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Regresó lentamente hacia la casa y orinó sobre un montón de piedras contra la pared. Las piedras dejaron escapar un gemido y se alejaron con un apesadumbrado suspiro.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó él tontamente, escudriñando en la oscuridad, y luego exclamó-: ¡Eh! ¿Eres tú? Ven aquí, grandísimo zoquete.

La criatura fue hacia él, sin entusiasmo, pero también sin haraganear. Era el mastín al que nadie había visto desde que él le propinara una patada en la cabeza. Amanieu cerró una mano en torno a su hocico y lo acarició levemente, y luego le rascó detrás de una oreja.

– ¡Escucha! -le dijo, y el perro escuchó-. Voy a poseer a esa niña. ¿Qué te parece eso? -Escudriñó por segunda vez en la oscuridad. El perro movía la cola.

Un gran barullo, el sonido de una fiesta que cobraba vida, se vertió a través de la puerta.

– ¿Quieres entrar ahí? -le preguntó Amanieu al perro. El animal se contuvo y profirió ese ronco y desesperanzado sonido gutural con que los perros proponen alternativas-. Muy bien, entonces -continuó Amanieu-. ¡Tú delante!

El perro le llevó hacia el extremo del patio, junto al lateral de la torre del homenaje, y se sentó bajo la pared trasera. Se trataba de la cara norte, y la sombra que hubiera durante el día caería allí. Era el lugar ideal para que un perro se sentara a sopesar sus diferencias con la humanidad.

Había un rincón, una depresión en la cima de la loma sobre la que se apoyaba la torre, y ambos se sentaron allí a descansar; el perro aceptó servir de almohada para la maltrecha cabeza de Amanieu. Este alzó la mirada. Las estrellas titilaban en lo alto, brillantes contra el cielo negro. El aire se tornó más fresco pero el lugar era tranquilo, libre incluso del eterno canto nocturno de los grillos en el prado. Tendría a esa niña para sí. Un escarabajo zumbó intensamente sobre su cabeza y se estrelló con un ruido sordo contra la pared de piedra, tras lo cual se alejó con dificultad y zumbando en un tono más bajo.

– Este es un mundo muy duro -dijo Amanieu-. Debemos velar por nosotros mismos: tú, yo y la niña; y no confiar en nadie. -Bostezó-, Tal vez en el enano -añadió-. ¿Qué crees tú? -El perro roncó, y Amanieu se sumió tras él en el sueño.

17

CARACOLES Y AJO

– ¡Los caracoles! -exclamó Flore.

Gully entró inclinándose hacia atrás por el peso de una gran olla de hierro. Sus manos, que la asían de las arqueadas asas, estaban de un rojo intenso a causa del vapor que de ella se alzaba cual nube y que esparcía en el aire un asombroso aroma a hierbas y especias.

– ¡Ah! -dijo Bonne-. ¡Los caracoles!

César, que se hallaba en pie al entrar Gully, exclamó a su vez: «¡Los caracoles!», y Flore confió (pues le encantaba tomar caracoles para cenar) en que olvidara lo sonrosado de sus mejillas y su opinión de que el fuego calentaba demasiado para ella. ¡No hubo esa suerte!

– Mi hija tiene demasiado calor -dijo César por tercera vez-. Poned la olla sobre la mesa, Gully. -Esta ya lo había hecho, y le miró y se sorbió la nariz, agitando los doloridos dedos mientras se marchaba de vuelta a la cocina-. Moveremos el fuego antes de comerlos.

– ¡Estupideces! -exclamó Bonne, volviendo a la vida pública y tomando la iniciativa en un solo gesto-. Si Flore tiene demasiado calor, y no veo por qué debería tenerlo, puede cambiarse de sitio con alguien. -Miró fijamente a su hija a través del vapor, y gracias a los antiguos celos de la maternidad vio qué le sucedía a Flore-. ¿Por qué estás tan sonrosada? -exigió retóricamente-. ¡Pero bueno, Flore! ¡Ve y siéntate ahí! -Señaló hacia la soldadesca y su tablón-. ¡Capitán, venid y sentaos junto a mí!

– Hacedlo así, capitán -intervino César, aunque no quedó muy claro que le hubieran mirado en demanda de permiso, y añadió-: Haz lo que dice tu madre, Flore. -Esta le miró. César había vuelto a encerrarse en sí mismo tras aquel momento en que se comunicaran como padre e hija, y se mostraba celoso de su adorado fuego con una sonrisa malhumorada y altanera. Los ojos azules se movieron, pero su mirada no se posó en ella antes de apartarse rápidamente de nuevo: una mirada con todos los visos de una cautelosa mariposilla- ¡Vamos, muévete! -le espetó.

Vigorce se había levantado de la improvisada mesa en que se hallaba sentado con Mosquito y que ahora supondría el castigo de Flore por ruborizarse, por tener motivos para ruborizarse, y quizá por llevarse bien con su padre. De hecho, para ella no suponía un castigo comer caracoles junto a Mosquito, que era de su misma altura y un hombre agradable y fácil de tratar. Al capitán, sin embargo, que ya estaba asombrado por la reciente mirada que Flore le había dirigido (a través de la cual, toda rubor y temblores, ella le había visto simultáneamente como el Vigorce que cenaba allí y el Vigorce desnudo en el río dispuesto para el amor), Flore le sacó la lengua antes de sentarse.

Como desafío a todos aquellos que habían ocasionado su exilio de la mesa superior, habló largamente con Mosquito, con una animación que sugería, por así decido, que tan sólo el deber filial la había mantenido alejada de él. Había sido un día interesante, le dijo. También él lo creía así. El opinaba que, a su vez, el joven caballero resultaba muy interesante. También ella lo creía, le dijo Flore, pero ¿interesante en qué sentido en particular? «Oculta más cosas de las que se ven a simple vista», le respondió Mosquito con cautela. Flore esbozó una mueca socarrona ante su reticencia, y recibió a cambio una anodina. ¿Qué opinaba Mosquito de Vigorce? Tenía en gran estima a Vigorce. Flore creía que Vigor- ce ya estaba mejor, y resultó que Mosquito también lo creía. Flore había pensado por un momento que Vigor- ce se había vuelto loco, y que así seguiría. Mosquito había sido de la misma opinión.

– Os diré qué fue lo que le curó -le dijo Flore-, si me prometéis mantenerlo en secreto.

– Podéis confiar en mí -respondió el pequeño Mosquito, y Flore, sorprendida tanto por lo que estaba haciendo como por la compostura con que lo hacía, empezó a relatarle cómo Vigorce había hecho el amor con la campesina.

El propio Vigorce estaba demasiado preocupado para oír nada de aquello. Al principio se había quedado atónito cuando Flore le sacó la lengua. Pues ¿qué tenía él que ver con Flore, que la condujera a ruborizarse y a sacarle la lengua? Entonces, cuando hubo recorrido la mesa de su señor hasta el extremo desde el que Bonne le había llamado, descubrió que ella se había marchado. César, con la forzada cortesía del hombre al que le desagrada ver a un invitado rondando por ahí como una navaja a medio cerrar, le dijo:

– ¡Sentaos entre nosotros, Vigorce! ¡Traed ese taburete junto al asiento de mi señora y sentaos aquí! Me atrevo a decir que estará de vuelta en unos instantes.

Vigorce hizo lo que le decían. Se sintió utilizado como una marioneta por cualquiera de la familia al que se le antojara jugar, pero su ánimo se hallaba quebrantado por los horrores de aquel día, y era como una hoja al viento ante la voluntad de otros. En consecuencia, arrastró el banco en que se sentara Amanieu hasta el espacio entre las dos majestuosas sillas, provistas de laterales y respaldos, que ocupaban sus superiores. Como fruto de esa solución, se encontró con la nariz sobre los deliciosos vapores que emanaban de la humeante olla de caracoles.

– ¡Vaya, sí que habéis ascendido! -Esa fue la puñalada en la espalda con que Gully se dirigió al capitán por haber conseguido un asiento entre los poderosos. Había vuelto con un cuenco grande y otro pequeño, de los cuales surgió un hedor de atroz magnificencia que rasgó la atmósfera.

– ¡Alioli! -exclamó César-. ¡Dios mío, Gully! ¿Es eso alioli?

Gully colocó la vasija grande de mayonesa con ajo frente a César y llevó la pequeña a Flore y Mosquito.