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– No os mostréis tan agresivo -le dijo ella-. ¡Animaos! Gully traerá una tina con agua y os lavaremos esa sangre. -Sonrió con admiración por sí misma-. ¡Quién habría pensado que iba a hacerlo, eso de mandaros volando de una patada! Os he hecho volar derecho al fuego. La próxima vez, mi querido jovencito, ¡haré que caigáis justo encima de él!

¡La próxima vez! El ojo sano de Amanieu parpadeó ante el fulgurante calor y las chisporroteantes llamas del fuego. Se vio crepitando y chillando allí, ascendiendo convertido en humo hacia el orificio en el techo, mientras Bonne aullaba de risa. Y aquella mujer lo haría, además, cruelmente y como muestra de camaradería.

– ¡Estáis loca! -le reprochó.

Gully entró trastabillando, dejó con estrépito un barreño, y se retiró.

– Si lo estoy -replicó Bonne con aspereza- es lo que deseabais averiguar.

Tales palabras le llevaron a enfrentarse cara a cara con ella. Ahora no vio nada misterioso en sus ojos. No vio allí ninguna anodina muestra externa que ocultara el laberinto interior; ninguna astuta y engañosa capa que enmascarase la horrible alma de la Gorgona. Ahora todo era perfectamente visible en la superficie; por lo que a él concernía, toda ella estaba loca.

– Primero tuve que encarrilar al campesinado -dijo Bonne-, y ahora a vos. Haré que me hagan una armadura y me convertiré en guerrero.

– Haréis lo que os plazca -repuso él-. Me retiro a mi lecho.

– No -negó ella-. ¡No lo haréis! -Cubrió el puño de Amanieu, que él apretaba sobre la mesa, con una de sus manos.

Amanieu no podía creerlo, pero la cálida amabilidad de sus ojos dorados vertió miel sobre su ultrajada hombría. La ignominia fue embalsamada y la irritación aplacada por el mero contacto de aquella mirada dorada con su único ojo sano. ¿Era aquello magia o simplemente un misterio en aquella mujer? No sucumbiría, sino que se marcharía a dormir en aquel preciso instante. Pese a su resolución, sin embargo, no se movió. ¿Estaba hechizado? Si era una bruja y tenía influencia sobre él, nada podía hacerse al respecto, y todavía tenían que curarse sus heridas.

– Así me gusta -dijo Bonne.

Enjugó su rostro con agua y vinagre para limpiarlo de sangre. Le hizo sonarse la nariz, pese a que le dolió, para probarle que podía respirar por ella. Dijo que la patada que le propinaba había cambiado su forma, pero ya antes había sido una nariz de poco carácter, de modo que el daño no había sido muy grande. El ojo cerrado, le informó, ya estaba más amarillento que el resto de su persona, con otros colores en camino, y desde luego al día siguiente estaría negro. Pensaba que la huella de la quemadura en la mejilla mejoraría en gran medida su aspecto, cuando se hubiera curtido, y entretanto le aplicó aceite de oliva con la misma delicadeza con que se posa una mariposilla. En cuanto al golpe en la parte posterior de la cabeza, según Bonne, podía tanto dejarle trastornado como no hacerlo, y lo sabrían para cuando la costra empezara a causarle comezón.

Amanieu, por confuso y embotado que estuviera, había empezado a advertir la paradoja de una mujer que podía propinarle una brutal patada en el rostro, y un instante después limpiar y ungir las resultantes heridas con tan tierno cuidado y tan delicado tacto. Había llegado incluso a reconsiderar su anterior opinión sobre ella, la de que estaba formada por dos naturalezas opuestas, cuando los sucesos parodiaron tan simples conclusiones.

Los dedos que rozaban con ligereza, como milagros de la curación, las cuatro doloridas magulladuras de su cabeza, empezaron de pronto a transmitir la sensación de un propósito distinto. Su tacto era aún amable, pero se trataba de otra clase de amabilidad, y fue con una nueva disposición que Bonne procedió a trabar amistad con las tres quintas partes de la cabeza y el rostro de Amanieu que no habían sido devastados por su furioso ataque. Tanteó en torno al gran chichón de la parte posterior de la cabeza, y acarició con uñas bien manicuradas el cuero cabelludo y el descarnado cuello, alborotándole el pelo para asegurarse de que no se ocultaran allí cortes o contusiones.

En la parte delantera, la boca de Bonne investigó por su cuenta. En el lado derecho del rostro de Amanieu, con los contornos delimitados por el ojo magullado, concluyó rápidamente. Al otro lado, sin embargo, tanto el sensual labio superior como su intelectual compañero le prestaron una enorme atención. Bonne sostenía con sus manos la cabeza de Amanieu, firme pero delicadamente, para no agravar ninguna de sus heridas, y se dedicó a explorar con la lengua la oreja izquierda. Uno habría pensado que era aquel un acto arriesgado donde los hubiese, pero pronto quedó claro que se había ganado el vivo interés de Amanieu. Se apartó de la oreja y le sostuvo la cabeza mientras le acariciaba ambos lados del rostro, el dañado y el entero, con mirada ardiente y borrosa.

– Cuando estéis bien -le dijo-, haremos el amor.

Un estremecimiento recorrió a Amanieu. Sintió que se distanciaba de ella y que el hechizo comenzaba a disolverse. En aquellas simples palabras de Bonne había captado la maraña del desorden emocional y la calculadora inteligencia, y comprendió con una intuición surgida de la reciente paliza, las inmediatas caricias y el rápido despliegue de promesas sexuales que le habían sido expuestas una tras otra, que en efecto se trataba de una mujer dividida en dos fuerzas y que ninguna de ellas dejaría en paz a la otra. Ni el laberinto que era su espíritu ni el inquieto ingenio en su cabeza permitirían el control por parte del otro de un territorio convenido. Lo compartían todo: cuando uno dormía el otro vigilaba; cuando uno descansaba el otro caminaba; nada concluía, porque todo continuaba transformado en alguna otra cosa. Cuando Bonne hablaba de amor, su mente se preguntaba qué provecho podría extraer de tal suceso; Amanieu lo había oído, un deje mental que se aferraba cual parásito a la clara voz del instinto carnal. Ahí estaban dos caracteres opuestos que no iban a congraciarse, cada uno ocupado en sus propios asuntos, sino que procedían juntos, unidos en conflicto, compitiendo por un propósito común, manteniendo una constante disputa bajo la pulcra apariencia, en el interior de aquella encantadora cabeza y aquellos ojos dorados de Bonne.

Ante todo aquello, Amanieu cerró su único ojo sano. De inmediato, se desplegó en su mente la escena en que la atónita mirada de Flore se posaba en la enorme verga de toro, como ella la había llamado, que Vigorce acarreaba sobre las aguas del río. Sonrió. Lentamente, se enderezó en el asiento y echó una ojeada a César y su hija. Cuando un rato antes se había cruzado con los ojos de Flore, se hallaba enfrascada en una conversación con su padre y esgrimía entonces una mirada de cachorrillo abandonado y solitario; ahora, en contraste, parecía muy tensa, como atrapada en algún hilo tendido entre ella y Vigorce, y entre ella y César. Volvía la cabeza de uno al otro y se la veía ruborizada. César le dio unas palmaditas en la mejilla y se puso en pie. Ella vio entonces a Amanieu e hizo el expresivo gesto de poner los ojos en blanco. El no pudo interpretarlo más allá del simple hecho de que se sentía violenta, pero suponía una confidencia tan sencilla, aquel mero intercambio de confianza entre ambos, que le sentó tan bien como la comida tras un largo ayuno.

– ¡Mi hija tiene calor! -exclamó César-. ¡Debemos mover el fuego!

Flore había reconocido un aspecto familiar en el iluminado estado de su madre. Su boca adoptó una expresión de desilusión y apartó de nuevo la mirada. Amanieu se revolvió en su asiento y se levantó de la mesa. Trastabillando y con extrema cautela, pasó junto al fuego y, cruzando la puerta, se asomó a la noche. Extendió los brazos, y cuando fue capaz de ver a la luz de las estrellas, tambaleante y con las facultades mentales reducidas al mínimo en su dolorida cabeza, cruzó el patio danzando, arriba y abajo, en círculos. Apretó el puño derecho y lo blandió hacia el cielo como si estuviese pronunciando un juramento.

– ¡Poseeré a esa niña! -exclamó, y señaló hacia el umbral anaranjado, de modo que no cupiese duda acerca de quién se trataba-. ¡Poseeré a esa niña!