Выбрать главу

Jesús interpretó que su señor le rogaba perdón, y había olvidado casi todo lo que se dijeran el uno al otro.

– Tengo algo importante que decir, mi señor, sólo para vuestros oídos.

César se sintió en extremo complacido.

– Algo privado, ¿eh? Venid, demos la vuelta a la esquina.

Caminaron junto a la parte delantera de la casa hasta doblar la esquina, donde César trepó hasta sentarse sobre la pila de leña. Esta aún era alta, pues el invierno no había dado comienzo, y Jesús comprobó que, o les confiaba el secreto a los pies de César, o bien lo vociferaba a pleno pulmón.

– Mi señor -dijo, y se precipitó a escudriñar la parte delantera de la casa, donde vio que Amanieu se apoyaba ahora contra la pared, a tan sólo un par de centenares de pasos-. Mi señor, tendréis que inclinaros hacia mí. Debemos hablar en susurros.

– ¡Por Dios!, ¿de veras debes hacerlo? ¡No sé cómo se hace eso!

– ¡Mi señor! -Jesús estaba frenético. Si una voz había implorado alguna vez, fue la suya en esta ocasión.

– ¡Oh, muy bien! -se resignó César, y se inclinó hasta doblarse, y aún más.

Jesús le asió de los hombros, en parte para sujetarle y en parte para impedir que cayera.

– Mi señor -dijo-. He descubierto de dónde sacó nuestro visitante esas ricas ropas, y la armadura, y los caballos. A dos días de aquí, abordó a un joven caballero germano, y le mató, ¡y se llevó todo lo que tenía!

– ¡Estupendo! -musitó César con cautela-, Dos buenos hombres se encuentran en el camino, y corren lanzas. Está bastante en boga ahora. He oído hablar de ello. El botín es para el vencedor.

Jesús escupió, sin duda para aclararse la garganta.

– ¡No, mi señor! No compitieron con las lanzas. Le tendió una emboscada, como un bandolero, y le clavó un cuchillo en el cráneo. Tuve que forcejear para quitárselo. Mirad, ¡éste es!

En el pequeño espacio entre los ojos de ambos, Jesús introdujo una daga que despedía un olor a podrido, con una costra de sangre y fragmentos de cerebro y esquirlas de hueso. Los ojos de César la miraron fijamente, y arrugó la nariz.

– Eso está mal -sentenció-. Le mataron y le robaron, ¿eh? ¿Asesinado? Un germano, sin embargo. Aun así, no está bien. Desearía que no lo hubiese hecho.

– Todavía hay más -susurró Jesús con excitación.

– Casi no puedo oírte -protestó César-. Hablas muy quedo.

Jesús aferró a su señor, le acercó aún más, y musitó en su oído con una voz que era un grito sordo. César apretó los dientes para aguzar el oído tanto como pudo.

– Después de que encontrase el cuerpo y lo averiguara todo, cabalgué hasta llegar a Olonzac. Allí es donde escuché que el vizconde se hallaba de camino hacia aquí. Me encontré con uno de sus mensajeros en una taberna. Me dijo que hay un caballero germano que viaja con la corte de Trencavel. Un guerrero gigante. Un señor germano. Está buscando a su hermano menor, y debían encontrarse en Béziers. Es el tipo que encontré muerto. Todo ese equipo, y esos caballos, que vuestro joven amigo se ha traído con él… todo es germano. Es al hermano de ese enorme caballero germano a quien ha asesinado.

– Oh -dijo César con pesar, imaginando toda la escena, pasada, presente e inminente, con aterradora claridad-. Oh, Dios. ¡Dios mío!

– ¡Ajá! -exclamó el español-. Tenéis problemas en vuestra heredad, señor. ¡Se avecinan problemas!

– Habéis hecho bien en decírmelo -declaró César todavía en susurros-. Pero no sigáis. ¡Ya podéis soltarme!

Jesús todavía le asía del cuello de la camisa y lo agitaba presa de la violencia de sus emociones, fueran las que fuesen.

– Son malas noticias, ¿no es así? Si no me equivoco, son las peores noticias que he comunicado jamás, ¿no es cierto?

– ¡Soltadme, especie de zopenco! -exclamó César con voz estrangulada, pues se hallaba ahora casi asfixiado.

– Mi señor -Jesús le zarandeó todavía más, e insistió con profunda seriedad-: ¿Acaso no son aterradoras noticias para vos?

– ¡Sí, maldito seáis! ¡Infernales noticias! ¡Devastadoras noticias! ¡Soltadme!

César se liberó de un tirón al mismo tiempo que Jesús le soltaba, de modo que cayó con violencia sobre el español.

Sufrieron una ruidosa caída.

– Jesús! -exclamó Jesús.

– ¡Ay! -exclamó César golpeándose la cabeza contra el suelo y lacerándose una rodilla mientras la otra chocaba contra el antebrazo del mismo costado del cuerpo, produciéndole tal latigazo de dolor al entrar en contacto con el suelo que creyó habérselo roto. Permaneció a gatas durante unos instantes, y se recobró.

– ¡Padre! -gritó Flore, y descendió ágilmente del ciruelo para acudir en su ayuda.

– Jesús! -chilló de nuevo Jesús-. Santa María… -rezó con tristeza.

– ¡Vamos, recobrad la compostura! -exigió César, sintiéndose algo mejor ante el sonido de los dolores y pesares del otro.

– Es un poco tarde para eso -dijo la voz de Amanieu con cierto deje de reproche moralista-. ¡Mirad, le habéis matado!

Tan asombrosa afirmación llevó a César a ponerse de rodillas, de modo que de nuevo pendió frente a sus ofendidos ojos aquella daga cargada de culpa. En esa ocasión, sin embargo, la sangre que en ella había era fresca y humeante.

– ¡Oh, padre! -exclamó Flore.

– ¡No puedo haberle matado! -Aquello era cierto, y se sintió mejor. Cómo era posible que le hubiese matado sin siquiera saberlo. A menos que…

– ¡Padre! -repitió Flore, y empezó a gimotear.

– ¡No! -musitó César-. ¡No! -gritó-. ¡No!

Lloró. Se derrumbó hasta quedar de cuclillas, sentado sobre los talones como un niño que jugase en la arena, y lloró. Flore se situó junto a él, le rodeó el cuello con un brazo y apoyó la barbilla contra sus rizos de muchacho. Había dejado de gimotear y aunque ahora lloraba quedamente era como apoyo a César, y pese a que sus ojos derramaban lágrimas tenía el rostro tranquilo. Su padre se aferró al brazo que le rodeaba y enterró los ojos en él. Titánicos estremecimientos le convulsionaron, y forzaron a su rostro a surgir de nuevo a la luz del día. Sus hombros se deshicieron del brazo consolador. Aulló en dirección al sol. Agitó los puños hacia el cielo. Convirtió en garras las manos y desgarró el aire. Irguió la cabeza con gran cautela, y quedó inmóvil.

Flore se había situado frente a él. Dirigió una mirada de urgente súplica a Amanieu, junto a ella, y le dijo a su padre:

– ¿Por qué no se lo explicáis a él? -¡Sí, contádmelo! -repuso Amanieu. Esperó, completamente a ciegas.

19

EL RELATO DE CÉSAR

– Cuando era joven, ¡cuando era joven! -dijo César-. Era el héroe perfecto en Guyenne, cuando era joven. Era el hombre de moda. Era el capitán al que todos querían seguir. Era el cabdal de Yon, el líder guerrero par excellence. Ah, Cristo, ¡Cristo! ¡Era un jefe en el consejo del rey Luis a los veinte años! ¡Era un estratega de gran destreza, un comandante con suerte, un campeón en el combate! ¡Mi esposa era la mujer más hermosa de Anjou! Estaba reconstruyendo la heredad de mi pobre padre, pues no había tenido éxito en la vida y había ido en busca de la muerte entre los moros de España. Tenía una hija y un hijo -y dijo la última palabra con gran rapidez, como si le quemara en la lengua.

Flore se había movido hasta quedar junto a su padre, para darle una sensación de compañerismo, y para que no fuesen dos los que se enfrentaran a él, como jueces. También, para no tener que seguir viendo, tras el hombro de su padre, a las moscas azules cebándose en la garganta del español. Amanieu estaba casi de puntillas, sorbiendo el relato. Había esperado escucharlo desde el día en que llegara.