Выбрать главу

– Os conozco -dijo, fuera o no en silencio, al muchacho-. Vos engullís la vida y tratáis de aferrarla. Obtenéis experiencias que no podéis digerir y hacéis que otros compartan ese peso. -Se levantó. Caminó arriba y abajo en la oscuridad y de tanto en cuando vio brillar la inteligencia y la comprensión en aquellos ojos negros, aunque después estaría casi seguro de no haber hablado en voz alta-. Necesitáis víctimas. Hay pocos hombres cuyas almas escuchen lo que decís, y cuando encontráis uno le reconocéis. Ahora me habéis encontrado a mí. Sois un cerdo que sabe cuándo hay una trufa bajo la tierra. -Profirió una risa corta y seca, un graznido, y tras ella supo a ciencia cierta que había emitido un sonido-. Yo voy a ser vuestra víctima, ¡la trufa!

4

ALMAS ENMUDECIDAS

Sentado en el suelo con la espalda contra la pared, se mordisqueó una rodilla, y fue ahora el muchacho quien se paseó arriba y abajo en la penumbra, cruzando una y otra vez el sendero de luz que entraba por la puerta. Oyendo parlotear a Amanieu acerca de su propia historia, en la cual no había muestra alguna de que el narrador acabase de escuchar una terrorífica diagnosis sobre su propia naturaleza, César comprendió que, en efecto, no había conseguido hacer sus comentarios en voz alta.

Tal hecho no emanaba de una ambigua reticencia por parte de César; más bien representaba la peor de sus desdichas. Era ésta que, aunque creía poseer un alma excepcionalmente sensible a lo que las otras almas trataban de decir (como le había dicho en silencio a Amanieu), y era capaz de descifrar aquellos mensajes ocultos que a menudo se esfuerzan sin éxito en emerger de las partes más recónditas de un espíritu humano, cuando se trataba de articular una respuesta, de llevar a cabo esa reciprocidad sin la cual una percepción tan singular podría considerarse poco menos que inútil, se quedaba sin habla. Encontraba qué decir, eso era cierto: formulaba palabras de respuesta. Fracasaba, sin embargo, al intentar transmitirlas. Poseía, al parecer, una anímica intuición capaz de tender un puente sobre el espacio que separa unas de otras las más recónditas partes de un hombre; y podía reconocer qué venía hacia él a través de ese puente. Sin embargo, cuando se trataba de enviar de vuelta información referente a sí mismo… bueno, pues entonces el mecanismo de su voz desobedecía a su voluntad. En vano esperaba ver a sus mensajeras cruzando el puente, llevando la respuesta de su alma a lo que su oído espiritual había extraído de otras almas; una y otra vez comprendía que las palabras que deseaba pronunciar emanaban de él sin sonido, que nadie sino él, ninguna alma salvo la suya, tenía el más mínimo indicio de esa sobrenatural correspondencia.

Cuando sucedía era un acontecimiento extraordinario, como una rara conjunción de planetas. No sentía en su propio rostro, ni veía en el rostro frente a sí, nada que no fueran las meditaciones de los comunes mortales. Pero en lo más hondo de su alma, como la resonancia de un armónico, oía aflorar el vibrante eco en respuesta a una nota emitida por el alma que, en pie o sentada, se hallaba junto a la suya. Y así permanecerían por un instante, únicos entre el género humano, en vísperas de compartir ese divino diálogo de verdades que de otro modo sólo experimentan las almas en el cielo; y era en esos momentos supremos, cuando estaba a punto de iniciar un discurso de pureza sin precedentes, cuando había hallado las palabras que volarían inmaculadas sobre esa maravillosa planicie entre su alma y la de otro (palabras sin el aditivo de corpóreos despojos como el pecado, las pasiones o la flaqueza de carácter), que se quedaba mudo. Venía entonces el descenso a los abismos. Al igual que Ícaro, desde los umbrales de la exaltación caía y caía hasta quebrarse, una vez más, contra las rocas de la frustración, la impotencia y la amarga cuestión: ¿por qué?

Mientras ensayaba las tres respuestas a tal cuestión, permanecía en pie, unas veces durante unos minutos, otras durante horas, con los pelos de punta, los ojos saliéndosele de las órbitas y la máscara de Sísifo en el rostro. La primera respuesta era que debía de haber una imperfección en sí mismo que, a pesar de la capacidad de su alma de escuchar lo que otras decían, le impedía responderles de igual modo: un enemigo secreto en su interior. La segunda, que había sido inspiración del Creador inventar al hombre como una máquina, que no sólo albergara un alma sino que la mantuviera incomunicada; de modo que el debate espiritual o de alma a alma al que aspiraba César se hallaba más allá del humano diseño, y tales aspiraciones resultaban impías. El cielo, por tanto, intervenía para silenciarle.

La tercera respuesta era, en cierto sentido, la menos supersticiosa de las tres, y a ella regresaba siempre porque significaba que aún había esperanzas de llevar su insólito don a la plenitud. Según esa explicación su facultad de escuchar la voz de otra alma suponía un legado excepcional; le distinguía de otros hombres; había sido designado para poseerla ya fuese por la gracia divina o por un raro azar. Lo que debía hacer, simplemente, era hallar a algún otro que compartiera con él tan maravillosa peculiaridad (alguien que, sin duda, tendría también respuestas apropiadas en la mismísima punta de la lengua de su alma), y mediante tan prometedor encuentro, tal unión de dechados, las palabras que tan a menudo había deseado pronunciar surgirían por fin de su garganta, en voz alta y audible para los oídos humanos. Entonces (¡oh, entonces!, mirabile dictu, diría para sí, con cierta precisión) serían dos almas ancladas en la tierra pero que intercambiarían tan magníficas interpretaciones, y tan límpidas percepciones, como las vistas y la atmósfera del paraíso.

César, que requería por tanto un compañero en la interpretación de la voz espiritual, no tenía dónde buscar. Debido al aislamiento de su morada, a la que rara vez acudían visitantes, a lo escasos que eran los habitantes de aquel remoto refugio y a lo nimios que eran los conocimientos morales e intelectuales de éstos, no es de extrañar que se volviera, para liberar la frustrada elocuencia de su ser interior, hacia su esposa Bonne.

Lo único que Bonne sabía al respecto era que se había añadido una extrañeza adicional a la vida que compartía con César. A éste le resultaba obvio que, para que su anhelado coloquio se produjese, las almas debían llamarse la una a la otra de forma espontánea y no ser presentadas por una tercera; ni siquiera por parientes tan cercanos como el corazón o la mente. Así, no le había dicho a Bonne que de tanto en cuando, en lo que consideraba momentos propicios, su alma dirigía el oído, alerta, hacia la mismísima alma de su esposa. Ni le había explicado que, en su búsqueda, el alma de él insistía, una y otra vez y durante horas y horas, en que el cuerpo de César, que la albergaba, se mantuviera cercano al de ella; de modo que sus dos almas pudiesen permanecer lo bastante próximas como para oírse espiritualmente en caso de que la de Bonne, como la de César creía posible, hablara de improviso, presa de un antojo, justo cuando menos se esperaba.

Al principio (hacía dos años que esa esperanza de hallar una explicación había invadido a César y que se había embarcado en tales ejercicios), Bonne se había ruborizado, pues en la misma década en que se casaron su amistad sexual se había apagado. Supuso por tanto que iba a verse reanimada, pues si se hallaba sentada sobre la hierba, o sobre una tapia, César aparecía para sentarse junto a ella; o si estaba cortando verduras en la mesa de la cocina, se le plantaba delante y se inclinaba hacia ella con ojos llorosos por el vaho de cebolla. Al principio así lo creyó, y por tanto ni siquiera le dio importancia a que César la siguiera cuando paseaba por la pradera o cuando cruzando el puente descendía hacia las viviendas de la servidumbre, siempre a un paso, próximo hasta lo imposible, ya fuera detrás, como instándola a proseguir, o caminando de espaldas ante ella y con el rostro ladeado hacia el suyo, y en ocasiones inclinándose mientras caminaba marcha atrás y acercando el costado de su cara, la oreja para ser precisos, al estómago de ella, como para oírlo burbujear.