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– Mi hijo tenía ocho o nueve años. Me encargué de que le hicieran una pequeña armadura para llevarle a la guerra. No para luchar, ya me entendéis, sino para que se acostumbrara a ella. La guerra sería su oficio, como lo era el mío, y debía empezar temprano, ¡tener ventaja! Fue una campaña corta, a finales del verano, y fuimos atacados por un ejército diez veces mayor que el nuestro. La lucha fue la más salvaje que jamás vi, el mayor júbilo que jamás conociera, ¡jamás! Maté y cercené y quebré y despedacé; luché con el brazo izquierdo cuando se me cansó el derecho. Sí, le había enseñado a hacerlo. ¡Vaya día, aquél! La sed de sangre era como vino celestial. Maté a más hombres aquel día de los que algunos hombres (¡soldados también!) matan durante toda una vida. Partí en dos a hombres revestidos de acero, rostros que volaban en pedazos, ojos que se salían, vientres que vomitaban sus entrañas. ¡Y cómo relinchaban y piafaban y arrollaban los caballos a los heridos! ¡Y cómo chillaban aquellos, los heridos y los moribundos, con las costillas surgiendo de sus destrozadas armaduras, y semidecapitados! Durante todo aquel día el sol brilló cada vez más sobre nosotros. En cuanto a la sangre… teníamos sangre hasta las rodillas, hasta los muslos; formaba charcos y pozas allí donde el terreno descendía. Caminé hundido en la sangre aquel día, y al final me volví loco, como me veis ahora. Maté a nuestros propios hombres, a todo el que veía le mataba. Maté a mi propio… Al final me volcaron un carro encima y allí me mantuvieron hasta que me dormí. Dormí como lo hacen los muertos, los muertos.

Amanieu examinó aquel rostro cansado, ajado más por las emociones que por el paso de la vida, con aquella sonrisa exaltada, insulsa y necia. Los ojos azules le devolvían la mirada, tan furtivos en ese momento como lo habían sido en vida los del español muerto. Amanieu vio que César le estaba engañando. No le había contado toda la historia.

– ¿Qué le ocurrió a vuestro hijo? -preguntó.

El rostro de César se estiró hasta suavizarse, tironeando de grietas y hendiduras hasta la superficie. La barbilla descendió y la frente se alzó hasta que la cara volvió a parecer la mitad de larga que en su estado normal. Cuando el rostro empezó a contraerse y sus huesos crujieron, César había encontrado al fin las palabras con que decir lo que no soportaba escuchar.

– Bueno, por supuesto, fui un hazmerreír después de aquello. Había partido en dos al niño, de un limpio tajo en aquella pequeña armadura. ¡Sí, de acuerdo, era el hazmerreír! Bueno, para empezar ya no era de ninguna utilidad como capitán, una vez que me había vuelto contra mis propios hombres. ¿Quién iba a seguirme entonces? ¡Así estaban las cosas! Aquellos que no murieron creyeron que era un buen chiste, después, pero querían ser los últimos en reír. Bueno, por supuesto que lo hicieron, ¡pues salieron con vida! De modo que yo era un hazmerreír, ya veis. Los hombres que estaban allí fueron amables conmigo por lo del niño; lo bastante amables. No podían mirarme, ¿cómo iban a hacerlo?, pero se mostraron tan amables como era posible. Para la gente que no estuvo allí, aquello formaba también parte del chiste. Había derramado mi propia sangre y matado a mi propio heredero. Eso me convertía aún más en un hazmerreír.

»Era sólo un niño, en busca de diversión, ¡y yo le maté!

La última frase sirvió para que Amanieu comprendiera a tiempo que aquellas repetidas declaraciones de autocompasión eran una pantalla para detener la mirada del intruso, en ese caso, una sábana tendida entre sí mismo y el pesar al que César despertaba todos los días. Esa era la causa, también, de la eterna sonrisa.

– Mi señor feudal me apartó de mi heredad y colocó a mi hermano en mi lugar. Me ofrecieron (el señor me lo ofreció, y también mi hermano, y la Iglesia estuvo de acuerdo) que mi… mi… mi esposa también me fuera arrebatada y se casara con mi hermano, y ella no lo hizo, ¡no lo hizo! Por Dios que no lo hizo, ¿acaso no es maravilloso?

– Maravilloso -convino Amanieu-. Absolutamente. ¿Por qué no lo hizo?

César encontró natural aquella pregunta y fácil de responder.

– Por el amor que me tenía -dijo-. Y por el odio que les profesaba a ellos, también, pues no le agradó que traficaran con ella como con una vaca en el mercado. Creía también que su visión del asunto era mísera y corta de miras, eso de suponer que el hecho de que yo matara al niño pudiera arreglarse y olvidarse, que pudiera darse todo por concluido de esa forma tan simple. El hecho de que yo matara al niño seguiría ahí mientras viviéramos, dijo Bonne, y que no estuviésemos casados no nos separaría de aquello ni a ella ni a mí.

Amanieu frunció el entrecejo por haberse sentido tan asombrado ante aquella última afirmación. Vio que en gran medida había fracasado al juzgar a César y a Bonne. Cierto que no había sido tan ingenuo como para fiarse de las apariencias con cualquiera de ellos, pero ni por asomo había mostrado el discernimiento que le habría revelado que la expiación de César por el asesinato de su hijo, y la venganza imperecedera de Bonne, se habían combinado, por medio de sutilezas de pensamiento más allá de las imaginables, en aquel único, demencial y vitalicio acto de reconciliación. Resultaba ahora evidente que los signos externos de aquel juego infernal no eran más que pequeños símbolos de una pauta de comportamiento desarrollada durante años, y conocida por ambos participantes de un modo tan profundamente complicado que denegaba el acceso a los intrusos. Se habían enzarzado el uno al otro con garfios de acero.

Sin embargo, puesto que Amanieu consideraba su interpretación muy en sintonía con la de César, se arriesgó a preguntar:

– ¿Es por eso que perdisteis la razón?

– ¡Sí! -respondió César, golpeándose una rodilla con satisfacción-. Exactamente por ese motivo. Me volví loco en la lucha, pero aquello fue un ataque. Pasó pronto. Fue después cuando perdí la razón. ¡Pero bueno, era esencial perderla! Si el hecho de haber matado al chico iba a durar de ese modo, día tras día durante toda mi vida, debía perder la razón o ser consumido por la locura, ¡calcinado y arrasado de la tierra, como un pino! -Le dio unas palmaditas en la rodilla a Amanieu, y le dejó asombrado una vez más-. ¿Qué sería de Bonne, entonces, si me hubiera volatizado en una bocanada de humo?

Amanieu se sintió como un nadador que hubiese aguantado la respiración en aguas profundas. Perdió la paciencia, y empezó a subir a la superficie. Para acelerar el ascenso, preguntó con aspereza:

– ¿Y qué hay de Jesús? ¿Qué pasa con el español?

César se sumió de nuevo en sí mismo, tratando de recordar, de la muerte que aún se tornaba rígida en el suelo detrás de sí, tan sólo lo que fuera capaz de digerir. Se puso en pie gradualmente hasta su plena estatura, y miró al frente, con la vista cautelosamente fija en la montaña. Flore acercó su serio semblante al de Amanieu.

– ¡Sed nuestro amigo! ¡Sed amable con él! Al decir vos que había matado al español, él era consciente de no haberlo hecho; de modo que ha creído que se había vuelto loco de nuevo, como el día en que mató a mi hermano.

¡Su hermano! El muchacho había sido hermano de Flore, y Amanieu había fracasado en comprenderlo. Bueno, no era de extrañar, pues la historia entera constituía tal panegírico de Bonne y César, aunque trágico y demencial, que parecía quedar poco espacio en ella para la existencia de una hija de ambos, no digamos ya de una hermana del niño asesinado.

– ¡Os he molestado! -Amanieu se enfrentó a César y representó su papel como todo un hombre- ¡Vaya desliz de la lengua! Cuando he dicho que habíais matado al pobre diablo, me refería tan sólo a que al caer y arrastraros tras él, se había clavado la daga que sostenía en su propia garganta. La culpa ha sido sólo suya. Os ha hecho caer encima de sí.