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– Gracias, madre -aceptó Flore, y mostró gran sabiduría al no precipitarse a ver a su flamante caballo, sino que aguardó con calma a que su madre hubiera perdido interés en el tema.

Bonne se dedicó, en primer lugar, a cautivar a Amanieu. Como a través de una bruma, recordaba haberle esclavizado en el banquete, pero se dio cuenta de que desde entonces le había desatendido, lo que era bastante negligente. Bonne siempre había mantenido, en los viejos tiempos, que el camino hasta el corazón de un hombre era a través de su armadura.

– Un buen arnés, ése que tenéis ahí -le dijo- ¿Dónde está hecho?

– Es germano -respondió Amanieu-. Maté a un hombre por él.

Vigorce se sentó de pronto. Gully había vuelto a la casa, y volvió con vino y pan, que puso sobre la mesa.

– Una valiente hazaña, sin duda -le dijo Bonne a Amanieu, recordando cuánto le aburrían en el pasado las valientes hazañas que le habían relatado.

– No -repuso Amanieu-. Un truco sucio.

Vigorce le miró fijamente.

Bonne quedó profundamente intrigada por las palabras de Amanieu, y por tanto le desdeñó de inmediato.

– Mi querido capitán -se dirigió a Vigorce, en el otro extremo de la mesa-, ¿qué opináis de una armadura como ésa? ¡Flore, dadle al capitán este vaso de vino!

Vigorce bebió dos vasos de vino, más o menos como si lo hiciera de la mano de la propia Bonne, antes de decir nada. Cuando habló, su voz sonó profunda y llena de respeto por aquel finísimo acero expuesto sobre la mesa.

– Es la mejor que he visto -repuso. Miró a Amanieu, casi con aprobación, y añadió-: Mataría a un hombre por ella.

Había dos formas de interpretar aquello, y Amanieu se percató de ambas, pero asintió complaciente y bebió del vaso que Flore había llenado para él.

– Es germana -dijo de nuevo-. Creo que apenas estaba recién hecha, tendría unos dos o tres meses, cuando la vacié de su propietario.

– ¡Dios mío! -exclamó Bonne-. Habláis sin rodeos, jovencito.

– Cuando es conveniente, me gusta decir las cosas tal como son -sentenció Amanieu-. ¿Es pan eso de ahí?

Flore le pasó un poco de pan y dijo:

– El sólo mata a la gente a propósito.

Tales palabras, que habrían sonado extrañas entre otro grupo de gente, fueron fácilmente interpretadas como un tributo. Todo el mundo pensó en César, que había matado a su hijo por error. Flore se dio cuenta, sin embargo, de que se había precipitado al exponer su amistad con Amanieu, y decidió no decir nada más.

Vigorce recordó entonces que César se hallaba preso en su sofocante armadura sólo porque él, el capitán a sueldo, le había prometido a su señor que con aquello lograrían la partida de Amanieu. Se dispuso, por tanto, a seguir adelante con su conspiración.

– ¿Sabéis -le dijo a Amanieu (y en su oscuro rostro borgoñón apareció tal expresión de astucia que el joven miró alrededor, y en especial detrás de sí)-, os habéis dado cuenta de que en el norte podríais hacer una fortuna con una armadura como ésa?

– ¿Cómo? -quiso saber Amanieu-En las justas. Las justas hacen furor allá arriba. Hay dinero de por medio; premios. El ganador se lleva el caballo y la armadura del otro, justo como vos conseguisteis ésta. -Vigorce contempló el acero nuevo que resplandecía frente a sí-. En una buena jornada, un caballero puede vencer a otros cinco o seis. Eso es más de lo que obtendríais en los caminos. -Vigorce se estaba arriesgando en ese punto, pero Amanieu simplemente enarcó las cejas y rió-. Muchos de ellos vuelven a comprar su arnés, el mismo día. Hay un caballero inglés que el año pasado se sacó con ello quinientas libras.

– ¡Quinientas libras! -exclamó Bonne-. ¡Dios sea loado! Con eso podríamos construir el castillo. -Lo reconsideró-. ¡Y en un año!

Observó a Amanieu, midiéndole, pero lo cierto fue que todos los ojos en torno a aquella mesa hicieron lo mismo. Cantidades como ésa eran dignas de reyes y príncipes. El desayuno prosiguió en silencio, a excepción de los sonidos producidos al tragar mosto y masticar pan seco.

– No tengo la complexión necesaria para ello -replicó Amanieu-, y no soy un caballero.

– Tenéis la astucia -dijo Vigorce-. Habéis sobrevivido a tres años de guerra. Si quisierais vencer, venceríais.

Bonne tiró a un lado la costura. Maldición, ¡aquello rayaba en lo excitante!

– César puede armaros caballero -declaró-. En los viejos tiempos, cuando era un gran soldado, nombraba caballeros, y puede hacerlo ahora con vos.

Flore, sin embargo, no deseaba que Amanieu fuera caballero, ni que se marchara a las justas en el norte.

– Si os hacen caballero, eso os estropeará -dijo-. Los caballeros son virtuosos.

Amanieu le sonrió.

– Eso son rumores -explicó-. Los caballeros son tan granujas como el resto de nosotros.

– ¿Cómo se hace? -preguntó Flore a su pesar.

– Debe pasar la noche en la iglesia -respondió Bonne de inmediato-, y mañana, cuando César vuelva del desierto, le armará caballero con esa espada. -Y añadió-: ¡Maldita sea! Es absurdo tener una armadura como ésa y no hacerse caballero cuando uno tiene la oportunidad. -Clavó su deslumbrante mirada en él, y quedó claro que estaba un poco achispada-. ¡Por todos los cielos, muchacho! ¿Acaso vais a impedir que todos nos hagamos ricos? César os armará caballero, pero seré yo quien se ocupe de los arreglos financieros; ¡nos deberéis algo por ello!

– Entonces debo mantener brillante mi armadura -repuso Amanieu, y con la ayuda de Flore devolvió la cota de malla germana a sus magníficas bolsas de cuero. No había dicho ni que sí ni que no, y mientras los comensales trataban de discernir adonde habían llegado con todo aquello, descendió más vino por sus gargantas.

Amanieu se echó las bolsas al hombro.

– Enseñadme vuestro caballo -le dijo a Flore-, y os diré qué opino de él.

Cuando se marcharon, seguidos por el mastín, una moderada perplejidad cayó sobre los comensales, perdido ya el centro de su interés. Se apiñaron en torno a la mesa, pues se trataba de un terreno común y palpable.

– ¡Arrojad la costura al otro extremo de la mesa, Gully! -exclamó Bonne, efervescente, sin que ni ella supiera el objeto de su desafío-. Vamos a emborracharnos y a derramar el vino.

Tendrían que haberse puesto a la sombra, pues era mediodía y el sol ardía y refulgía sobre sus cabezas. Poco a poco se sintieron estúpidos, y apenas hablaron. No bebieron el vino a grandes tragos, sino en sorbitos regulares y con una especie de atención y de expectación, como si algo oculto y muy importante pudiera descubrirse en aquel tosco vino de un rojo pálido; algo que podía hallarse en el siguiente trago o que quizás esperase aún en la lengua desde el anterior.

Aquello fue demasiado para Gully, que se metió debajo de la mesa, a la sombra, y se durmió entre ronquidos. Languidecieron en aquel calor implacable, absorbiendo el cálido vino. Bonne reía de vez en cuando, aunque no decía nada; y agitaba la cabeza en movimientos lentos, soñolientos, y miraba a Vigorce. El rostro sofocado del capitán le devolvía la mirada. Mosquito los miraba a ambos, y hubiera preferido hallarse con los caballos; pero quería vino, mientras durase. Rara vez cantaba un pájaro o zumbaba un insecto, aquel mediodía. Hacía calor y todavía reinaba el silencio. Eran como tres figuras en una pintura, atrapadas allí para siempre jamás.

En la pintura apareció un pequeño burro, que se plantó junto a Vigorce y consideró a Bonne desde su inteligente mirada.

– ¿De dónde has salido tú? -le preguntó ella.

Antes de que le respondiera, vio a un hombre detrás del animal, a lomos de una alta mula.

– En el nombre de Dios -dijo Bonne-. ¿Quién sois vos?

– Soy Saturnin de Cucuron -respondió el hombre de arriba abajo, como si le hablara desde el cielo.

Se tambaleaba en la visión de Bonne como si saltara de un ojo al otro, y de vuelta otra vez. Bonne luchó contra semejante distorsión e hizo que se quedara quieto. Era una figura delgada y tiesa en sombríos tonos marrones.