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La sonrisa de César se encontró con el ceño fruncido del capitán.

– No me opongo al caos y la eternidad -repuso-, ¡Moro en ellos! ¡En su mismísimo centro! -añadió triunfante-. Pues allí, al final de aquella pradera, se halla el final de nuestro mundo. Más allá, ese baldío lugar allá en lo alto se extiende más y más hasta Dios sabe dónde. Nada puede encontrarse allí sino el caos, hasta los confines de la tierra.

Vigorce se cuadró ante la supuesta vista de la eternidad y el caos. Extendió los brazos ante sí y exhaló un suspiro entre las palmas de las manos.

– Puedo seguir vuestro razonamiento -observó-. No conozco estas tierras del sur tan bien como vos, pero si yo fuera ese tordo que canta allá arriba, emprendería el vuelo hacia aquella línea y descubriría Berri y Champagne y Flandes; y si me desviara un poco, sólo para asegurarme de todo el paraje… -y su mano realizó un amplio gesto en el espacio frente a sí-, entonces emprendería el vuelo hacia Maine y Normandía. El desierto que hay ahí no se extiende hasta los confines de la tierra. Está entre este sitio y esos otros lugares.

– ¡Por todos los cielos! -exclamó César mientras se encorvaba y sonreía enérgicamente hacia Vigorce-. Ya lo sé. Podría llegar a Albi caminando sobre esas piedras, en tres o cuatro semanas. No es lo mismo, sin embargo. No me refería a eso en absoluto.

– ¡Nunca lo hacéis! -gritó Vigorce, quien detestaba esas discusiones hombre a hombre con César, en las que se sentía inclinado a creer, por algún truco de su sincera forma de hablar, que iban a conversar en igualdad de términos. En esas francas y filosóficas conversaciones privadas, César, cuando alguien se le oponía, simplemente engañaba. Su fantasía volaba hacia un vasto y particular empíreo en el que los irracionales antojos surgían de la nada para dirigirse hacia la nada con la velocidad del rayo.

Aquel anochecer, en la torre, Vigorce se rebeló.

– Si tuviera una mirada lo bastante penetrante como para perforar la montaña, en esa dirección -dijo-, y si pudiera ver lo bastante lejos, descubriría Borgoña.

César empezó a hablar:

– Yo…

– Borgoña es verde -interrumpió Vigorce-. Puedo verla ahora, a través de aquella roca, y de las rocas de más allá. Es septiembre, cuando las lluvias ya han pasado, y cuando el sol ha vuelto para garantizar la vendimia.

– ¡Ah! Cuando… -dijo César.

– En ese bosque de hayas -continuó Vigorce, extasiado-, los grajos están graznando, y en aquellos olmos oigo chillar a las grajillas. -Había empezado a creerse a sí mismo-. En las planicies de Auxois los graneros estarán llenos, quiero decir que lo están ahora, y en ;las redondeadas torres de las granjas los rojos tejados resplandecerán al sol; resplandecen, quiero decir, los veo resplandecer. A lo largo de las laderas del sur de las suaves, suaves colinas, desde Dijon a Beaune, veo…

Resultaba claro que Vigorce iba a seguir diciendo sandeces hasta el día del juicio. César dejó que siguiera con ello y dio una vuelta por la azotea. Se trataba de una torre del homenaje bastante pequeña, en realidad, y el castillo resultaría acorde con ella, una miniatura. No sería más que un fuerte, pero bastaría para asegurar su posición, por el bien de Bonne. Quizá Roger Trencavel renovaría la licencia para construir el castillo, y le facilitaría a Bonne los medios, en un arrebato de sentimientos familiares por su prima. ¡Ya lo mejor los cerdos volaban! Ahí estaba Flore, todavía deshuesando ciruelas. Podría haber sido una niña más feliz, si sus vidas hubieran transcurrido de modo diferente. ¡Podría haber hecho de ellos tres una familia! Era una buena chica, de cualquier forma. El pequeño paseo le llevó de vuelta junto a su capitán, que seguía en las mismas.

– Los ríos -afirmaba Vigorce, cohibido de pronto, pero todavía animoso- fluyen plagados de truchas y bramas; los lagos, de lucios; las lagunas, de carpas…

– ¡Las charcas, de gobios! -intervino César con malévola sorna.

Hubo un curioso silencio. Al principio, indicó simplemente que Vigorce se había perdido. Luego, salida de la nada, una iluminación más gloriosa que el crepúsculo se cernió sobre el capitán. Se apoyó contra el parapeto y miró hacia el sur, hacia la purpúrea penumbra.

– Mi señor César -dijo-, me parece que tengo una idea que enviará al joven Amanieu lejos de aquí. -Señaló con un pulgar por encima del hombro-. Hacia el norte, hacia el caos y la eternidad.

César tuvo que concederle aquel tanto.

– ¿Cómo? -preguntó-. ¿Cuál es vuestra idea, mi querido capitán?

– ¡Shh! -exclamó Vigorce-. Trato de darle forma. -Chasqueó los dedos-. ¡Ya lo tengo!

César escudriñó a través de la penumbra que había tanto dentro como fuera de su cabeza.

– ¿De veras tenéis una idea? -quiso saber.

– La tengo -respondió Vigorce-. Lo que debéis hacer, mi señor, es aseguraros de que el joven os muestre mañana su estupenda armadura. -Asintió-. Sí, mañana por la mañana. ¡Escuchad, mi señor!

Mucho después de que el sol y el cielo, embelesados en su gloria, se hubieran retirado a descansar, los dos conspiradores seguían hablando en susurros.

21

VIDA DE FAMILIA

– Tanta dicha va a matarme -declaró Flore-, a menos que haya más aún.

– Habéis visto demasiado -le dijo Amanieu.

En su mente, Flore vio a Vigorce y la mujer, apareándose en la ribera del río.

– Vos me lo mostrasteis -dijo. Se hallaba de pie a la distancia de un brazo de Amanieu, levemente sujeta por sus manos-. Vos me lo mostrasteis -repitió-. Ahora soy una obscena antes de tiempo.

– Es un don -repuso él-. Difícilmente llega antes de tiempo.

– Era pronto para mí -le corrigió Flore-. Lo era para mí. Ya fuera o no antes de tiempo -dijo, y no dejó de mirarle con aquellos ojos que brillaban como oscuras castañas-. Es un don que tendré que agradeceros.

– No es necesario -repuso él, malicioso.

– Oh, sí que lo es -replicó ella con desdén-. ¡Y tanto que lo es!

Cogió una mano de Amanieu entre las suyas. Se acarició la mejilla con ella, cerró los ojos y volvió a abrirlos; los cerró y los abrió. La boca se torcía en su rostro, fruncida por la queja en un extremo y alzada en el otro por la esperanza. Le besó la mano, la mordisqueó, la lamió, y la dejó caer. Retrocedió. Toda su riqueza interior ascendió hasta su rostro y se desplegó ante Amanieu. Los ojos castaños se tornaron redondos por la franqueza con que le deseaba.

Amanieu le devolvió la mirada, a aquella menuda y auténtica criatura, pletórica de una lujuria recién descubierta, que le ofrecía a él su inocencia original. Desde su rostro de comadreja y sus ojos de serpiente, desde su boca torcida y su deformado espíritu; pero también desde su corazón, al cual en toda su vida aún no le había encontrado una utilidad, aceptó.

– ¡Ahí está! -dijo César para sí-. ¡Ahí están! -Saludó con ambos brazos a Flore y Amanieu, de pie el uno frente a la otra en la azotea de la torre de entrada, y no le vieron-. Como un par de estatuas -murmuró César-. ¡Eh! -gritó-. ¡Hey!

Bajaron la mirada hacia él.

– ¡Buenos días! -exclamó hacia ellos.

Amanieu se acercó al borde de la azotea y se asomó sobre el parapeto.

– ¡Ajá! -exclamó con sólo una modesta cordialidad, y se retiró.

César se sintió muy molesto. Ahí estaba, tras levantarse temprano y lleno de energía, dispuesto a inducir a Amanieu a mantener una conversación que conduciría, en nada, a la partida del joven… y rechazado en el mismo punto de partida. César se hallaba ahora ante la puerta de la torre. Doblándose para que su cabeza no topara con la parte inferior de los peldaños de piedra, ascendió con retumbantes y torpes pasos la escalera. Subió un piso, jadeó y resopló, y ascendió de nuevo. Dejaba atrás el segundo tramo de escaleras cuando recibió un violento golpe en el mentón que le hizo caer cabeza abajo por la escalera de caracol, con los pies muy por encima de la cabeza. Su energía se vio muy atemperada por semejante cataclismo, y permaneció allí tendido, incapaz de moverse o pensar. Le retumbaba la cabeza y todo le daba vueltas.