Lo cierto era que después de todo, César no había pasado el día rustiéndose en aquella armadura al rojo vivo, sino que había merodeado por el fresco suelo de la torre del homenaje. Se había puesto lo más cómodo que pudo, apoyando el cuello sobre el camisote y jubón, de modo que no ejerciera presión sobre el irritante casco. La única penitencia que hasta entonces había sobrellevado de las que prometiera era la de ayunar.
– Estoy muerto de hambre -confesó-. Pero eso le hará bien a mi alma. Venga, vamos a dar un paseo. -Señaló hacia el piso superior, en el que dormían Vigor- ce y Mosquito-. ¡Silencio, o despertaremos a la guarnición! -Salieron al exterior.
César caminó una docena de pasos y se detuvo.
– Bueno -dijo-, ¡al parecer debo hacerlo! -Volvió a la torre. Allí se embutió una vez más en su vieja armadura, mientras el perro gañía entre dientes, impaciente-. Silencio -le ordenó-. Espérate, no hagas tanto jaleo. -Le llevó tiempo, tanteando en la oscuridad en busca de cintas y correas, pero en otro tiempo había estado acostumbrado a hacer aquello, y no tenía prisa. Cuando concluyó le dijo al perro-: Creo que nos eximirán del yelmo -y salieron de nuevo.
Mientras ascendían por el prado desierto, pues las cabras se iban a casa por las noches, la astada luna les acompañó de cerca a lo largo de la cresta de las montañas. Al culminar el ascenso la luna les abandonó. Esperó en los lindes de la planicie de piedra mientras ellos se internaban en el desierto, dando grandes zancadas sobre la roca sólida, tambaleándose precariamente de una piedra insegura a otra, y avanzando con dificultad por los triturados guijarros. El mastín no compartía la intelectual creencia de César de que había sabiduría en aquel lugar, y se habría detenido mucho antes de lo que lo hizo él. De cualquier forma, le acompañó hasta el olivo silvestre en que la abeja le picara en la mano y allí, tras permanecer inmóvil unos minutos y verse olvidado, el perro se tumbó y se durmió.
La luna no tardó mucho en seguir el ejemplo del perro. Su pálido y virginal creciente se deslizó con decoro tras las colinas para descansar. Venus ardió más brillante. César sintió, desde su interior, las preocupaciones que marcaban su rostro; y el beso que Venus posó en ellas. El mundo de piedra presionó hacia arriba, bajo sus pies, y desde la alta planicie rozada por la luz de las estrellas, César se elevó hacia el negro cielo. Sintió el cerebro contra el cráneo, la sangre deslizándose por su carne. Vio la luz y la oscuridad penetró en sus ojos. Escuchó el sonido de las montañas y de la noche como si fluyeran al igual que el incesante mar. Pensó, por tanto, en Lucrecio y la teoría de los átomos, pero aún se elevaba hacia la diosa.
Ante ella se sintió cohibido. Trató de describirse a sí mismo.
– Hierro soy desde los tobillos hasta el alma -dijo.
No oyó respuesta alguna. La diosa no volvió a besarle, y su resplandor no fue más brillante porque él estuviese allí. ¿Estaría disgustada? Y aun así, con toda seguridad, le había atraído hacia ella, pues ¡difícilmente habría logrado ascender por su cuenta!
¿Se habría equivocado de diosa?
¿No era Venus, acaso, la divinidad que, sólo tres días atrás, le había hecho ascender a las vigas, desde donde miró hacia abajo, hacia sí mismo y a Bonne, y vio a un hombre inmerso en resplandor que lloraba a una mujer envuelta en tinieblas?
Ahora pendía, repentinamente inseguro, sobre el olivo silvestre y el mastín sumido en el sueño, como un pálido fulgor entre los fulgores del cielo. Había empezado a dudar. Su fe viró bruscamente y buscó un hogar.
Si no era Venus quien le elevaba hasta aquellas alturas de adoración, ¿quién podía ser entonces? ¿Podía ser acaso…? ¡Debía serlo! Revisó a toda prisa la descripción que de sí mismo le había ofrecido a Venus, pues debía dirigirse a alguien que supiera cómo sentir pesar y que supiera incluso cómo era aquello de ser humano, zarandeado entre el cielo y la tierra. Debía presentarse ante ella con una imagen elocuente de sí mismo, nada mal concebido o autocompasivo.
– ¡Santísima Virgen! -oró. De inmediato, el planeta se desvaneció en una nube, y César empezó a descender-. En la tierra -dijo, presentándose con rapidez a la Virgen-, arrastro un yunque y camino pisando huevos.
Tal explicación de sí mismo terminó en un alarido, y con César cayendo hasta una complicada relación con el olivo silvestre. Desde allí, recogiendo de pasada algunos pequeños y amargos frutos, se encontró una vez más con los pies sobre la planicie de roca.
César se sentía quejumbroso y enojado. Había sido un día espantoso, empezando por el trastorno en las escaleras y acabando con aquella degradación espiritual. Resultaba peculiarmente irritante que no pudiera dilucidar a cuál de las dos sagradas damas había ofendido. En general, creía que debía de tratarse de Venus. Debió haber sido más paciente con ella. Sobre todo, no debió haber pronunciado aquel otro nombre, aquella otra palabra, pues si en efecto había sido Venus quien le había hecho ascender a aquellas elevaciones del espíritu, ahora, tras apostasía tan señalada, nunca volvería a ser Venus de nuevo.
El mastín despertó de sus pesadillas y gruñó, de modo que partieron juntos y amigablemente taciturnos, y tropezando un montón de veces, pues la noche era negra cual boca de lobo y todas y cada una de las estrellas del cielo se habían emborronado.
24
Había transcurrido ya una hora desde que desnudara su cuerpo ante la luna, y cuando aquella brillante hoz abandonó el cielo, Bonne, arrodillada, tendió las manos a través de la ventana para acariciar la luz de las estrellas. Sus brazos resplandecieron lánguidamente en la penumbra, pero ante el dulce y suave lustre que despedían, sus ojos se maravillaron. Se puso en pie y en el mismísimo borde de la ventana para dejar que el velo de pálido fulgor, salido de la noche, cayera sobre ella. Sintió que las estrellas se encendían en ella. Se movió dentro de su cuerpo para dejar que la tocaran. Bajo la luna, había posado tan orgullosa como el mármol, pero ahora suspiró y se movió inquieta, se acarició la piel resplandeciente y, por el encantamiento que la luz de las estrellas producía en ella, se enamoró de su cuerpo.
Volvió al interior de la estancia, cual susurro de luz en la penumbra.
– Este cuerpo mío es una maravilla -musitó.
Saturnin, aquel atribulado trovador, escupió pepitas de uva a los pies de Bonne. Arregló las almohadas para que resultaran más cómodas y colocó convenientemente a su alcance la fruta, el queso y el vino.
– Hasta dónde puedo juzgarlo en esta comprensiva oscuridad -dijo-, es un cuerpo muy adecuado.
Bonne se hallaba tan excitada consigo misma que no frunció el entrecejo, incluso en la oscuridad, sino que aclaró con voz tranquila:
– No me refiero a sil belleza. Me refiero a su vida.
– No puedo entenderos -repuso Saturnin-. Soy un poeta, no un filósofo.
– ¿Dónde estáis? -preguntó Bonne-. Dejadme espacio.
– Junto a la pared -respondió él- Hay espacio de sobra.
Bonne arrojó aquel cuerpo maravilloso sobre el enorme lecho y se estiró desde un extremo al otro de sí misma. Los ligamentos largo tiempo dormidos despertaron entre crujidos.
– ¡Dios sea loado! -exclamó Saturnin-, Tened cuidado.
– De eso es de lo que estoy hablando -dijo Bonne. Se sentó-. Pasadme las uvas.
Cuando lo hubo hecho, Saturnin recorrió con el nudillo del dedo índice la espina dorsal de Bonne.
– ¡Ooh! -exclamó ésta-. Por fin se emplea a fondo.
– ¿Estáis impaciente? -preguntó el trovador.
– No estoy segura de estarlo.