Выбрать главу

– ¡Alioli! -canturreó Flore convirtiéndolo en villancico-. ¡Alioli, alioli!

Mosquito no dijo nada, pero con las emanaciones del ajo rasgándole las fosas nasales y la amarillenta superficie de la salsa reluciendo ante sus ojos, babeó sin remordimiento. Para entonces, Vigorce, tras semejante azote psicológico, se había tornado escéptico; se concentraría en sí mismo y se abstendría de parloteos absurdos: lo que no se le ocurriera desde lo más hondo de su ser no lo pronunciaría. Sentado con la cabeza sobre la aromática nube producida por los caracoles hervidos, y cuando el hedor del alioli se abrió paso a trompicones a través de aquellos aromas menos sustanciales (olores tan efímeros como el del hinojo, el tomillo y la nuez moscada), al estar sumido por tanto en el silencio no se mostró más que levemente esperanzado acerca de la comida.

Un rostro se le apareció a través del vapor. Era Mosquito, con la cabeza justo sobre el borde de la olla de caracoles, un curioso e indigesto presagio. César susurró al oído del capitán:

– ¡Caracoles, Vigorce! ¡Caracoles para mi hija y vuestro ejército!

Vigorce sintió que le embutían un objeto en la mano, y vio que era un cucharón. Mosquito dejó con estrépito un cuenco de madera junto al caldero, y Vigor- ce se puso en pie y sirvió generosamente, hasta que el cuenco se desbordó y la presión de César sobre su brazo le indicó que se detuviera. Mosquito se retiró y César, dando ejemplo a su capitán, cogió algunos de los caracoles caídos sobre la mesa y empezó a consumirlos, generosamente untados con la salsa de ajo.

– ¡Más! -exclamó César-. Poned los caracoles sobre la mesa y verted el jugo sobre el pan. -Gully se hallaba de vuelta con los brazos rebosantes de planas hogazas, la mayoría de las cuales dejó sobre la mesa grande, y el resto frente a Flore y Mosquito.

– ¡Gully! -exclamó su señor-. ¡Tenéis que serviros unos cuantos!

Gully se le quedó mirando ante semejante estupidez.

– Me he comido los mejores en la cocina, y en mi propia compañía -declaró, y se marchó. Asomó de nuevo la cabeza en la estancia-. De cualquier forma -pro- siguió, bizqueando con tremendo sarcasmo en dirección a Vigorce-, ¿a quién le importa el ganso cuando tenemos ahí a su señoría? -Desapareció.

Como en aquella casa todos los palos le caían encima, la capacidad social de Vigorce se deterioró y se mostró más abyecto con los que le acompañaban.

– Estos caracoles -le dijo a César- no llegan ni a una quinta parte del tamaño de nuestros caracoles de Borgoña.

César se hallaba glotonamente dedicado a compensar tal hecho, del cual sin embargo había sido hasta entonces perfectamente ignorante, y nada hizo a modo de respuesta excepto añadir a la expresión con que masticaba y tragaba un parpadeo de inquisitivo interés.

Bonne, sin embargo, estaba de vuelta, recién perfumada y dispuesta a cualquier cosa.

– Bueno, capitán -dijo a sus espaldas, de modo que Vigorce se atragantó por un instante; pero continuó atiborrándose, esperando, aunque ya no temiendo, lo peor-. Ya veo que pese a lo lamentable de la comida, consideráis innoble esperar a gozar de mi compañía.

César le dijo a Vigorce:

– Servirle unos cuantos caracoles a mi señora, o hincará el diente en vos, ahí donde os sentáis.

Vigorce sirvió una cucharada de caracoles sobre la mesa frente a Bonne, y vertió el jugo sobre el pedazo de pan que César le arrojó.

Bonne volvió a ponerse en pie de un salto.

– ¡Yo sí tengo una fuente, especie de imbécil! -le espetó airada-. ¡Mirad lo que habéis hecho! -Su blanco peplo estaba salpicado del riquísimo jugo en que se habían cocido los caracoles.

Vigorce descubrió que ni ese hecho ni la demostración de furia de Bonne dejaban la más mínima impronta en su estado de ánimo. Sonrió para sí con ironía; ¡se hallaba a salvo dentro de su concha! Recogió con el cucharón los caracoles que había vertido y los colocó en el plato de madera de ella, y alargando una mano ante César asió el cuenco de alioli y le tendió a Bonne una buena ración con la hoja de su cuchillo.

– ¡Dios sea loado! -exclamó Bonne, y se sentó de nuevo sin hacer nada al respecto-. ¿Es que os habéis vuelto loco? -preguntó.

– Casi -respondió Vigorce, y añadió un pintoresco comentario-: Sauve qui peut.

Al parecer, ahora se tomaba las cosas al pie de la letra. En efecto, estaba diciendo exactamente lo que pensaba. La mujer, que sabía que él la había idolatrado desde lejos durante tres años, se inclinó sobre sus caracoles.

Vigorce, con un gran vacío interior a causa de la calamidad de la muerte de Solomón; asediado en todos los frentes por la mezquina violencia de la familia Grailly en acción; devuelto sin embargo a la realidad por haber hecho el amor con aquella mujer en la laguna; y con su integridad, fuera lo que fuese tal cosa (ya fuera una virtud, un punto de vista moral, una bendición espiritual o el mero aglutinante, invisible y omnipotente, de su carácter), con su integridad, pues, luchando a su favor, Vigorce se dedicó una vez más, como todo el mundo en la estancia, a atiborrarse de caracoles embadurnados de ajo y aceite.

Cuando Amanieu, al que había despertado el hambre, volvió ya tarde al festín, se encontró con una cofradía de lánguidos juerguistas, medio borrachos y totalmente atiborrados. Los gansos habían desaparecido. También lo había hecho la cabeza de cerdo: el morro, la lengua y los sesos. El jamón curado, que Gully había descolgado de las vigas de mala gana (pues era uno de los tres que quedaban), no era ahora más que un hueso a la espera de ser cocido para hacer caldo. En cuanto a los negros budines fritos en cebolla con hígado y corazón de cerdo, las sabrosas y rancias salchichas de cerdo, y el estofado de conejo y tripas de cerdo, nada quedaba de todo aquello sino restos y migajas.

El silencio y la introspección habían recaído sobre los comensales mientras consumían aquella salsa hecha de ajo y, casi por entero, de aceite de oliva. Aquella predisposición a la interiorización se había hecho aún mayor con la ingestión del grasiento cerdo, cocinado de diez formas distintas, y los aún más grasientos gansos. Ahora los comensales se desparramaban, lánguidos y henchidos, sobre los restos de su comida, picando fríos fragmentos y mordisqueando cosas tan socorridas para sus estómagos como queso curado de oveja y uvas amargas.

Amanieu permaneció de pie en el umbral y observó a Bonne, y comprobó que ella le miraba con ojos ciegos, como si él no estuviera presente en realidad. Vigorce, a su vez, se hallaba en una especie de trance. Amanieu miró a César, y vio la burla reflejada en la superficie de aquellos ojos azules, tras los cuales, como si constituyeran un muro, podía retirarse a su antojo. Mosquito observaba atentamente el fuego, estancado en algún pensamiento que ya le había abandonado. Cuando por fin Amanieu volvió los ojos hacia Flore, ella alzó la vista hacia él desde las migajas y la grasa y los huesos, desde debajo del cabello que le caía sobre el rostro mientras se inclinaba sobre la mesa, como tratando de recordar quién era. Todos y cada uno de ellos, comprendió Amanieu, se habían retirado al interior de sí mismos: tal era la costumbre en aquella remota heredad.

SEGUNDA PARTE.EL DESPERTAR

18

NOTICIAS

Jesús el español volvió de su viaje con un rostro como el de la conciencia de Dios. Tres días después del festín, en plena tarde, entró en el patio montado en su pequeño caballo bayo. César y su familia recogían las ciruelas y disfrutaban de la sombra del ciruelo de amargos frutos. Flore trepaba entre la copa, mientras en el exterior César tendía sus enormemente largos brazos a intervalos enormemente largos, en lentos y deliberados estiramientos que convertían cada ciruela en la circunferencia del árbol en un descubrimiento, en el cual quizá residiera el primer regusto de una nueva verdad.