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El se incorporó, pues se había doblado por la cintura en su necesidad de persuadirla.

– Exacto -confirmó, y se enjugó el sudor del rostro con una manga.

Bonne suspiró y emitió una leve risilla.

– Vaya tensión supone -dijo-, esto de posar para la canción de una. ¿Es siempre así el arte?

– No me habléis de ello.

– También yo estoy empapada en sudor -declaró Bonne-. Me quedaré aquí sentada y confiaré en refrescarme, ahora que me he calmado de nuevo. -Rió por lo bajo- Me he enojado tremendamente cuando habéis tratado de ponerle las manos encima a mi joya, en lugar de a mi jadeante pecho.

– Debéis saber que soy profundamente avaricioso -aclaró Saturnin- y que codicio vuestra joya. -Carraspeó, humedeció la lengua repentinamente seca y añadió con voz ronca-: No me quedaré con vuestra joya. La idea que me ofrecéis es la única idea poética que haya recibido jamás de las mujeres. Es posible que hayáis acabado con mi mala suerte. Cama y comida, hospedaje para mí y mi montura, y algún simple presente cuando las canciones sean cantadas, eso es todo lo que pido.

Bonne apenas podía creer lo que oía.

– Adoro mi joya -confesó-, que además es mi talismán, de modo que os lo agradezco. -Negó con la cabeza en comprensivo gesto-. Vaya dilema el vuestro: un trovador sodomita. Me hará feliz pensar que haya sido el medio para revitalizar vuestra carrera. El hecho de que así será, me lo tomo como un considerable cumplido hacia mi persona, y hacia mi cuerpo.

A él le habían educado bien.

– No lo niego -repuso.

– Mi querido Saturnin -le dijo Bonne-. Marchaos a descansar.

Se retiró al lecho en las sombras, y Bonne siguió sentada mirando hacia la noche, iluminada desde abajo y más que nunca por las consumidas velas, mientras el sudor se enfriaba sobre su cuerpo, refrescándolo.

25

ILUMINACIÓN

César avanzaba con torpeza a través de la noche. Estaba prácticamente agotado de andar a trompicones por la planicie de piedra en la oscuridad. Había forzado tobillos y rodillas en un centenar de intentos por mantenerse en pie, y había caído cuan largo era una docena de veces. Incluso en el prado y en la herbosa ladera se había tambaleado de un agujero al siguiente. El perro hacía mucho que le había abandonado, declinando actuar de acompañante de tanta incompetencia y desdicha. César nunca había visto una noche tan negra en toda su vida; lo bastante negra como para sofocar el alma de un hombre dentro de su cuerpo. Anduvo en una completa ceguera, hasta que, al doblar un recodo, en el invisible paisaje apareció ante él una luz amarillenta, que le atraía hacia el fin de tan calamitoso viaje.

César anhelaba su hogar. Rechazado rotundamente por Venus, aquella veleidosa deidad, y tras fracasar en el intento de recalar en los compasivos brazos de la Santísima Virgen, había perdido el temple para la aspiración divina. El poco valor que le quedaba se lo habían arrancado a golpe de porrazos, y de tropezones, en su ignorante salida de aquel su desierto de las montañas. Y ahora, al ver aquel alegre portento frente a sí, aquella luz guiadora que en tal grado desafiaba tanto a la oscuridad real como a la simbólica, se sentó y lloró. Sus lágrimas eran lágrimas viriles, sus sollozos eran declaradas risotadas por sus aliviadas tribulaciones y no meros gimoteos, y después de enjugarse los ojos y dejar de resoplar y sorberse la nariz, partió de nuevo con cierta esperanza y expectación. También las piernas, aunque temblorosas por la fatiga y los errores de nocturno deambular, hicieron que los pies pisaran a partir de entonces con pasos decididos, y pronto empezaron a dar largas zancadas. Fue como si la distante luz tuviera un misterioso poder para guiarlas mucho antes de iluminarles la senda.

Durante el trayecto hacia la luz amarilla, César sabía que estaba siendo arrancado del abismo de desesperanza en el que la noche le había sumido. César no se desenvolvía bien en la oscuridad; a su corazón y a su alma les sentaba de maravilla la claridad, y ambas partes de su naturaleza le dirigieron hacia la luz como fuerzas ocultas en un imán. Incluso entonces pudo sentir las mismísimas fibras de su alma que se entrelazaban, pues tal era la rapidez con que empezaban a sanar, y las hebras de su corazón que se tensaban como en un arpa afinada.

Para cuando llegó a detenerse en el resplandor de aquella luz que le hacía señas, se hallaba dispuesto para elevarse una vez más hacia su destino. Cualquiera que fuese la divinidad que se hallaba ante él, cualquiera que fuese esa diosa que resplandecía tan tardía, tardía y solitaria en aquella noche tan larga, estaba dispuesto a ofrecerle, desde aquel sublime estado al que por tercera y última vez exhortaría a su ser, a ofrecerle… a ofrecerle lo que fuera que aquellas divinidades del cielo, sobre el olivo en la planicie de piedra, habían rechazado. No conseguía recordar ahora qué era aquello o si, de hecho, había tenido alguna vez un nombre; no importaba, cualquier diosa que se preciara sería capaz de leerlo en su rostro. Cruzó, por tanto, el charco de luz, y miró hacia la ventana de la que se derramaba.

¡Dioses! ¡Era su esposa! ¡Era la diosa, pero era Bonne! Por decimotercera vez aquella noche cayó al suelo con un ruido sordo. Aterrizó sobre las rodillas, y sus manos se aferraron al alféizar de la ventana: pareció un hombre en un reclinatorio, y empezó de inmediato a adorar. No rezó, sino que adoró, y su devoción fue inarticulada pero precisa. Su alma idolatró a la reluciente aparición, su corazón amó la belleza de su resplandeciente forma, y su cuerpo se regocijó en la amistad de aquella humana carne, con la joya respirando al son del sudoroso seno y los pies sucios entre las velas que ardían con luz parpadeante.

Hubiera hecho cualquier cosa, si Bonne no le hubiera obligado a jurar que llevaría la armadura.

26

COMPROMETIDO

Amanieu se había sumido en un sueño que era una irritante versión del paraíso musulmán. Había en él una hurí, en efecto, pero se hallaba en el extremo más alejado de su jardín, jugando cual acuática ninfa en la ribera del río. Durante la mayor parte del tiempo aparecía vestida hasta los tobillos por las ramas de un sauce llorón, o hasta el cuello por las risueñas aguas, y las cambiantes y fugaces visiones que de ella tenía Amanieu, las voluptuosas insinuaciones, le llegaban semiocultas por intervenciones tales como la del agua pulverizada de las fuentes, crecidísimos rosales, un inquieto árbol de jacarandá y bandadas de brillantes pájaros que pintaban sus colores en el aire.

No podía llamarla por sobre el estrépito que producía el río, y no podía acercarse a ella hasta que hubiese identificado al propietario de la voz que le hablaba al oído. Empezó a hacer frío y un fuerte viento lo revolvió todo. Las verjas del jardín se abrieron y cerraron sobre sus goznes, batiéndose con un quejumbroso sonido. La muchacha había desaparecido. El paraíso ya no era lo que antes.

La voz dijo:

– Mi talismán, ¡mi talismán!

Amanieu abrió los ojos. Estaba temblando sobre el suelo de piedra de la iglesia. El primer objeto en que se posó su mirada fue la cruz plana de madera de acebo que colgaba del cuello del fraile, cuyo semblante escarlata y excitado pendía encima del suyo. El fraile se apartó de un salto y le señaló con un dedo acusador.

– Anatema, ¡anatema! -exclamó-. ¡Servidor de Satán! Habéis volado a través de las murallas de mi iglesia.

Amanieu descubrió que había estado durmiendo sobre su espada además de en el suelo, y se incorporó de tales incomodidades con lentitud.