Los frutos de aquella cosecha tal vez interminable iban a parar a una cesta junto al pie derecho de Bonne, que se hallaba sentada contra la pared de la casa. Con un cuchillo afilado deshuesaba las oscuras frutas y dejaba caer la pulpa troceada en un cuenco a su izquierda. Amanieu se hallaba repantigado en el umbral (donde había muerto el pobre Solomón), con las piernas al sol y el resto de sí al fresco de la casa. El mastín, todavía domeñado por la felicidad de aquella nueva amistad, yacía junto a él, prodigando el calor de su cuerpo sobre las losas.
Henchido de noticias, Jesús confirió un aire ceremonioso a su llegada. Condujo a su pequeño caballo a través de la arcada e hizo entonces que la tranquila criatura efectuara un paso español, como si en su país fuera costumbre que las grandes noticias llegaran de costado. Nadie le prestó la más mínima atención, y como fuera que el caballo pasara brincando junto al ciruelo con la cola hacia los allí congregados, Jesús no pudo discernir de inmediato, sin estropear el efecto echando un vistazo, hasta qué punto había causado algún revuelo en el familiar ensimismamiento de sus patronos. Procedió por tanto a seguir llegando con estilo, guiando a su montura en un amplio y elegante círculo hasta quedar de cara a la casa. Allí realizó una reverencia sobre la silla, se quitó con elegancia el ancho sombrero que Solomón le había dejado a su partida y lo sostuvo en un costado. Su propia altura y lo reducido del caballo hicieron que sus pies quedaran bastante cerca del suelo, y el efecto que ello produjo, unido al raído y remendado estado de sus ropas, incluido el viejo y gastado sombrero de paja, fue el de presentarle como una maltrecha copia de algún monumento heroico que esperase ser aplaudido.
El propio Jesús pronto tuvo esa sensación, pues César continuaba inspeccionando la periferia de aquel árbol, y Flore hurgando en medio de él, sin muestra alguna de haber advertido su llegada. Bonne, de la cual tenía una visión poco clara a través de hojas y ramas, sí le miró por un instante, pero luego siguió simplemente deshuesando aquellas exiguas ciruelas. Jesús cerró los ojos para evitar el ridículo, volvió a ponerse el sombrero y desmontó.
– ¡Vaya! -exclamó asiendo una ciruela caída-. ¡Habéis dejado que se escarchen!
Aquella espontánea expresión de rústico ultraje se ganó una respuesta inmediata, y de la familia entera.
– ¡Escarcha! -exclamó Bonne-. ¡No seáis insolente!
– ¡Hola, Jesús! -dijo Flore desde el interior del árbol-. Lo que os habéis perdido esta semana… Celebramos un banquete, ¡con caracoles! Ahora ya estamos mejor.
– ¿Habéis estado fuera? -preguntó César-. Mirad, la escarcha apenas las ha afectado, ¿sabéis?, y todavía hace bastante calor durante el día.
– ¿Qué tiene eso que ver? -exigió Jesús, como si las ciruelas fuesen suyas-. El daño que hace la escarcha, no lo remedia el sol.
– ¿Cómo os atrevéis a hablarle así a vuestro señor? -le reprendió Bonne-. ¡Venid aquí! Veo que traéis noticias.
César le puso una mano en el hombro y, con actitud de camaradería, le instó a rodear el árbol.
– ¿Tenéis noticias, mi querido Solomón? Bonne estará encantada.
– No soy Solomón… llevo puesto su sombrero. Mi nombre es Jesús.
– ¡Por supuesto! ¡Cómo ibais a ser Solomón! ¡Lo había olvidado!
César le empujó con suavidad hacia Bonne, todavía sentada contra la pared. Ante ella, Jesús hizo una reverencia, con el sombrero al pecho, y en esa ocasión recibió a cambio una inclinación deferente de cabeza.
– Comunicadme esas noticias de las que estáis tan orgulloso -dijo Bonne.
Jesús observó a Amanieu, que se había incorporado y se apoyaba contra la jamba, y luego el español se volvió hacia la distancia, señalando con la nariz hacia las lejanas tierras del valle de las que había regresado.
– Señora -anunció-, el vizconde está avanzando a través de sus tierras.
– ¡Aja! -exclamó Bonne, y se hizo un corte profundo en dos dedos-. ¡Por fin Roger se ha acordado de nosotros!
– ¡Trencavel! -dijo César-. ¿Viene hacia aquí? ¡Por todos los demonios!
– ¡Pero bueno! -exclamó Bonne, gesticulando para que Jesús le tendiera una mano para ayudarla a ponerse en pie-. ¿Es ésa forma de darle la bienvenida a mi primo y nuestro señor feudal? -Se alisó la falda con una mano y se chupó los dedos que le sangraban en la otra-. ¿Cómo viaja? -le preguntó a Jesús con cierta ansiedad-. ¿Tiene sus propios recursos, o se abastece de las tierras?
– Lleva un enorme séquito, señora, y viaja bien abastecido; y envía cocineros y comida por delante allí donde se detiene a pasar la noche. -Jesús estaba ahora mucho más calmado. Cierto que las noticias que traía eran de mucho peso, pero había sido su entrega la que había hecho correr la sangre.
Aún había más y, para comunicarlo, Jesús adoptó la expresión de temeroso asombro que había esgrimido al entrar.
– ¿Cuándo llegará Roger? -preguntó Bonne, sin reparar en absoluto en la aprensión de aquel rostro-. ¿De cuánto tiempo dispongo para prepararme?
– De una semana -respondió Jesús con irritación-. Todavía disponéis de una semana entera. -La miró de arriba abajo, cual si fuera el Jeremías de pétreo rostro silenciado, justo al borde de la divina revelación, por alguna lechera charlatana.
El rostro de Bonne se endureció y su mirada se aguzó.
– No os hagáis el altanero conmigo, vasallo. Quizás ahora seamos una heredad pequeña, ¡pero estos malos tiempos pronto habrán pasado! ¡Se esfumarán! Mi primo sabe lo que nos corresponde a mi marido y a mí. Podéis prosperar con nosotros o asumir vuestro destino en algún otro lugar, como deseéis. Entretanto… ¿de veras creéis que una semana basta para estar dispuesto para la llegada del vizconde Roger? ¡Tendremos que ponernos manos a la obra día y noche, estúpido! ¡Flore, acabad con las ciruelas! Voy a celebrar un consejo de guerra con Gully.
Jesús mantuvo su profético ademán hasta que ella se marchó, dejando caer el cuchillo ahí y gotitas de sangre más allá, y tropezando con el torpe mastín («¡Maldito perro!») que yacía en la inmediata penumbra del interior de la casa.
Entonces, el español se aproximó a César.
– Mi señor -le dijo en tono melódico pero ominoso, cual el primer soplo de viento que se erige en cántico a la inminencia de la tormenta-. Debo hablaros en privado.
– ¿En privado? -repitió César-. ¿Queréis hablarme en privado? Traéis esas espantosas noticias de que el vizconde Roger viene hacia aquí… -gesticuló con desconsolada elocuencia hacia la torre del homenaje, representativa del castillo a medio construir, e indicó con gestos tan precisos que le habrían valido el apoyo de un mimo profesional el hecho de que sus ropas, en su más elevado nivel, eran apropiadas compañeras del propio atuendo hecho jirones de Jesús-. Y me decís que Roger se halla en camino, ¿y luego vais e imploráis mis favores? ¡Bah! -En los ojos azules de César brilló la incomprensión, pero estaba demasiado deprimido como para hacerlos destellar de furia. No consiguieron, por tanto, descomponer el complejo equilibrio del español entre la pesadumbre y el optimismo, mientras que en las palabras de César, Jesús captaba un estimulante desaire de su talante personal.
– ¡Yo no os imploro favores, mi señor! -dijo, igualando casi la altura de César, pues tanto contribuía a elevarle el orgullo-. Es el lema de nuestra familia: Non rogo, capio; «Yo no ruego, sino que tomo».
– Sé latín, gracias -repuso César con irritación, y luego esbozó una ingeniosa sonrisa-. No quiero ofenderos, mi querido amigo, pero o bien el lema de vuestra familia fue elegido de forma prematura, o vuestra familia ha sobrevivido a él. ¡Ja, ja! [Ja, ja! Y con bastante celeridad, además, si debo decirlo. Precisamente hace unos días le señalaba a mi hija que los lemas familiares sólo estaban de moda en los tiempos de mi abuelo. -Se quedó pensativo otra vez-. No causan más que problemas, los lemas familiares. -Se arrepintió ahora de haberse burlado de la dignidad del español, y le dijo-: Me parece que tal vez no debería haber dicho eso acerca de los lemas. ¿Qué puedo hacer por vos?