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Se hallaba sentada sobre los talones, y él acarició sus invisibles nalgas en la oscuridad.

– Bueno -dijo-, deben seguirse ciertas reglas.

– Las reglas del amor son públicas. Nosotros somos privados -replicó Bonne. Se levantó ligeramente apoyándose en las rodillas para dejar que los dedos de él quedaran debajo de sí, y allí dispuesta osciló como una serpiente encantada.

– Reglas poéticas -explicó él-. Me refiero a reglas poéticas; como la de que la canción sobre un amor no correspondido debe venir antes de que la pasión sea consumada, no después.

Bonne le apartó la mano, que en cualquier caso no había llegado tan lejos como ella habría deseado, y se puso en pie de nuevo.

– Los trovadores tienen licencias, sin embargo -repuso más asombrada que enojada-, y las damas tienen licencia con los trovadores.

Saturnin rió.

– Sólo en público. Sólo en compañía. En privado, serían tan pecadores en su apareamiento como cualquier otra pareja en su pecar. -Se hizo un expectativo silencio, hasta que en tono profundamente enervado añadió-: Lo que quiere decir, casi como cualquier otra pareja.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Bonne, de nuevo a la luz de las estrellas, y añadió-: Precisamente ahora no importa. No me lo digáis precisamente ahora. -Acarició su propio cuerpo con los ojos y éste resplandeció bajo su mirada, tentándola: su propia carne-. Mi cuerpo es una maravilla -continuó- porque tiene vida propia. Mi cuerpo es una criatura en sí mismo, y con vida propia.

– Eso que decís es algo excelente. Podría dar pie a una canción.

– ¡Ajá! -exclamó Bonne sin hacerle caso-. Me quiere a mí; es a mí a quien mi cuerpo desea. Y yo lo deseo a él.

– Seguid -la instó el trovador-. ¡Seguid!

– Mi cuerpo es hermoso y perfecto -continuó Bonne-, a excepción de este pecho que es mayor que el otro… No hace falta que pongáis eso en vuestra canción -añadió, y apretó con suavidad el pecho erróneo, como castigo, o para hacerlo parecer del mismo tamaño que el otro.

– Por supuesto que lo haré -replicó Saturnin-. No seáis tonta, y no os interrumpáis.

Bonne apenas le oyó o se preocupó. Comprimió de nuevo sus pechos, y otra vez, y más y más, hasta que se dejó caer de rodillas. Las últimas palabras que pronunció, antes de ser transportada a mudos éxtasis en el suelo y en la negra noche, de pronto sin estrellas, fueron:

– Tengo el espíritu de una mujer, ¡pero mi cuerpo es mi maestro!

El trovador golpeó contra la pared y siseó:

– ¿Es que existen días afortunados, al fin? Comida, cobijo y estima de una patrona chiflada ¡que compone versos al hablar, y me proporciona una idea! -Estaba tan conmovido que dejó fuera de aquel catálogo, aunque seguro que pensaba en ella, la preciosa joya que todavía no había visto. En aquel momento, se hallaba tan cerca como la esperanza le había llevado jamás de ser un trovador en todas sus facetas, olvidando aquel error fatal, aquella desdicha embrutecedora-. Quizá debería contárselo a ella-murmuró mientras anotaba aquellos versos de Bonne que tanto le habían impresionado-. Está lo bastante loca como para entenderlo. -Apoyó la espalda y miró a la nada.

Durante algún tiempo, la estancia permaneció en calma. En el exterior, los grillos proferían sus quejas entre la hierba y dos búhos cazadores se llamaban el uno al otro. La noche seguía siendo oscura como boca de lobo. Desde ella, Bonne habló por fin:

– ¿Os inspiro tanto como esperabais? -preguntó con inseguridad y algo de timidez.

– Mucho más -replicó él-. Más de lo que esperaba.

– ¿De veras? ¿Saldrá una canción de mí?

– ¡De veras, por Dios! -El fervor empapaba su voz de modo convincente-. ¡De veras, de vos saldrá una canción!

– ¡Oh, estupendo! -exclamó Bonne-. Entonces debemos continuar con nuestra vigilia, pese a la oscuridad.

Saturnin oyó un bostezo y el sonido producido al buscar a tientas y hurgar en la oscuridad, y luego su lánguido paso a través de la estancia. Pronto se derramó una luz a través de la puerta y con ella entró Bonne, llevando una vela: Bonne liberada por la retirada de la luna y las estrellas, Bonne bajo la luz de una vela y exhibiendo su joya.

– ¡Una vela de cera! -exclamó él-. ¡Y vuestra joya! -añadió poniéndose en pie.

– Tengo seis velas -dijo Bonne-. Si las quemamos de dos en dos, nos durarán hasta la mañana.

– Tres piedras, justo como dijisteis, y engastadas en oro -observó él.

– ¿Dónde debo posar -preguntó Bonne- para que me veáis?

– Tres piedras… ¡y una es un zafiro! -replicó él.

– ¡Apartaos, Saturnin, apartaos! ¡Dejadme encender la otra!

– ¡Un auténtico y oscuro zafiro!

– ¡Fuera!

– La amarilla es un jacinto, pero la verde… ¿qué es la verde?

– ¡Charlatán embaucador! -exclamó Bonne-. ¡Dejad de manosearme! -Y le puso la llama de la vela bajo la barba.

Hubo más olor a chamuscado que fuego. Aunque Saturnin profirió un alarido por la impresión, experimentó más indignación que dolor, y no mucho después, para sorpresa de Bonne, pareció más deseoso de disculparse que otra cosa.

– ¡Me he dejado llevar! -dijo, frotándose la barba chamuscada.

– Sí, desde luego -replicó Bonne, y como la vela no se había apagado, encendió la otra con ella, las colocó ambas en el suelo, en el antepecho de la ventana, y se sentó en el banco de piedra frente a ellas, quedando así iluminada de un modo encantador. Alzó la vista hacia él, de pie en el filo de la luz que arrojaban las velas-. Sí, desde luego -repitió-. Me agarrabais y parloteabais igual que un mono. No parecíais vos en absoluto.

– Lo era, sin embargo -dijo él, y se retiró hacia los lugares oscuros de la estancia, frotándose como antes no sólo la barba achicharrada sino todo el rostro, y suspirando varias veces con pesar. Paseó arriba y abajo en las sombras y, al final, se detuvo.

– Estabais manoseándome -dijo Bonne-, y os habéis dejado llevar, como vos mismo habéis dicho, pero no con lascivia, ¿verdad? ¿No había nada de lascivia en vos?

El retrocedió todavía más hacia las sombras.

– No. Me encapriché de la joya, ¡que pronto iba a ser mía!

– Que pronto va a ser vuestra. ¿No os habréis echado atrás en lo de escribir mi canción sólo porque he perdido los estribos?

El se inclinó hacia la luz.

– ¡No, no! Nunca he deseado tanto algo como componer una canción para vos.

Bonne se deleitó con tal afirmación, y con la luz de las velas. Miró hacia la noche a través de la ventana. Las palomillas serían atraídas desde la negrura para perecer en aquellas llamas. Su inmolación constituiría un tributo tanto a su belleza como al arte que iba a hacerla inmortal. Se observó a sí misma, ataviada con aquella nueva e íntima iluminación, y sintió el renovado movimiento de aquellas profundas mareas de sentimiento que antes, bajo las estrellas, su propio cuerpo había despertado en ella. Comprobó que bajo la luz cálida y brillante de las velas resultaba más intensamente deseable.

El hombre permanecía en pie en el borde de su charco de luz.

– ¿Sentís lascivia ahora? -le preguntó.

El negó con la cabeza.

– ¿No la sentís hacia mí? ¿Ni hacia mi hermoso cuerpo? -Se acarició los muslos- Mirad. -Elevó los pechos con las manos-, A la luz de las velas, comprobad la erección de mis pezones. ¿No despierta eso vuestra lascivia? -Negaba con la cabeza, interrogándose.

El descendió desde aquella altiva y consternada actitud para arrodillarse ante Bonne. Le puso una mano en el muslo derecho, y la otra bajo la mano de ella que cubría el pecho izquierdo.

– Sois encantadora -dijo-. Vuestro cuerpo es encantador, y vuestros pechos de erectos pezones son, como idea en sí, embriagadores. Mi canción convertirá todo eso, al igual que vuestro nombre y el mío, en inmortal. ¡Seguid creyéndolo!

– ¡Lo haré! -exclamó Bonne, y toda su superficie se estremeció de pasión-. ¡Lo hago!