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– Debo velar por mis hombres -repuso, y comenzó a descender hacia el bosque.

Bonne abrió los ojos. Miró hacia el sur, hacia el mundo más allá y mucho más abajo de ellos.

– No voy a comer -dijo. Su mano yacía inmóvil sobre el brazo de César-. Me sentaré un poco aquí, para descansar.

– ¿Por qué? ¿Acaso ya habéis comido? -preguntó César.

– No, pero no tengo hambre. Comeré por la noche.

Él le asió la mano que apoyaba en su brazo.

– Muy bien -dijo-. Este no es un buen sitio para sentarse. Por aquí está mejor; sentaos aquí.

La sentó de cara a la pendiente, tras una zarzamora que recortaba el primer ribete de sombra de la tarde sobre la hierba. El sitio era plano, y sobre él dejó la desechada estopilla, doblada para servir de exiguo cojín. Habían librado a la zarzamora de casi todos sus frutos, pues el verano tocaba a su fin.

Con aquel vestido verde de diario y la blanca cofia que le protegía la cabeza del sol, se sentó allí rodeando las rodillas con sus brazos y la espalda tiesa como una vara. César anduvo dos pasos y se volvió para decirle unas palabras de despedida. Un mechón de cabello cobrizo cayó de la cofia blanca y pendió a un lado de la cabeza de Bonne. Sin embargo, César no habló, sino que siguió ascendiendo la ladera.

3

AMANIEU

Había un extraño en su salón.

– ¡Compañía! -exclamó el hombre alto-. ¡Estupendo!

Esperó en la puerta y la figura del interior avanzó hacia la luz. El visitante era apenas un hombre y tenía el desagradable aspecto de no estar por completo desarrollado. La cabeza era demasiado pequeña. Tenía el cabello negro cortado a cepillo, profundas hondonadas en las sienes y unas orejas que se abrían en abanico hasta un punto que resultaba raro en un ser humano. El rostro lucía una piel pálida salpicada de amarillo. Los ojos negros lanzaban una mirada tan directa como insultantemente vigilante, una mirada ávida pero inerte, en la que de inmediato florecía y se ocultaba un interés, indefiniblemente demasiado ansioso, en el prójimo. La boca era larga en exceso. En el labio superior bullía una constante actividad, como si tuviera vida propia. En aquel momento, sin que dijera nada, el movimiento lo recorría cual restallido de un látigo; o como un sueño que perturbara a una serpiente. El cuerpo era desgarbado, de hombros redondeados, asimétrico, de brazos largos con articulaciones que se torcían en diferentes grados, angulosos y torpes. En resumen, todo lo que podía decirse de aquella criatura, a primera vista, era que su camisa era de seda y que sus botas de montar, aunque con una pátina de polvo, habrían reconfortado a un príncipe.

El hombre alto profirió algo parecido a una risa tranquilizadora. Palmeó a la aparición en la espalda, le dio un apretón de manos y de nuevo le instó a entrar.

– ¿Sabéis cuán bienvenido sois? De no ser por vos, tendría que comer solo.

La estancia era cuadrada y elevada, constreñida en lo alto como una campana. Sus pisadas resonaban sobre las piedras. Con la mano en el brazo del muchacho, el hombre alto le guió a través de la penumbra. Las reducidas ventanas creaban retazos de azul brillante en las paredes, y del techo, que culminaba en un orificio para dejar salir el humo en invierno, caía un lejano y tenue atisbo de cielo. La mayor parte de la iluminación del lugar provenía del umbral, y permanecieron al fondo de la estancia hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra.

– Me llamo Amanieu de Noé -dijo el invitado.

– Yo soy César Grailly -respondió el anfitrión-. Sentaos aquí. Lo cierto es que aquí comemos con mucha sencillez. -La mesa a la que se sentaban ofrecía salchichas y queso, aceitunas y garbanzos-. Como lo mismo cada mediodía. -Olisqueó profundamente-. ¿Qué es eso? Eso no lo tenemos todos los días. Huele a pescado.

Se trataba de un plato con aspecto de gachas que olía a gloria, a pescado y a ajo, por lo menos.

– Lo he traído yo -dijo Amanieu-. Es lo que comía durante el viaje. Le he pedido a vuestra cocinera que lo sirviese. -Hubo cierto deje de descaro en tal comentario, y el joven se relamió y consideró lo que acababa de decir-. Es extremadamente delicioso -le aseguró a su anfitrión-; muy sabroso, y mañana se habrá echado a perder.

César mojó un pedazo de pan en el pescado y se lo comió.

– Tenéis razón -convino-. ¡Vaya sabor tan intenso! Empujó las salchichas hacia su invitado-. Esta noche deberíamos tener un banquete con muchos platos: venado rustido, ternera, jabalí, codornices, sesos de oso, incontables dulces y gelatinas, y vinos -echó un trago- de tan extraordinaria fortaleza que no tomaran su sabor de la barrica. Este es nuestro propio vino -explicó-; flojo, muy flojo. Lo cierto, muchacho, es que estoy en la ruina.

– He observado indicios de ello. -Los dientes inquebrantables del muchacho hicieron picadillo la dura y arenosa salchicha. Escupió hueso y cartílago-. He dado una vuelta. He visto vuestras nuevas torres, pero el resto parece el hogar de un hombre pobre. -¡Vaya insolencia! ¿O era simplemente su insensibilidad lo que le hacía hablar de ese modo?-. Si sois tan pobre, ¿a qué se debe tanto construir? Desde luego parece que estéis construyendo un castillo.

César Grailly suspiró, y el suspiro agitó inexploradas profundidades, como pleamar que se sumiera en un orificio en las rocas.

– He estado construyendo un castillo -dijo-. Estaba construyendo un castillo. ¡Casi había conseguido mi castillo…! -Su mano giró sobre la muñeca, los dedos moldearon el aire y entre ambos mostraron un cuerno de la abundancia que se derramaba en el suelo.

– ¿Y bien? -preguntó el muchacho con impaciencia-. ¿Qué salió mal?

– La guerra terminó.

– ¡Ah! -comentó el muchacho.

– ¿Qué quieres decir con «ah»?

El chico rió. Fue una risa amarga y sarcástica y, a pesar de su juventud, extrañamente auténtica, como si hubiera escupido bilis desde la cuna.

– Vivís un poco al margen del mundo aquí, ¿eh? La paz le ha echado por tierra las cosas a todo el mundo, por allá.

– Por desgracia, no exactamente a todo el mundo -declaró César-. De pronto, hay una gran demanda de constructores. Cuarenta años de reducirlo todo a escombros significan unos cuantos años de ponerlo todo en pie otra vez. Un mes atrás, mi albañil y sus hombres trabajaban contentos por cama y comida, y a cuenta. Ahora están en las planicies del Languedoc, donde les pagan en dinero; se están haciendo ricos. -Limpió los restos de pasta de pescado del cuenco con un pedazo de pan y lo masticó despacio-. Me figuro que ahora se darán festines dignos de príncipes, carne todos los días.

– No, no comen carne todos los días -dijo Amanieu. Se inclinó hacia su anfitrión a través de la penumbra, desenmascarando la sonrisa con que el hombre mundano instruye al inocente-. Por allí nadie come carne. De uvas a peras se consigue un bocado de carne de caballo. Allí no hay nadie que coma cada día. Si comes algo cuatro días de siete, ésa es una buena semana. Es una hambruna lo que hay allí. Han estado en guerra durante cuatro años, ya lo sabéis. ¡Escuchad! Este último episodio de la guerra ha durado seis años, y yo estuve en ella hace dos. Bueno, pues nada le revela a uno qué crecía allí cuando había paz: uno no sabe si eran huertos o sembrados o viñedos. Todo son edificaciones quemadas, y tierra yerma y huesos. En esta última guerra el buitre negro y el grifo vinieron de España. Habían olfateado la carroña más allá de las montañas. ¡No estoy mintiendo! -César había hecho ademán de desestimar tales noticias-. ¡Os diré algo aún peor! -Su sonrisa era ahora pura simulación-. Allí nos comíamos los unos a los otros.

César se sujetó la cabeza con ambas manos. Luego se enjugó el rostro con una mano y con la otra palmeó una y otra vez sobre la mesa. Pensó en algo que decir, pero lo primero que surgió fue un eructo, un regusto a pescado y a ajo que le dejó vacía la mente. Después no estuvo seguro de si le habló al muchacho en voz alta o de si sus pensamientos permanecieron en su interior.