Выбрать главу

– ¡Padre! -exclamó la voz de su hija desde la borrosa penumbra más allá de sus pies-. ¿Qué hacéis ahí abajo?

Se trataba de una pregunta contundente, incluso para César en su trastornado estado. Luchó por ver con mayor claridad, parpadeando y entrecerrando los ojos. El joven se hallaba encaramado más arriba de él, sin duda en uno de los peldaños. Se frotaba una rodilla.

– Seguro que me habéis roto la rodilla -dijo alegremente Amanieu.

Tras él, y más arriba aún, una pálida figura se tambaleaba en la penumbra, como la de una hija precariamente envenenada.

A César le pareció importante que Flore no se precipitara cabeza abajo, al igual que su padre, y aterrizara encima de él.

– ¡Ten cuidado, Flore! -le advirtió con voz débil y ronca-. ¡No te hagas daño! Con uno de nosotros basta… Sólo Dios sabe lo mala que ha sido esta caída.

– ¡Vamos! -la voz de Flore sonaba en su oído-. Yo empujaré y Amanieu tirará de vos, y pronto haremos que salgáis de ésta. ¡Parecéis una oveja patas arriba!

El rescate que siguió supuso para su padre un episodio profundamente irritante. César, tras una caída que le había dejado invertido respecto a la verdadera condición del hombre, con gusto habría permanecido allí durante horas para descubrir el sentido alegórico que con toda certeza se ocultaba tras tan curioso y extraño apuro. Tal intelectualización de la desdicha se había convertido, habiendo fracasado todo lo demás, en la tarea de su vida. Bonne nunca se la negaba. La denunciaba con sarcasmo o con desdén, pero dejaba que se produjera; y le dejaría quedarse allí tendido una semana, incluso aunque tuviera que pasarle por encima veinte veces al día, si eso era lo que le convenía a César.

Flore y Amanieu, lejos de verle como a un filósofo que al zozobrar hubiera asumido una posición de enigmática trascendencia, le trataron como a un viejo estúpido que había caído escaleras abajo. Su hija soltaba risillas y el joven se hacía el gracioso. Ignoraban que hubiese algo en el interior de César. Los oídos de ambos estaban sordos, y ciegos sus ojos. Ni se volvían hacia César, ni se apartaban de él. Le empujaron y tiraron de él, le ladearon y apuntalaron, y le posaron, al fin, sobre un lecho.

¿Qué lecho?

– ¿Dónde estoy? -inquirió a toda prisa.

– ¡Dónde estáis, desde luego! -exclamó Flore alegremente. Aquella mocosa insolente trataba de animarle-. Estáis en la torre de entrada, por supuesto, en la alcoba de Amanieu. -Y añadió-: ¡Ahí estáis, ahí! -y después de aquello volvió a proferir necias risitas.

Esa hija suya le trivializaría hasta dejarle en nada, hasta que su mismísima sombra le buscara en vano.

Un dolor sordo rodeaba la cabeza de César. Yacía tendido boca arriba y azotaba el techo abovedado con salvajes miradas de sus ojos demasiado azules. En la desesperanza halló la astucia.

– Me he hecho más daño del que creía -dijo-. Cierto que he caído diez peldaños de golpe, y que he resbalado y me he golpeado. ¡El ruido ha sido infernal! He oído cómo se quebraban mis huesos. Marchaos. Dejadme, me estoy muriendo. Llamad a Bonne. ¡Traedme a mi esposa!

Dos series de carcajadas en discordia llenaron el aire. Se oyó un sonido parecido al de los cerdos al revolcarse que no resultó nada agradable, pero fue el estridente tiple lo que estimuló el anillo de dolor en torno a su coronilla.

– ¡Oh! -gritó César-. Mi cabeza, ¡mi cabeza!

– ¡Oh, padre! -exclamó Flore-. No creo que os hayáis roto más que una uña. Lleváis vuestra armadura-dijo-. ¡De ahí que hayáis hecho tanto ruido al caer!

¿Que llevaba la armadura? Así era. La cota de malla y la piel acolchada debajo de ella se habían llevado la peor parte de la caída. César quedó tan impresionado por semejante descubrimiento que olvidó que una de sus dolencias era real. Se sentó, y de inmediato cayó de nuevo hacia atrás, gritando:

– ¡Mi cabeza! ¡Oh, mi cabeza!

Amanieu gruñó como un número indeterminado de jubilosos cerdos.

– Eso es lo más divertido -declaró, y Flore profirió una amable risita ahogada-. El yelmo se os ha encasquetado casi hasta los ojos. ¡Dejadme probar!

Lo probó. La cabeza estalló con agonía.

– ¡Ahh! -gritó César, y añadió con voz ronca-: ¡Aceite!

– Exacto -confirmó Amanieu-. El aceite lo hará salir, tarde o temprano. De cualquier forma, aunque vieja, es una buena armadura. ¿Por qué la lleváis puesta?

César recordó entonces por qué llevaba todo aquel hierro encima, y que él y Vigorce habían urdido una conspiración, la noche antes.

– Oh -dijo con despreocupación-, para ver si todavía me servía, en caso de que el vizconde Roger desee un pequeño torneo. Le gusta hacer un poco de deporte, a Roger. Esto… eh, sacad la vuestra y echémosle un vistazo, cuando me haya quitado esta cosa de la cabeza.

¡Ya estaba hecho! César cayó hacia atrás, sintiéndose tan desfallecido y tan gallardo que casi se desmayó.

– ¿Por qué parece de pronto tan astuto? -preguntó Flore.

– ¡Dios sabrá! -respondió Amanieu-. Probablemente, estará tramando algo. Llevémosle afuera.

Bonne se hallaba sentada a la luz del sol remendando ropa. Estaba furiosa. De vez en cuando sus dedos temblaban y era incapaz de ver con claridad, de modo que la costura caía de las inertes manos al regazo, y miraba fijamente el cielo, o una piedra, o a un escarabajo repentinamente cohibido que caminaba con dificultad en la penumbra. Esa ardiente rabia había sido lo primero que le había sobrevenido aquella mañana, al ver a su esposo pavonearse con la armadura: la armadura que no se había puesto desde el día en que, llevándola, había matado al hijo de Bonne. Confiaba en que a mediodía el corazón habría perecido en su cuerpo, y sería capaz de continuar con las tareas de la casa. Después de todo, Roger, su eminente primo, estaría allí al día siguiente o al otro.

Entretanto, su mente unas veces estaba vacía y otras bullía. Lo que le parecía más atroz en ese último golpe de César era que hasta entonces toda la tortura que le había infligido había sido sutil o plagada de artimañas. Mediante la repentina sorpresa de aquella tosca crueldad había, por tanto, imprimido refinamiento incluso a la torpeza. Por esa paradójica conjunción estaba tan atónita como si Zeus hubiese arrojado sobre ella uno de sus rayos, exquisitamente afilados pero también demoledores.

Una nube de polvo se alzó en torno a Bonne, y parte de él trepó hasta su nariz haciéndola estornudar. Al despertar y emerger de sí misma, fue consciente de un enérgico revuelo: suponía un agradable contraste para sus lúgubres pensamientos, eso era seguro, pero -estornudó de nuevo- también se trataba de un desmesurado jaleo.

– ¿Qué creéis que estáis haciendo? -preguntó imperativa.

Vigorce la miró a través del polvo con tanto reproche como le permitía su política de inflexible adoración. De hecho, ambas actitudes parecían llevarse muy bien, y se las veía bastante cómodas en aquel rostro en que compartían una única y armoniosa expresión. De tal modo, se dijo Bonne en un instante de intuición no deseada, debía mostrar Vigorce su lealtad a la Santa Virgen, imprimiendo a su culto un matiz de indignación y de queja. Experimentó una incongruente sensación de solidaridad con la Reina de los Cielos, un compartido desconcierto ante el hecho de que los hombres se engañasen a sí mismos, pero dejó entonces de lado tan agradable comparación y retornó, ruborizándose un poco, al mundo secular.

Pese a lo muy vivaz de su perspicacia, Bonne no consiguió explicarse lo que veía. Frente a ella, entre el polvo que se posaba, se hallaba la gran mesa de madera de olmo de la casa. Vio marcado el suelo por donde la habían arrastrado. Sólo eran tres (Vigorce, Amanieu y el minúsculo Mosquito) y para levantar aquella enorme mesa hacían falta ocho hombres. Nunca antes la había visto fuera de la casa. ¿Quién iba a darle una respuesta precisa?