– Mosquito -le preguntó al hombre menudo-, ¿para qué es eso?
– Es para mi señor -respondió Mosquito-. Es para que el señor César se tumbe encima.
– Gracias, Mosquito -dijo Bonne-, ¿por qué?
– Gully no le dejaría hacerlo dentro de la casa, con la llegada del vizconde Roger cualquier día de éstos. Dice que derramaríamos aceite sobre las losas, y que la piedra tarda meses en absorberlo.
– Tiene mucha razón -declaró Bonne.
– Creo que sí -repuso Mosquito.
Realmente, aquél era el más afable de los hombres, se dijo Bonne, y el único no aficionado a las disputas de su pequeña comunidad. Sintió que había sido insuficientemente informada por la explicación de Mosquito, pero sonaba como si valiese la pena esperar a ver el resto por sí misma.
– Esa mesa debe de haber supuesto un peso tremendo -observó-. Descansad.
Mosquito se sentó en el peldaño superior. Amanieu había desaparecido. Levantándose y avanzando un paso y medio, Bonne quitó el polvo de una esquina de la mesa con el delantal y dejó sobre ella la labor. Se volvió en busca de su taburete y Mosquito se lo acercó con un pie.
Se oyó un sonido metálico y chirriante, y ahí estaba César, ataviado como el filicida, armado cap-à-pie, pero con el yelmo de acero encasquetado hasta las cejas. Bonne había vivido entre batallas, cuando ambos eran jóvenes, y sabía por qué Mosquito había hablado de aceite. Su rostro resplandeció por un instante como una joya vuelta hacia el sol, antes de que se sentara y se concentrara en su zurcido. Sus dedos se habían tornado diestros y sus ojos claros.
Los ojos de César estaban entrecerrados entre las latientes sienes, pero reconoció en el rostro de Bonne lo que había olvidado hasta ese momento, pues había estado concentrado en conspirar con Vigorce. Al actuar de señuelo para sacar la armadura de Amanieu a plena luz, había olvidado que fue desde el interior de aquella mismísima cota de malla, y desde debajo de aquel maldito yelmo sobre su cabeza que había cercenado en dos a su pequeño hijo.
– Me he caído escaleras abajo de cabeza -dijo, a modo de disculpa.
– ¡Por supuesto! -exclamó Bonne, y su aguja lanzaba destellos al entrar y salir competentemente entre las puntadas con que reforzaba una vieja servilleta.
La mañana había proseguido hasta aquella hora vivificante en que la calidez del sol, aunque enjuga aún el rocío, se transforma ya en calor sobre la piel. Esa hora ardiente en que los hombres fuertes juran sobrepasar ese día a Hércules en su trabajo; esa hora de dicha en que borrachos y pecadores toman la decisión de ser malos un día más; y, sobre todo, esa hora de solaz para el espíritu angustiado, en que el ayer con toda certeza ha pasado, el mañana será otra vida, y el hoy todavía no ha empezado a desplegarse, y quizá todavía se convierta en sueño.
A esa hora, las últimas flores del verano se abrían vistosas a lo largo de la pared frontal de la casa. Abejas y avispas zumbaban en la diezmada alacena del viejo ciruelo. Las golondrinas describían curvas en el aire y a través de ellas parpadeó una oropéndola amarilla, que se precipitaba alocada hacia los bosques y su hogar. Contra el azul del cielo se alzaron y cantaron un centenar de alondras.
A esa hora, pues, yacía César aburrido y armado sobre la larga mesa, como un cocodrilo sobre el altar (pensó Bonne) entre los gozos de la Pascua. Su cabeza pendía de un extremo de la mesa, y en el rojizo e hinchado anillo en que el yelmo se unía con el cuero cabelludo, Vigorce echó el aceite.
– Yo he hecho eso lo bastante a menudo -dijo Bonne, charlando con servilleta, aguja e hilo-, para César y para otros. A veces el casco sujetaba la cabeza en su sitio, y cuando sale… ¡puf!… ¡se derrama todo!
Durante tal discurso apareció Flore, y se sentó sobre la mesa.
– ¿Creéis que saldrá? -preguntó.
– No lo sé -dijo Bonne-. Al parecer se ha torcido de mala manera, ¿verdad? A menudo, cuando está así, hace falta que el herrero lo haga pedazos. -Se dirigió a Vigorce, más allá de la mesa, y de César-, ¡Giradlo!
– ¿Que lo gire? -preguntó Vigorce-. ¿Tan pronto? El aceite apenas ha tenido tiempo de penetrar.
– ¡No importa! -replicó Bonne-. ¡Intentadlo!
– ¡Aaaah! -gritó César, produciendo un sonido metálico y chirriante y clavando los talones revestidos de acero en la mesa. Vigorce dejó el yelmo y asió de nuevo la botella de aceite.
Bonne rió con temeridad y partió el hilo en dos con los dientes. Flore miró a su madre con un ápice de admiración que no consiguió explicarse.
– Hoy os habéis enojado muy temprano -le dijo-. ¿Qué sucede?
Bonne contrajo el rostro.
– No debe importaros -declaró-. Vuestro padre lo sabe.
Esa era una respuesta acostumbrada, pero Flore lo dejó estar.
– ¡Padre! -exclamó, y profirió una sonora carcajada, desde lo hondo de la garganta-. ¡Vaya aspecto ofrece! No le había visto con armadura desde que era una niña. Se le veía extraño ya antes de que se le encasquetara el yelmo. -Volvió a reír y añadió-: ¡Pobre hombre!
– ¡Pobre hombre, desde luego! -exclamó Bonne-. ¡Oh, pobre hombre! Creo que vivirá, sin embargo. Tu padre no tiene el tacto de sucumbir a un accidente.
Flore miró fijamente los dedos de su madre que se curvaban con destreza sobre el gastado tejido.
– Estáis enojada con él a causa de la armadura -dijo. ¿Por qué hace que os enojéis?
– ¿Acaso no sois vos mi hija más joven? -preguntó Bonne-. De pronto os tomáis muchas libertades.
Flore se mordió el labio, pero el rubor contra el que se hallaba prevenida no apareció. La niña y la mujer se miraron la una a la otra con curiosidad y sorpresa.
– La gente crece -observó Flore.
– Algunos lo hacen, desde luego -respondió Bonne-. Dejad por tanto que os explique lo de la armadura. Resulta simplemente que vuestro padre no la ha llevado desde el día que mató a vuestro hermano.
– ¡Oh! -exclamó Flore-. ¡Oh, sí! ¡Sí!
– De todas formas -continuó Bonne-, ya no estoy tan enojada como antes.
El cuerpo sobre la mesa crujió y tintineó hasta apoyarse sobre los codos, y desde ahí chirrió hasta sentarse impulsándose con las manos. Sobre su rostro, formado por manchones rojos y blancos, el aceite de oliva chorreaba inútilmente desde el borde del yelmo que se suponía debía aflojar. En aquel congestionado rostro los ojos estaban casi cerrados, pero en los parpadeos de auténtico azul podía advertirse lo que opinaban de su maltrecho propietario: que estaba desconsolado y no había nadie que lo quisiera. César bajó las piernas recubiertas de malla de la mesa y se puso de pie, más o menos firme, en el suelo.
– Iré a mi desierto -anunció-. El calor me sacará este cacharro de la cabeza. -Separó un poco los brazos de los costados-. Que alguien me ayude con este arnés. El calor me rustirá aquí dentro como a un buey en el horno.
– ¡Llevadlo como penitencia! -le gritó Bonne- ¡Rus- tíos por vuestro pecado!
Flore miró a su madre con odio, envidia e incluso un poco más de aquella gratuita admiración. La belleza de Bonne, en el momento en que pronunciara aquel vengativo desafío a su marido, se había henchido en ella como si la hubieran dotado de una inefable gracia. Ahora fue tan lejos como para dejar su costura sobre la mesa, y sonrió con amabilidad a aquella figura desesperada y entorpecida, que se tambaleaba incluso cuando no se movía. Cuando César dejó caer los brazos en los costados, Bonne suspiró con profunda satisfacción e hizo que sus doradas pestañas descendieran para rozar la suave curva de sus mejillas.