Выбрать главу

– Sí -aceptó César-. Lo llevaré. -Tras un breve silencio, habló de nuevo-: Lo llevaré como penitencia, ya que así me lo pedís, pero con este calor, ¡quizá sea la última!

Bonne hizo que su lengua articulara las palabras que siguieron con transparente y exacta dicción.

– Debemos confiar en que no -dijo-. Ha habido muchas antes, y debemos confiar en que le sigan muchas más. -Cogió la costura y empleó la aguja-. Id en ayunas -añadió- y no os llevéis agua. Cuando una cosa merece hacerse, vale la pena hacerla bien.

Sin una palabra más, César partió cruzando el patio hacia su desierto, torpemente embutido en la armadura, con aquella vieja cota de malla que se le pegaba como una lapa y en la cual se herrumbraba la maldición de Bonne desde que la llevara por última vez, el día en que matara al hijo de ambos.

Procedía despacio y con rumbo vacilante, como si fuera ciego; como si estuviera oscuro y todas las estrellas para la navegación ocultas por la bruma. Caminaba encorvado, y uno creería que aquel cacharro de acero que llevaba embutido en el cráneo le clavaba los huesos a la tierra de tanto como se hundía aquella alta figura. La aguja de Bonne entraba y salía, inquebrantable, entre las prietas puntadas.

– ¿Adónde se dirige? -preguntó Amanieu, y dejó caer sobre la mesa dos bolsas de cuero que golpearon la madera con un apagado sonido metálico.

– ¡Ajá! -exclamó Bonne-. ¡Ahora veremos qué aspecto tiene un soldado de verdad!

Tironeó de los bordes de la servilleta para mantener el zurcido, con el cual prolongaba la vida de la servilleta durante al menos una semana, lo más igualado posible.

Flore le dijo a Amanieu:

– Se va al desierto. Dice que el calor conseguirá quitarle el yelmo.

Para Amanieu aquello no tenía sentido, y se encogió de hombros; pero como todos los demás, a excepción de Bonne, observó cómo César cruzaba el patio cual cangrejo y emergía al calor del día. Los pies recubiertos de malla arrastraban y levantaban el polvo, los miembros aparecían desgarbados, flojos y torcidos; sólo la cabeza se mantenía con aplomo en lo alto de aquella desmelenada mole contra la nota discordante del yelmo. Por fin, se desvaneció al volver la esquina de la torre del homenaje.

En ese momento, Bonne rompió a llorar y empezó a tirar por los aires el montón de telas viejas que se hallaba sobre la mesa a la espera de sus cuidados.

– ¡Oh, mirad! -exclamó-. ¡Mirad qué inútil resulta! ¡Está todo ajado y hecho jirones!

Todos los demás se sobresaltaron y se la quedaron mirando.

– ¡Y bien! -lloriqueó, y trató al pobre y viejo tejido cual masa que estuviera trabajando-. ¿Cómo voy a mostrarle esto al eminente primo Roger? ¿Cómo voy a ponerle delante estos harapos al vizconde, nuestro señor? -Abandonó la tela y se quedó sentada frotando y alisando con los dedos la vieja madera de olmo. Las lágrimas manaban de sus ojos y balbuceaba como una niña de tres años.

Nadie tenía nada que decir. Tan sólo el mastín, y eso que Bonne nunca había sido amiga suya, salió correteando de la casa y apoyó la negra y leonada cabeza sobre su regazo.

– ¡Oh, no! -exclamó Bonne, y se inclinó para besar al animal, pero luego lo apartó de un empujón-, ¡Oh, no! ¿Cómo vas a ayudarme tú? ¿Acaso podrías hacer algo?

Bonne inclinó la cabeza. Su rostro encantador estaba hinchado y los dorados ojos nublados por las lágrimas, pero aunque hubiera bajado la vista al suelo, a Flore le pareció que echaba una anhelante mirada de reojo, a través del patio, hacia la distante ladera más allá de la torre, la dirección en que César se había marchado.

22

EL TROVADOR

Mosquito había estado en el pozo del interior de la casa, ocupado en sacar agua para los caballos, y apareció entonces en el umbral.

– ¿Quién se quedará con el pequeño y bonito caballo que el pobre Jesús dejó? -preguntó.

– ¿Queréis vos el caballo, Mosquito? -le inquirió Bonne. Había empezado a poner orden de nuevo en el revoltijo de la deplorable ropa de casa. Flore la ayudaba.

– Gracias -repuso Mosquito-, pero esa bestia es demasiado bonachona para mi gusto. Me agradan los caballos con un poco de malicia, como mi Poison.

– ¡Poison! -exclamó Bonne-. ¿Ese desaliñado caballo pío?

– Sí -respondió Mosquito.

Gully salió de la casa y se unió a las otras mujeres con lo de la ropa.

– ¡Señor! -suspiró-. ¡En qué estado tan viejo y lamentable está todo esto! Aun así, si es lo mejor que tenemos, debemos sacarle el mayor partido.

Mosquito trajo banquetas de la casa y Gully acercó una a la mesa. Se sentó junto a Bonne y ahora fueron dos las agujas dedicadas al trabajo de la restauración.

– Vuestra madre zurce con mucha destreza -observó Gully-. Vos nunca llegaréis a tanto.

– Yo diría que no -confirmó Flore; se sentó en la mesa y se dio la vuelta para descender por el otro lado. Allí, Amanieu había abierto las bolsas y extraía metal bruñido. La armadura despedía un brillo lastimero, como un apacible mar invernal.

– ¿Qué hay del caballo? -dijo Mosquito, y se sentó en el peldaño-. ¿Quién se lo quedará?

Flore intervino con rapidez.

– Soy la única de nosotros que no tiene caballo propio; bueno, a excepción de Gully.

– No os preocupéis por mí -repuso Gully.

– ¡Por Dios, Gully! -exclamó Flore-. Las cocineras no necesitan caballos.

– No seas grosera con Gully, Flore -intervino Bonne.

– ¡Oh, vamos, madre! Gully odia los caballos. Chilla si la suben encima de un caballo. ¿Puedo quedármelo?

Bonne asintió, pero cuando sujetaba el hilo entre los dientes para morderlo, Amanieu abrió la boca.

– Ese caballo bayo os quedará bien -declaró-. Conjunta con vuestra cabellera.

– ¡Su cabellera! -exclamó Bonne, mordiendo con ahínco-. ¡La cabellera de Flore! -Agitó sus propios rizos pardo rojizos de modo que rebotaron y se desparramaron plenos de belleza- ¿Qué queréis decir con que conjuntará con su cabellera? Eso es lo último que Flore desearía, ¡atraer la atención hacia su cabellera! Con ese color tan triste y desvaído, siempre lo he creído así.

Flore se hallaba tan ocupada en mostrarle silenciosamente a Amanieu su desprecio por aquella intervención, que eludió el insulto de su madre con facilidad, y escogió de él sólo aquello que le resultaba útil para su causa.

– No me importa el aspecto que yo tenga -mintió despreocupada-, mientras el caballo sea obediente.

Daba saltitos sobre las puntas de los pies, a la espera de que su madre accediera, cuando se produjo otra interrupción. Vigorce, que desde el mordaz diálogo entre Bonne y César y la infeliz partida de este último había permanecido casi como una estatua (una estatua cincelada para mostrar a una figura en un estado de suspendida animación, y reflexionando simultáneamente sobre el amor, la lástima, la lealtad y la pena, y dispuesta en una actitud de adoración asaltada por la duda), Vigorce bajó de su pedestal y le dijo a Bonne:

– ¿No debería ir en pos del señor César?

Bonne rió.

– ¡Mi pobre marido! -exclamó-. Incluso si su materia gris anda suelta dentro de ese yelmo, no notaremos ninguna diferencia en él en absoluto. -Dejó la costura y se arregló el pelo; una breve exhibición para Vigorce.

Flore advirtió que si pretendía asegurarse de tener el caballo debía atacar sin demora, pues su madre estaba dispuesta a desparramar en torno a sí su belleza, y una vez hubiera empezado su hija se tornaría invisible para ella.

– Mi queridísima madre -dijo, cortejándola sin vergüenza alguna-, ¿puedo quedarme el viejo cenete del español, para aprender a montar? -El caballo tenía cuatro años como mucho, y Flore montaba como una árabe.

– Por supuesto, niña mía -aceptó Bonne-. ¿También en eso vais retrasada? ¿No es demasiado tarde ya para que mejoréis? Bueno, quedaos ese viejo caballo y haced lo que podáis con él.