– ¿Por qué estáis tan delgado? -le preguntó.
– Por la melancolía -respondió. Bonne creyó verle sonreír, pero sus ojos no veían con claridad.
– Bajad de ahí -le ordenó-. ¿Quién puede veros ahí arriba?
Desmontó de la mula y ató las riendas a una anilla en la pared de la casa.
– Esta criatura se escapa -explicó de pie, ahora junto a la cabecera de la mesa. Le hizo una reverencia a Bonne, seguro de su elegancia, y volvió la cabeza a modo de saludo hacia sus compañeros en la bebida-. ¿Soy bienvenido? -preguntó.
– ¿Para qué? -exigió Vigorce incorporándose a medias, con una rodilla en la banqueta, celoso de toda aquella demostración de confianza y estilo. Se tambaleó, y el burro impidió que se cayera. Se aferró a la carga que llevaba en el lomo para sujetarse, y arrancó un musical sonido.
El recién llegado rió y siguió dirigiéndose a Bonne.
– Por mi música -dijo. Su voz era cálida pero con un dejo amargo y profundo al hablarle a Bonne-. Por mis versos.
– ¡Ah, por todos los cielos! -exclamó Bonne, y se levantó-. ¡Sois un trovador!
– Sí, lo soy -repuso él.
– ¡Qué felicidad! -gritó Bonne, y le echó los brazos al cuello.
Cuando le hubo dado la bienvenida, propinó una patada a Gully para que saliera de debajo de la mesa y envió a la pobre anciana a la cocina.
– ¡Carne para mi invitado, Gully! -ordenó-. ¡Y un vino mejor que éste!
– No hay otro -respondió Gully con gravedad-. ¡Es una lástima! -Hizo un gesto para indicar que su señora no tenía tres dedos de frente y se marchó.
– ¡Pues trae una jarra mejor, entonces! -exclamó Bonne tras ella-. ¡Y bien! -Llenó de vino su propio vaso y se lo ofreció al visitante mirándole a los ojos-. Debéis de estar sediento -dijo-. ¡Bebed de mi vaso! -De nuevo mostraba gran entereza; estaba quemando el alcohol que corría por sus venas, de modo que su rostro se purificaba de la bebida ante los*ojos del trovador-. ¿Vos creéis que soy hermosa? -le preguntó-. ¡No! ¡No me respondáis! -Se volvió hacia Vigorce, y vio que estaba sentado de nuevo en la banqueta, con los codos sobre la mesa, ocultando el rostro y con los dedos entrelazados en la mata de pelo entrecano.
Ante la puerta de la casa, Mosquito descargaba el burro. Sostuvo una pequeña arpa, con cuidado.
– Trovador -dijo Bonne, y le cogió de la mano-, traed vuestro vino, ¡pero venid conmigo!
Le guió bajo la arcada de la torre de entrada y recorrieron un trecho de ladera hasta hallarse sobre el bosque de robles que descendía hasta la distante planicie; aquella planicie que ella adoraba observar, entre ensoñaciones; la planicie que resplandecía a la luz del sol y discurría hasta la bruma de las lejanas montañas. El observó todo aquello y suspiró.
– ¿Por qué suspiráis? -preguntó Bonne-. ¿Acaso no es hermoso, no os atrae?
– Espero que no me atraiga -respondió él-. Acabo de venir de ahí. Ya os lo dije, soy un hombre melancólico; por eso suspiro.
Bonne observó su rostro y dijo:
– Vuestros ojos son de diferente color.
– Uno es gris -dijo él-. ¿De qué color es el otro?
Su boca parecía crispada, quizás a causa de los pesares, pero era lo bastante llena como para resultar amable. Bonne la resiguió con un dedo, mientras consideraba el otro ojo. Era de todos los colores: negro, gris, marrón, rojo, azul, verde y amarillo, confundidos en una oscura y ahumada penumbra.
– Es del color de las sombras -respondió.
El pareció complacido.
– Sí -confirmó-. Muy bien.
– ¿Ve? -preguntó Bonne.
– Sí -repuso él-. Ve. -Los ojos parecían estar muy lejos, bajo las negras cejas, y desde sus cavernas le sonreían.
– Os lo pregunto de nuevo -dijo Bonne plantándose ante él en su viejo atavío verde de ama de casa, con la fresca brisa del atardecer apartándole del rostro el cobrizo cabello, y los ojos dorados recelosos pero levemente esperanzados- Os lo pregunto: ¿os dicen vuestros ojos que soy hermosa?
El rostro de él parecía desconsolado, pero Bonne se percató de cuán atractivo era, con aquella nariz recta y una frente inteligente, aquellos ojos hundidos y desconcertantes, y una piel de un maravilloso tono dorado. ¡Dios fuera loado, aquel hombre era de veras hermoso! ¡Y un trovador, por si fuera poco!
– Algo más que mis ojos -repuso- me dice que sois hermosa.
Un sonido escapó de Bonne, como un graznido en lo hondo de la garganta entre un sollozo y un gemido de placer.
– Entonces, ¿haréis…? -preguntó-, ¿haréis…? -repitió, y añadió precipitadamente-: ¿haréis una canción sobre mí?
– Sí -repuso él.
– ¿Sobre mí?
– Sí. -Apuró el vaso y pareció desamparado.
– Quiero decir, ¿compondréis una canción sobre mi belleza? -Desde luego había una gran tristeza escrita en su rostro, pero la sonrisa que esbozó fue, por su tristeza, aún más dulce.
– A eso me refería yo también -dijo.
– ¡Oh! -exclamó ella- ¡Oh!
– Sin embargo… -prosiguió él.
– ¡Sí!
– Debo estudiar vuestra belleza, pues no bastaría con decir simplemente que es incomparable: debo dediqué es en sí misma. Por tanto debo aprender sobre ella.
Tendréis que posar para mí como para un pintor. Tendré que permanecer aquí un tiempo considerable. -El ojo gris se encontró con la mirada de Bonne, pero del oscuro y umbrío no estuvo segura-. Además -añadió él con resolución-, debo recibir mis honorarios. Al contado; el pago completo al concluir el trabajo.
Bonne estaba radiante. Era como una explosión de sol sobre la verde ladera. Era júbilo encarnado. Su belleza lucía en todo su esplendor… ¡Desprendía belleza! El poeta la miró y la luz resplandeció en el ojo pleno de sombras.
– Soy afortunado por haber venido hasta aquí -declaró-. Debéis de ser la mujer más hermosa de la tierra. Vuestra belleza extraerá de mí una excelente canción. Cada uno de nosotros será inmortal. Debemos establecer la tarifa en consecuencia.
Bonne se hallaba inmersa en tan agradables palabras, y cerró los ojos de pura dicha.
– Acepto vuestras condiciones -dijo alegremente-. Tendréis mi magnífica joya como pago: tres piedras engastadas en oro antiguo, y posee magia. En cuanto a permanecer aquí, podéis vivir en mi casa para siempre. -Abrió los ojos y el oro que en ellos había pareció recién bruñido-. Posaré para vos día y noche, para que me conozcáis a mí y a mi belleza. ¡Oh, posaré para vos completamente desnuda, si hacéis una canción sobre mí!
– Eso supondría un buen comienzo, desde luego -replicó el taciturno trovador-. Deberíais, sin embargo, llevar para las sesiones vuestra joya de tres piedras engastadas en oro antiguo, y así contaría con eso y con vuestra belleza para hacer salir al exterior mis mejores aptitudes. ¿No he oído a alguien hablar de comida?
23
Aquella noche temprano la luna se alzó por lo bajo para colgar suspendida de una única estrella, y se hundió antes de la medianoche. La estrella era el planeta Venus, que continuó elevándose.
Antes de que la luna se pusiera, César despertó a causa de la lengua del mastín que le lamía la cara. Cuando lo maldijo, el vigoroso can mostró su deleite posándole una pata poco firme sobre el pecho y la otra en la nariz. Resbaló, y con una de sus tambaleantes pezuñas le arrancó el yelmo incrustado de la cabeza.
– ¡Ajá! -se jactó César-. ¡Ah, estimable bestia, sabueso inteligente! -Aunque añadió-: ¡Pero aparta! ¡Buen perro! ¡Siéntate! -El mismo se incorporó hasta sentarse y se llevó los dedos al lacerado cuero cabelludo con cautela-. No está muy contento -le explicó al interesado mastín-, pero el aire nocturno le sentará bien. -Le parecía que las orejas, que habían quedado dobladas bajo el yelmo, no habían asumido aún su forma original, pero resultaba difícil decirlo con sólo tocarlas-. No necesitaré capote -le dijo al perro-, pues fuera hará calor.