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El rostro en sí traslucía el mismo relato de comedidos ardores. El perfil que llenaba la visión de Amanieu estaba trazado por líneas largas y planas, como si una belleza impersonal, escultórica, las hubiera determinado; pero cuando la mejilla desembocaba con súbita gracia en la recta nariz (donde Amanieu vio que los pelillos de una ventanilla se agitaban al respirar), se sumía en un cauce esculpido a la perfección en bien resueltos meandros, y al final del cual, esperando, se hallaba la elocuente y dorada mirada de Bonne.

A través de aquel ojo incauto Amanieu espió la turbulencia que ardía con furia en su interior. Iras y pesares refulgían allí, furias que aullaban clamando venganza, y en los cimientos de su ser acampaba todo un ejército de esperanzas frustradas (reconfortadas y suavizadas levemente, quizá, por aquellos fuegos y gritos de guerra), que aguardaban con amarga e inveterada paciencia.

Su reconocimiento de aquella ferocidad enjaulada fue tan inmediato que Amanieu se aferró en busca de seguridad, con ademán repentinamente supersticioso, al talismán que ella había posado en sus dedos.

– ¡Soltadlo! -exclamó Bonne al instante. Como Amanieu, al asir el amuleto, la había atraído hacia sí tirando de la cinta que le rodeaba el cuello, ella habló con los labios pegados a su oreja.

Amanieu soltó el amuleto. Se incorporó y sus ojos, que ahora se encontraron con los de Bonne, vieron que en lo hondo los fuegos y las iras brillaban con luz trémula y tenue, como si sobre la dorada superficie Bonne hubiera extendido un filtro de magia defensiva, un humo desconcertante, para mantenerle al margen de una sabiduría prohibida.

– Esta joya es mía -declaró Bonne-. Es mi talismán, y sólo mío.

Lo devolvió con complacencia a su ya casi calmado pecho, y le sonrió con una mirada clara y cándida. Aquella máscara afable desconcertó a Amanieu. Podría haber descartado su reciente perspicacia para atisbar en el atormentado interior de Bonne como fruto de su imaginación, pero entonces vio de nuevo las líneas del rostro y la boca, dibujadas allí por la disciplina de controlar las emociones que bullían en su interior.

– ¿Qué estáis mirando? -Bonne le habló de nuevo- ¿Qué opináis de mi joya?

Amanieu hizo un esfuerzo por emerger de sus pensamientos.

– Sí -confirmó-. Es vuestra joya lo que estoy mirando. Lo llamáis vuestro talismán. ¿De qué os protege?

– De la epilepsia -respondió Bonne-, y de otros males.

Amanieu se sentía inspirado para provocarla. Tenía la absoluta necesidad de hacer que aquella lisa superficie se desgarrara y revelara algún signo de la violenta presión que encubría.

– ¿De qué otros males? -preguntó-. ¿De la locura? -Echó una ojeada más allá de ella, hacia César-. Quizá tengáis miedo de contagiaros de su locura.

– ¡No! -exclamó Bonne, y a su vez se aferró a la joya, de modo que ésta casi desapareció en su mano.

– Sé muy bien -prosiguió Amanieu- que el ungüento de pimpinelas azules, frotado en el cuerpo, es un remedio contra la locura.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Bonne.

– A través de Gully.

– Voy a tener que deciros -repuso ella con rapidez- que la locura no es un tema de conversación banal en nuestra casa. -Se dejó caer contra el respaldo de la silla y se sentó tan tiesa como la tabla contra la que apoyaba la columna. Los ojos dorados le taladraron y luego se clavaron desafiantes en el fuego.

Amanieu, cuyo desagradable propósito era el de conseguir agraviarla hasta tal límite que las mareas de lava que él suponía que bullían en su interior hicieran explosión como en la erupción de un volcán, saltó de su asiento para acomodarse en el borde de la mesa, e inclinándose hacia Bonne empleó una técnica de pomposa insolencia.

Como ahora se hallase sentado entre ella y el fuego, Bonne descubrió que estaba mirando las rodillas de Amanieu. Alzó su hermoso rostro y le mostró unos ojos relucientes de veneno.

– ¡Embaucador! -le espetó airada-. ¿Qué creéis que estáis haciendo?

Amanieu sonrió cual un arzobispo a un hereje.

– No os irritéis -dijo-. Es obvio que hicisteis que os picaran las abejas en la esperanza de recibir la cura de pimpinelas azules, que es además la específica para la locura. -Indicó con un ademán a César, ajeno a todo aquello-. ¿Acaso teméis que su locura sea infecciosa?

¿O creéis tener una locura propia, creciendo invisible en vuestro interior?

Sólo se percató de un golpe en el rostro, y luego de que caía y se daba en la cabeza. Yació boca arriba, agradecido y abrazado por la oscuridad, para despertar de repente a causa de un lacerante dolor en la mejilla, y rodó sobre sí una y otra vez para alejarse de él. Cuando recobró el sentido fue para descubrir que se hallaba en cuclillas en el suelo con olor a cabello chamuscado en sus fosas nasales. Se golpeó en el cuero cabelludo con las manos, se sentó y abrió los ojos con cautela.

Vio a Vigorce y a Mosquito frente a sí, riendo como si fueran a morirse por ello; se abrazaron el uno al otro y cayeron despatarrados, balbuceando y chillando. También a su derecha había regocijo. Se levantó, despacio y tambaleándose, pues la cabeza le daba vueltas y le dolía. Se volvió hacia la mesa hasta que César y Flore entraron en su ángulo de visión, y vio que estaban demasiado sumidos en algún asunto privado como para compartir la euforia común. Comprendió entonces dónde había caído, y de inmediato el dolor de la quemadura rasgó su mejilla con redoblado vigor.

– ¡Dios mío! -exclamó-, ¡Casi me caigo al fuego!

Aquellas palabras, pronunciadas al tiempo que se volvía a mirarla, renovaron el deleite de Bonne ante el risible suceso. Ofrecía un extraño aspecto, con las piernas sobre la mesa y la cabeza y los hombros embutidos en uno de los ángulos de la enorme silla. Eso hacía que le resultara difícil reír, pero repetía, con ataques de risa en medio, la exclamación «¡Oh!». La profirió una y otra vez, poniendo los ojos en blanco cada vez que lo hacía, como para igualar la forma que confería a su boca, y como si fuera una palabra útil.

Por fin el júbilo de la audiencia disminuyó, y Bonne fue capaz de hablar de forma inteligible.

– ¡Oh! -exclamó-. ¡Oh, pobre de mí! ¡Oh, que Dios nos ayude! ¡Oh, vamos; venid y ayudadme!

Amanieu se hallaba, para entonces, en mayor posesión de sus facultades. Las dolencias en su cabeza se habían separado en sus individuales ubicaciones. Sentía que la herida más significativa se hallaba en la parte posterior del cerebro, y palpitaba con un lento, profundo y agudo dolor, como si alguien estuviera tironeando de un anzuelo que había prendido bien adentro en su cabeza. Notaba la nariz desagradablemente aplastada aunque no parecía rota, y había sangrado copiosamente. Ahora sólo podía ver a través de un ojo, lo que significaba que el otro se había hinchado hasta cerrarse desde que empezara a recuperarse. La mejilla le ardía ferozmente donde había sido marcada a fuego por el brasero. Le pareció que tales eran todas sus heridas, pero su causa todavía le desconcertaba. Utilizó la mesa tanto de apoyo como de guía, y sorteó las dificultades hasta recuperar su lugar junto a Bonne, cuya risa, reducida ahora a los últimos accesos de gorjeos y risillas, se desvaneció un poco más cuando le vio de cerca.

No se hallaba en disposición de ayudar a Bonne a incorporarse en su asiento y ella lo hizo por sí misma, con una secuencia de torpes y espasmódicos movimientos de una posición a la siguiente. Amanieu tomó asiento, por tanto, y cuando ella hubo recobrado su adecuado estado, le preguntó qué había sucedido. Bonne esbozó una radiante sonrisa. Su boca se torció y frunció como si estuviera demasiado cansada para reír ya más.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¡Os he arrojado al fuego de una patada!

Se sirvió vino y le pasó la jarra a Amanieu.