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– ¡Callad, chiflado! -le dijo al fraile-. He entrado por la puerta como cualquier otro.

– ¡Demonio! -exclamó el cura-. Dios no permite que me engañéis con vuestras astutas mentiras. La puerta estaba cerrada con llave contra vos.

Amanieu se puso en pie, utilizando como apoyo la espada envainada, símbolo del sentido común. El fraile volvió a apartarse de un salto.

– ¡Escuchadme, hombre! -le dijo Amanieu-. La llave estaba puesta por fuera. Abrí la puerta y entré para mi vigilia. Hoy voy a ser armado caballero.

– ¡Mentís, diablillo desesperado! -gritó el cura-. ¡Os condenáis por vuestra propia boca! Dios os cerró la puerta, y cuando la hubo cerrado, dejó la llave puesta por dentro. No podéis haber entrado por la puerta… incluso yo he tenido que romper la cerradura para entrar.

Dos niños y una niña entraron correteando a través de la puerta forzada y miraron a los adultos con los ojos muy abiertos. Amanieu se dirigió a ellos, logrando así que su voz y su lenguaje fueran tranquilos, y también con más esperanzas de ser comprendido.

– Cuando llegué a la iglesia, estaba cerrada con la llave puesta por fuera. Abrí, entré la llave conmigo, y la cerré por dentro. -Esbozó una agradable sonrisa hacia su pequeña audiencia, uno de cuyos miembros había empezado a asentir mientras él hablaba.

En cuanto Amanieu concluyó, el cura dejó escapar un alarido ensordecedor. Los dos niños dieron un respingó y la niña cerró con fuerza los ojos y se quedó petrificada. Uno de los que habían saltado salió corriendo y abandonó la iglesia, pero el otro tropezó y cayó.

– ¡Escuchadle! -gritó el cura, exultante-. ¡Ahora dice ser Dios! ¡Dice que fue él quien cerró la puerta! Pero nosotros sabemos, ¿acaso no lo sabemos?, que fue Dios quien la cerró.

El niño que había caído se puso en pie con dificultad y, asiendo de los hombros a la niña, la guió galantemente hacia el exterior de la cueva de aquel monstruo. Amanieu empezó a recorrer el pasillo.

– ¡Blasfemo! -dijo el cura con una voz que su griterío había reducido a un ronquido-. ¡Adúltero!

Amanieu retrocedió de nuevo.

– ¿Adúltero? ¿Por qué decís tal cosa?

– La dama Bonne os desea. ¡Negadlo!

– Cierto que desea algo -aceptó Amanieu-, ¿Quién sabe de qué se trata? -Consideró a la criatura abrasada por la pasión que tenía ante sí, el cuello ancho y el rostro rollizo sobre un cuerpo demacrado, los redondos ojos marrones y la gruesa boca con una nariz estrecha y afilada entre ellos.

– Os desahogáis, ¿no es así? Si denunciarais de ese modo a un hombre en la plaza de algún pueblo, le apalearían y quemarían antes de que vos recobraseis la voz.

– ¿Eso creéis? -El hombre se sentía complacido, y esbozó una sonrisita gratificante mientras se arrodillaba a orar. Pareció mucho más saludable, como si hubiera sufrido de estreñimiento y se hubiera tratado con agárico.

Cuando Amanieu llegó al puente, Flore le estaba esperando allí, sentada en el parapeto al sol matutino.

– He soñado con vos -le dijo Amanieu-, pero he tenido un brusco despertar. -Le contó lo del fraile, confiando en hacerla reír, pues estaba un poco pálida.

Flore rió, también, aunque con cierta sequedad. Se incorporó.

– Vamos -apremió-. Le habéis contado al cura que hoy vais a ser armado caballero y él se lo dirá a toda la aldea. Vendrán aquí arriba para no perderse la diversión.

– ¿Diversión? -repuso él-. Habrá terminado en un par de minutos.

– ¡Bueno! -exclamó Flore, y la sangre le arreboló el rostro-. De cualquier forma será una ocasión especial. Cualquier cosa que suceda aquí supone un cambio; supone una diferencia. Nadie abriga grandes esperanzas, ¿sabéis?, pero puede resultar una alegría que algo suceda.

– Por supuesto -dijo él, desconcertado pero también reconfortado-. Por supuesto.

Las lágrimas fluyeron en el rostro de Flore.

– ¡Por supuesto, por supuesto! -exclamó-. ¿Qué haré yo para siempre jamás, cuando ya seáis caballero y os marchéis?

Él la apartó del sendero y la llevó ladera abajo hasta que se hallaron ocultos por los árboles. La besó en los ojos y en el rostro, en las orejas y en el cuello. Ella pendía en sus brazos como la víctima de un maleficio, como si un santo la sostuviera, exánime y a la espera de que él hiciera el milagro.

– No sabía que fuerais mía -susurró Amanieu-. No soy la imagen del gozo de una muchacha. Creí que debería ganaros, por las buenas o por las malas.

– Por las malas conseguisteis una parte -dijo ella-. El resto lo hice yo misma. Nos hemos encontrado en el camino. -Se liberó para mirarle de frente-. El Amanieu al que antes conocí -con un ademán indicó los días transcurridos desde su llegada- me dijo que os hallabais en camino. Ahora ya habéis llegado. Os veo en vuestro propio rostro.

– Eso no supone una ventaja para mí -manifestó él.

– Pero sí para mí -repuso Flore-. Mostráis vuestro propio yo. No aparentáis ser quien sois. Esa es vuestra ventaja, para mí.

Alzó el rostro y atrajo la boca de Amanieu hacia la suya. El beso de Flore se sumergió en él y les arrastró a los dos. Nadaron el uno en el otro hasta convertirse en torrente. Se estremecieron; Flore se deslizó hasta el suelo y Amanieu permaneció inmóvil. El rostro de ella se veía afligido, y exclamó:

– ¡Loado sea Dios! Creí que os marcharíais a las justas en el norte.

Aquel pesar todavía hacía mella en ella, y lloró de nuevo con los ojos clavados en él, sacudiendo la cabeza para luchar contra las lágrimas. La brisa producía susurros y crujidos en el bosquecillo de robles, los rayos del sol y el azul del cielo brillaban sobre ellos y el canto de los pájaros se derramaba desde las hojas. Pese a todo aquello, y a la felicidad que estaban forjando entre los dos, había penumbra en el bosque.

– Demasiada felicidad -repuso Amanieu en voz alta. Acababa de compartir su primera confidencia, y Flore esbozó una sonrisa radiante a través de las lágrimas y gimoteó con mayor intensidad que antes.

Cuando se hubo calmado, Amanieu le acarició el cabello y dijo:

– No os dejaré. Resulta útil convertirse en caballero, pero no voy a irme al norte, cuando haya sido armado, para ganarme la vida con despojos. Eso es lo que ellos creen. Vuestra madre está chiflada si cree que voy a hacerlo para enriquecerme y amontonar tributos en su regazo. César y ese capitán suyo quieren quitarme de en medio para cuando el vizconde llegue aquí con el germano a la zaga, ese a cuyo hermano maté. Saben que Roger no tiene muy buena opinión de este lugar, y si descubre que merodean por aquí bandidos y asesinos, me refiero a mí, todavía la tendrá menos.

A Flore le pareció que las últimas palabras sonaban el doble de altas que las demás.

– Roger os ahorcará -repuso airada-. Debéis ir al norte, tendréis que dirigiros al norte para ocultaros. ¡Dejadme ir con vos!

– ¡Escuchadme!

– Sí, Amanieu. -En sus ojos temblaron, a punto, dos lágrimas.

Amanieu lanzó repetidamente al aire la bellota que tenía en la mano.

– Voy a interpretar una especie de farsa. Empezará con la ceremonia de armarme caballero y, si tengo suerte, acabará de una vez por todas con el germano y salvará mi cuello de la soga de Roger. Enjugad esas lágrimas -ordenó, repentinamente indignado-, y no dejéis que broten más.

Flore se enjugó los ojos con el antebrazo.

– ¡Ahora! -exclamó Amanieu-. Cuando haya sido armado caballero, partiré como todos esperan… pero regresaré esta noche. ¡Buscadme esta noche!

Flore le observó hablar. Observó su astuta cabeza con el negro cabello rapado casi al cero, los ojos negros que brillaban en lo profundo de sus cuencas porque (y ella sabía bien que tal era la causa) le estaba contando cosas acerca de sí mismo. Observó su extraña boca. Observó el movimiento de aquel cuerpo desgarbado de brazos demasiado largos, aquel cuerpo indefiniblemente sesgado e incluso contrahecho al que Flore amaba por lo que ya le había comunicado, y al que consideraba con recelo por lo que prometía.