El retiró las manos del muslo y el pecho y se puso en pie.
– Vuestro cabello es, al menos por el momento, imposible de describir -dijo, tamizándolo entre sus dedos mientras se apartaba-. Ahora pasearé arriba y abajo y os lo contaré todo. Pondré la comida y el vino junto a vos, ¿eh? -Cruzó la estancia con largas zancadas, de ida y vuelta, lleno de energía y decisión-. ¡Eso es!
– Comeré con esta mano -dijo Bonne-. ¿Continúo asiéndome el pecho izquierdo?
– ¿Qué? Sí, por supuesto. ¿No se os cansa el brazo?
– No, no. Tengo este pequeño estante en que apoyo el codo.
– Bien, bien.
– Estoy posando para vos, después de todo -declaró Bonne con seriedad-. Quiero hacerlo bien.
– Sí, lo sé -respondió él de manera cortante-, pero trato de deciros algo.
– Lo comprendo -dijo Bonne-, pero os honro por la persona que habéis sido desde vuestra llegada, y quiero honraros como mejor pueda, no importa lo que estéis a punto de decir. -Sorbió del vaso de vino-. ¡Debo tener cuidado de no agitar los posos de mi ebrio desayuno! Ahora seré toda silencio.
Saturnin había estado rascándose la mejilla y moviendo inquieto un pie. Ahora se dispuso, con gran rapidez, a exponer su opinión.
– Es el oficio de un trovador el de apegarse, tanto en sus afectos como en su deseo, a una dama; a la dama de algún señor. Y el de interpretar canciones quejándose de que ella le niega la amabilidad de su cuerpo.
– La amabilidad de su cuerpo -repitió Bonne-. No me habría gustado vivir sin escuchar tan melodiosas palabras. -Rozó su propio cuerpo con un beso de aquellos ojos dorados, para recordar su reciente amabilidad para con ella. Comió varias uvas del racimo y habló con la boca llena-. De cualquier modo, tal cosa impone una carga sobre la dama cuyo cuerpo debe ser amable. ¿Amable? ¿Amable? ¿Por qué debe ser amable su cuerpo?
– Sólo es una fórmula poética -replicó Saturnin, irascible-. Sólo os estoy describiendo la fórmula con que el trovador se ve forzado a trabajar, ¡y que a mí me saca de quicio, os lo puedo asegurar, cien veces más de lo que pueda irritaros a vos! -De pronto su voz sonaba mucho más llana y liberada de todo misterio-. ¿Qué me importa a mí que todas las mujeres del mundo sean crueles, o castas? ¡Llamadlo como queráis! ¿Y por qué debe importarme que todas las doncellas vivan inmaculadas para siempre?
– ¿Y qué es lo que debería importaros? -Bonne se sentía insegura respecto a tal pregunta, que sonaba como una declaración. Una sensación de paradoja la contuvo a la hora de entender lo que escuchaba. Continuó-: ¿Cómo pueden vuestras canciones quejarse de que se os niega el cuerpo de vuestra dama -indicó con elegante e inconsciente gesto su propio cuerpo mientras hablaba-, si no os importa si os lo entrega o no?
– Ese es mi gran dilema -respondió él.
– Hablad claro -exigió Bonne-. Mi cerebro está embotado.
– Escuchad, entonces -dijo Saturnin-. Nací para escribir canciones. Interpreto mis propias canciones desde que tenía tres años. Por tanto, nací para ser trovador. Pero a mí no me gustan las mujeres, y por tanto no nací en realidad para ser trovador.
Bonne se temía que su rara felicidad de aquel día y aquella noche estaba a punto de deteriorarse.
– ¿Y qué os gusta a vos? -preguntó malhumorada. Entonces, sin pausa alguna, le comprendió, y añadió-: Os gustan los chicos.
– Sí -confirmó él. Había emergido de las sombras y se apoyó contra el ángulo de la pared frente a ella. Su rostro quedaba a la luz. El pie de Bonne podía tocar el de él. Bonne observó el suelo junto a donde él se hallaba.
– Os gustan los niños. -Observó la llama de la vela junto a la cadera de Saturnin.
– Los niños creciditos -puntualizó él.
Ella fijó la vista en su oreja.
– Sodomía -dijo.
El no dijo nada.
Los labios de Bonne temblaron, pero no lloró.
– ¡Maldito seáis! -exclamó-. Me habéis engañado todo el día y toda la noche. ¿Cómo podéis jurar que haréis una canción sobre mí… sobre este cuerpo? ¡No sabréis cómo! ¡Yo os maldigo, por estafador y mentiroso!
Todavía estaba sentada en el banco de piedra. Se sentía estúpida, plantada allí de forma pintoresca para brillar y resplandecer a la luz centelleante de las velas.
«Pero somos dos en esta locura, y nadie más que pueda vernos -se dijo-. ¿Por qué iba a sentirme estúpida?» Le miró a la cara, y tanto el ojo gris como el nebuloso sostuvieron su mirada.
– Todavía nadie no os ha engañado -le dijo.
– ¡Cristo! -exclamó ella- Callaos, y marchaos. -Pero no pudo detener su voz, que prosiguió a toda prisa-: ¿Cómo iba a saberlo? Parecíais tan guapo, ¡parecíais el hombre de una mujer!
– ¿Y qué importa lo que yo parezca? -Saturnin se separó de la pared-. Lo que importa es lo que parecéis vos, y quién sois, y qué aspecto tiene vuestro cuerpo, y, sobre todo, ¡quién es vuestro cuerpo! A partir de tales cuestiones compondré vuestra gran canción.
Bonne, por una vez, no podía mirarse. Sus ojos se posaban en el rostro de Saturnin con mirada huidiza y entornada. Se había desmoronado de tal modo, se sentía tan vacía y derrumbada, que tuvo la sensación, con la misma claridad que si lo viera desde los ojos de otro, de que su rostro se había tornado mustio y balbuceante como el de una criatura acongojada. Le habían concedido un sueño a mediodía y lo había perdido a medianoche. Si ahora, un instante después, le pedían que soñara de nuevo, no sabía cómo creer o dejar de creer. Aun así, obligó a sus oídos a escuchar. Oyó decir a su propia voz, mofándose:
– Quién es mi propio cuerpo. ¿Qué sentido tiene tal cosa?
– Tiene un nuevo sentido -replicó Saturnin, con bien pocas concesiones al estado mental de Bonne. Hablaba despacio, sin embargo, y articulaba con cautela, como alguien que tratara de compartir un pensamiento con un animal de compañía, o con un pájaro en una jaula-. Tiene un nuevo sentido -repitió-. Se trata de una idea nueva, y ha salido de vos.
Bonne negó con la cabeza ante tal ocurrencia, pero la insistente y cautelosa voz de Saturnin prosiguió:
– Habéis dicho que vuestro cuerpo era una maravilla porque tenía vida propia. «Mi cuerpo es en sí mismo una criatura», habéis dicho, «y tiene vida propia».
– ¿He dicho yo eso?
– Habéis dicho: «Me desea a mí; es a mí a quien mi cuerpo desea».
Los ojos de Bonne dejaron de deslizarse en derredor y se clavaron en el chamuscado manchón de su barba.
– Esperad un momento -pidió. Cuando hubo pensado un poco en eso de que su cuerpo la deseara, frunció el entrecejo para indicarle que continuara.
El paciente y educativo estilo de Saturnin se vino abajo de pronto.
– ¿Acaso no lo veis? -gritó-. Mi querida Bonne, querida señora, podría escribir una canción en la que dijera que vos me deseáis, pero vuestro cuerpo os lo prohíbe; o que yo os deseo, pero mi cuerpo me lo prohíbe; o que vuestro cuerpo me desea, ¡pero mi cuerpo desea vuestra alma!
– ¡Mi alma! -exclamó Bonne con un respingo-. Yo habría creído que mi propio cuerpo desearía mi alma.
– ¡Sí, sí! -dijo él-. Me refiero, sin embargo, a que esa idea que habéis concebido de que vuestro cuerpo tiene vida propia es de gran originalidad, y que las canciones que hagamos sobre vos y vuestro cuerpo serán únicas, y nuevas, y famosas.
Ella le había entendido.
– ¿Queréis decir que podríais escribir una canción que dijera que no es la propia dama la que os rechaza, sino la criatura que hay en su cuerpo?
– Sí. ¡Eso es!
– ¿O podría ser, diría la canción, la criatura en vuestro cuerpo la que os negara la dama a vos?
– Lo habéis captado perfectamente -dijo el poeta-, aunque creo que la segunda sería demasiado compleja para empezar, hasta que hubiésemos establecido la idea y hecho de ella una moda.
– ¡Una moda! -exclamó una Bonne que ella recordaba muy bien-. Las canciones sobre la dama Bonne… ¡de moda! -Se le ocurrió algo, y se mordió el labio-. ¿Quiere eso decir que aunque os gusten los niños, debería decir los niños creciditos, mi idea es tan original que podéis escribir una gran canción, o varias, como ahora decís, sobre mí y la belleza de mi cuerpo?