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La mirada de César abandonó el risco distante y se centró en Amanieu.

– Tenía que pasar tarde o temprano. -El joven seguía intentándolo-. Era uno de esos tipos que siempre andan buscándose problemas.

– ¡Eso ha hecho, claro! -exclamó Flore acudiendo en su ayuda-, ¡Ha hecho que padre cayera sobre él como una tonelada de ladrillos!

Esa frase arrancó a Amanieu una risa involuntaria. Flore soltó una risilla, y volvió a hacerlo tapándose la boca con la mano. Amanieu emitió una serie de risas leves, casi articuladas. La sonrisa de César se tornó menos demente y más real, hasta que se unió a ellos con una agradable risa propia llena de reproche.

– ¡Vamos, vamos! -dijo-. ¡Ese pobre hombre está muerto! -Frunció el entrecejo y esbozó una mueca-. Traía noticias infernales… que el vizconde Roger viene hacia aquí. -Dirigió una increíblemente oscura y astuta mirada de soslayo, como la de un estadista en busca de una idea, hacia Amanieu; luego se apresuró a reír un poco más.

Con tan alegre escena se toparon Vigorce y Mosquito, que guiaban sus caballos. Se detuvieron atropelladamente y atisbaron más allá de los juerguistas, hacia lo que yacía en el suelo detrás de César. Los dos soldados no creyeron de inmediato lo que veían sus ojos, pero entonces el caballo bayo del español salió de la sombra del ciruelo y relinchó en dirección al caballo pío de Mosquito.

– ¡Sí que es Jesús! -exclamó Vigorce, tratando de dudarlo, pero ya con absoluta certeza-. ¡Muerto! ¡Asesinado! -Miró a Amanieu con ojos mortíferos y temerosos a la vez.

Amanieu intervino con rapidez.

– Jesús ha caído sobre el cuchillo. Se ha matado a sí mismo por accidente, el señor César os lo explicará. -Tendió el cuchillo, recubierto de sangre, y el capitán lo cogió estirando al máximo el brazo.

– ¿El cuchillo de quién? -quiso saber Vigorce-. Porque no es suyo.

– Es mío -respondió Amanieu-. Lo estaba utilizando para indicarle algo al señor César. Estaba excitado y ha hecho caer al señor de la pila de leña, y él ha caído debajo. El propio Jesús sostenía el cuchillo.

– Simplemente me he caído -intervino César-. Como Humpty-Dumpty [1].

Flore, cuyas risillas habían cesado, se cubrió el rostro con ambas manos y corrió a finalizar la tarea que su madre le había encomendado. Procedió a deshuesar ciruelas con la cabeza gacha y de espaldas a las improvisadas pesquisas.

Mosquito negó con la cabeza ante la sublime ilustración de César.

– Daré de beber a los caballos -dijo.

– ¡Esperad! -exclamó César. Dirigió otra de aquellas maravillosamente siniestras y sutiles miradas, dividiéndola entre Amanieu y el cadáver del español-. No os llevéis el caballo español. A vos tengo cosas que explicaros, capitán, hay cosas que discutir. Quizá mi joven amigo sea tan amable de llevar el cuerpo de ese pobre hombre al cementerio. Subidle en su caballo por última vez, ¡pobre muchacho! Eso será lo más correcto. ¡Es una hermosa pequeña bestia, además!

De modo que Mosquito se dirigió hacia el pozo, y Amanieu condujo a Jesús colina abajo hacia la iglesia, sobre el cansado y sediento caballito.

20

LOS PENSADORES

César guió a Vigorce hasta la gran torre del homenaje, y ascendió por los peldaños de piedra hasta la primera planta. En aquella habitación, que era la del capitán, César le contó todo lo que había oído a través de Jesús.

– Mi esposa tiene puestas grandes esperanzas en la visita de Roger Trencavel -dijo-. ¡Pobre señora! ¡Se engaña a sí misma! Pero cualesquiera que sean sus esperanzas, que ese joven asesino esté aquí, y que se sepa que ha sido nuestro invitado, no nos ayudará ante Roger.

César exhaló un largo y pesaroso suspiro desde lo más hondo de su ser. ¡Pobre Bonne! Pues su esposa, en la apasionada esperanza de que la energía y la ambición podrían arrancar de aquel yermo patrimonio suyo una maravillosa restitución de sus fortunas, abrigaba la lime creencia de que, puesto que era primo lejano suyo, el vizconde Roger, siendo además su señor, les echaría una mano.

Por su parte, César lo veía menos como una visita que como la inspección que un señor realiza de sus feudos tras una larga guerra, para ver qué rentas pueden producir para reparar sus decrépitas finanzas. Lo último que se le pasaría por la cabeza sería subsidiar la finalización de aquel superfluo castillo, tan sólo para hacerle un favor a una olvidada pariente.

Cuando César le hubo explicado todo aquello a Vigorce, suspiró de nuevo.

– ¿De dónde tienen que salir la energía y la ambición, después de todo? Los berrinches de una mujer no son esa energía, y sus meras ilusiones no son ambición. Aun así, no se trata de eso. Debemos hacer que ese miserable asesino…, que ese joven salga de aquí; más allá del horizonte, que se vaya, que desaparezca. Debemos pensar en un modo de hacerlo.

El rostro del capitán adoptó una malévola mirada.

– ¡No, no, capitán! -protestó César a toda prisa-. ¡No vamos a matarle! Para empezar, ha sido mi invitado, y para seguir, eso arruinaría este lugar. No es que sea ninguna maravilla, pero eso lo arruinaría.

– Sí -asintió Vigorce-. Eso puedo verlo. Me gusta este sitio. Podría vivir aquí durante años, sin hacer más de lo que hacemos. Me gusta tal como es, además, aunque también me gustaría si la señora viera algunas de sus esperanzas hechas realidad. -Tosió para aclararse la garganta, y procedió a hacer una declaración, mirando con determinación a un punto a un lado del rostro de César-. Valoro la satisfacción de mi señora.

– Os lo agradezco -dijo César con altivez-, en su nombre. Ahora, debemos poner a prueba nuestros cerebros, y si sirve de estímulo para vuestro ingenio, os diré libremente que se siente muy atraída por el joven, de esa forma en que ella lo hace. No le niego a Bonne sus honestos placeres, pues son bien pocos los que puede disfrutar aquí arriba, pero se siente muy atraída por ese joven, y así, por el bien de todos nosotros, ¡ah!, y con buenas razones, debemos convencerle de marcharse de aquí. Esa es la forma de plantearlo: ¡convencerle para que se marche!

Ascendieron entonces los peldaños de madera hasta lo más alto de la torre, y salieron a la azotea. Emergieron de la escalinata de cara al norte, y ambos permanecieron en pie mirando hacia la pradera, acunada en sus rocosos peñascos, que se elevaba hasta el desierto de piedra en el que César se sentía muy a gusto. Sin aliento a causa del ascenso, de común acuerdo permanecieron en silencio. César se apoyó en el parapeto y se sumió en la reflexión.

– La eternidad está ante nuestros ojos -declaró.

– ¿Qué queréis decir? -exigió Vigorce.

– ¡La eternidad y el caos! -dijo César, regocijándose.

– ¿Qué queréis decir? -preguntó de nuevo Vigorce.

– ¡Allí! -exclamó César extendiendo un brazo cuya mano abierta brindaba, con una floritura, la excelente vista que tenían delante de aquel elevado desierto de piedra.

La tarde había empezado a extinguirse, y el cielo, aunque debería ser azul durante una hora aún, ya se ondulaba en sus brillantes variaciones crepusculares de tal color, preludio de los cromáticos éxtasis de que disfrutaría cuando, al fin, el sol se lo llevara al lecho. La luz cada vez más débil era aún radiante en el prado, cuyas llores, defraudadas, se cerraban ahora. Desde los peñascos les llegó la aflautada llamada de un tordo, y el mismo grito descendió en respuesta desde el aire, donde el macho efectuaba su último vuelo del día. En las murallas, una bandada de pájaros tiznados de negro cotorreaba presa de la agitación. La vista más lejana, la piedra agreste en el horizonte, quedaba suavizada por las primeras briznas de bruma crepuscular. La escena era armoniosa y conmovedora.

– ¡Muy bien! -exclamó Vigorce, e hizo por su cuenta un ademán en tosca parodia del de su señor-. Sé qué queréis decir… ¡Allí! Pero ¿por qué llamáis a eso caos y eternidad?

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[1] Personaje clásico de los cuentos infantiles anglosajones; se trata de un lluevo que se rompe al caer al suelo desde un muro. (N. de la T.)