sentía temblar los labios), hasta que Vigorce acabó por perder su sonrisa y adoptó una expresión preocupada y perpleja.

De ese modo, cuando por fin se volvió para mirar a su padre y recordó (pues a causa del pánico del encuentro con Vigorce la había olvidado) su pregunta: ¿era todavía una chiquilla?, se ruborizó hasta rayar en el mismísimo escarlata de las ceremoniosas mangas de César.

Aquél, todavía el magnífico padre que a duras penas había sido nunca antes, o que resultaba improbable que volviese a ser, acudió abrupta e intuitivamente en su ayuda.

– ¡Hace demasiado calor! -exclamó-. ¡Mírate! -Posó el dorso de la mano en la ardiente mejilla de Flore-. ¡Tócate! Estás demasiado caliente. ¡Haré que trasladen el fuego!

Bonne preguntó:

– ¿Os gusta mi joya? Es un talismán.

Hizo que Amanieu la cogiera, aún colgando de la cinta en torno a su cuello, para sostenerla en la mano. El se inclinó por tanto hacia el olor de su cuerpo, que al principio fue sudor seco, luego un acre perfume que era el de la propia Bonne, y por fin un aroma que ya pendía en su mente: el de las pimpinelas azules.

El vestido de seda era de los que se estilaban, ceñido al cuerpo y prieto sobre los pechos, los cuales, en cuanto él hubo dirigido su mirada a la joya, empezaron a alzarse y caer con mayor rapidez que antes, y extendieron un panorama de apasionado amarillo tras su escrutinio de las gemas roja, verde y azul.

Al mismo tiempo, Amanieu tuvo la aguda sensación de que Bonne le había colocado allí, bajo su rostro, a propósito, como para examinarle sin ser vista mientras él se hallaba ocupado con la joya. Sintió su acelerada respiración primero en la coronilla, luego en la nuca, y de nuevo en la oreja derecha. No pudo evitar alzar la mirada.

A una pulgada de su ojo derecho se hallaba la boca de Bonne, los labios recién entreabiertos, el inferior bastante pálido y fruncido, como si desde mucho atrás hubiese soportado vejaciones; el superior, cautivador y pletórico de historias, vuelto hacia arriba en los extremos y hacia abajo, muy hacia abajo en las comisuras. Aquel labio, enigmático y secreto, no podía ocultarlo todo, y se alzaba en el centro grueso, sugestivo y prometedor; y aun así el estricto labio inferior refrenaba con firmeza todas sus esperanzas de suntuosidad.