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– Debemos marcharnos -la apremió Amanieu, y sus ojos la observaron como si sólo su mirada, clavada en ella, la mantuviera sujeta a la tierra-. Ahora no hay tiempo para nosotros -dijo-. Habrá tiempo para nosotros más tarde.

– Así será -aceptó Flore. Amanieu sintió que de aquellos oscuros, oscurísimos ojos castaños manaba, reflejada, esa nueva y apasionada necesidad que experimentaba dentro de sí-. Además, mayor honor me rendiréis cuando hayáis sido armado caballero.

27

ACOLADA

– Por fin están aquí -dijo Bonne-. ¿Por qué no lleva puesta la armadura?

– Porque, para empezar, está embalada con su equipaje -explicó César enojado. Se había despertado una hora antes para encontrarse en la ladera, y había estado a punto de rememorar un sueño excepcional (lo había tenido en la punta de la lengua; una visión, ¡una revelación!), cuando el estúpido de Vigorce había aparecido con gran estruendo y proclamando que ya era hora de prepararse.

– No comprendo por qué lleváis la vuestra -repuso Bonne.

– ¿Mi qué? -preguntó César, todavía anhelando aquel desvanecido sueño.

– Vuestra armadura.

– Me quedé dormido con ella -respondió César. Sonó absurdo-. No he tenido tiempo de quitármela desde que el capitán me arrancara a la fuerza de mis sueños. No puedo quitármela ahora; quedaría en ridículo ante el fraile y la gente.

Bonne echó una rápida mirada al fraile y la gente. No se habría sentido ridícula si cada uno de ellos hubiera pasado la noche mirándola con ojos escrutadores a través de la ventana. Alguien lo había hecho, lo sabía. Lo curioso era que en aquel momento supo de quién se trataba, pero no conseguía ponerle un rostro a su embelesado admirador.

De pronto, le anunció a César:

– Van a componer una canción sobre mí. Hay un trovador aquí que dice que le inspiro tal poesía que me haré famosa.

Desde alguna parte, César dijo:

– No me cuesta creerlo. Me gustaría conocer al trovador. Son tipos risueños, por lo general.

– Este no -dijo Bonne.

– Todavía duerme, supongo -repuso César-. Un hombre afortunado.

Vigorce, a quien desde su posición de devoción sin esperanza hacia Bonne tales afables conversaciones entre la distanciada pareja le confundían profundamente, dejó caer las espuelas de oro que realzarían los talones del nuevo caballero. Se las arregló para sujetar la lanza y el escudo.

Bonne se inclinó a recoger las espuelas-Deben de valer algo -comentó.

César primero esbozó una sonrisa y luego rió, con un regocijo que tal vez sólo uno de ellos había escuchado antes. Bonne le miró con sorpresa.

César frunció el entrecejo, como si se hubiera desconcertado a sí mismo, e hizo señas con un brazo.

– ¡Venga, vosotros dos! -gritó por sobre las cabezas de la reducida multitud-. Todos os estamos esperando.

Bonne entrechocó las espuelas de oro para comprobar cómo sonaban.

– Le ha llevado bastante tiempo traerle hasta aquí -comentó-. No tendrían que haber pasado entre toda esa chusma. Esta niña no tiene ningún sentido del decoro.

En su mayor parte, la chusma se componía de siervos adultos que habían llegado con el cura, y de niños que se apiñaban en torno a Flore y Amanieu al trasponer el arco de entrada. Todos formaban una excitada y revoltosa pandilla, y cuando entraron en escena, el fraile frunció el entrecejo y alzó una mano amenazadora, instándoles a calmarse.

– ¡Vamos, vamos, padre! -apremió César-, Estoy seguro de que todos estamos aquí para divertirnos. ¿Diréis una oración?

– No -respondió el cura-. No habrá oraciones para la ceremonia de este hombre maligno.

– Eso sería una lástima -intervino la voz musical y sonora de Saturnin-, Conozco una oración para cuando alguien es armado caballero. Un poeta puede recitar una oración de forma tan audible a los oídos de Dios como un sacerdote.

César se volvió ante tan gratificante llegada.

– Eso sí que son buenas noticias. Sois el trovador de Bonne, supongo. Confío en que hayáis dormido bien. Venid aquí, Amanieu, debemos comenzar.

– ¡Nadie puede burlarse de Dios! -exclamó el cura, gritando.

– Tal vez no seáis vos precisamente el mejor testimonio de tal proposición -dijo Saturnin, con alegría-, Pasadme la espada -añadió. Amanieu se la entregó.

Los niños se calmaron, los mayores se reanimaron, el sacerdote se enfurruñó. Flore acudió a situarse junto a su madre, como debía hacer una buena chica, y justo cuando Amanieu ocupaba su lugar entre César y el trovador, Mosquito guió hacia ellos al caballo Mecklenburg de batalla y al de carga, ensillados y listos para el viaje.

Saturnin asió la espada desnuda de Amanieu por la hoja y la alzó hacia el cielo, de modo que Dios pudiese verla mejor. El sol le arrancaba destellos y los proyectaba en los rostros de los campesinos, quienes se sintieron agradablemente afectados por compartir, de aquel modo, el gran acontecimiento. El fraile cerró los ojos y se retiró a su propia alma. Las golondrinas hendían el aire sobre la espada y las alondras iniciaron sus cantos de la jornada. Gully salió de la casa. Cerca de ella, las últimas caléndulas sonreían hacia el cielo azul y brillante, pero ya diluido y otoñal. El cabello cobrizo de Bonne se mecía en la suave brisa del oeste, pero la cremosa melena de Flore permanecía inmóvil sobre sus hombros, por el peso que la paz le infundía. El mastín negro se situó retozón junto a Amanieu, ladró y luego se sentó, aullando. El Mecklenburger, que había presenciado ceremonias más lujosas que aquélla, piafó haciendo estremecerse el suelo, a lo que Mosquito comentó: -¡Vaya con el muchacho!

El trovador recitó de memoria y a toda velocidad: -Oh, señor, dignaos bendecir con la mano derecha de vuestra majestad esta espada con la cual este vuestro siervo desea ser armado, que así se erija en defensa de iglesias, viudas, huérfanos y de todos vuestros súbditos en contra del azote de los paganos, que así se erija en terror y espanto de otros malhechores, y que así sea tanto en el ataque como en la defensa.

Amanieu se arrodilló. César tomó la espada que Saturnin le tendía y golpeó con la hoja plana en el cuello desnudo inclinado ante él.

– ¡Ceñíos esta espada! -dijo.

Amanieu se puso en pie y César introdujo la espada en la vaina en el costado del nuevo caballero.

– ¿Qué va ahora? -preguntó-. Se me ha olvidado.

Vigorce, quien había sostenido los doce pies de lanza de roble (por no mencionar el escudo) durante media hora o más, dijo:

– La lanza debe ser bendecida, y el escudo y las espuelas.

Miró al cura, quien había vuelto a abrir los ojos para ver la ceremonia.

Bonne intervino:

– No bendeciréis las espuelas, estoy segura.

– No voy a bendecir nada -replicó el cura- No pienso tener nada que ver con esto.

Flore, sin llegar a arrancárselas, cogió las espuelas de manos de su madre y se agachó para ceñirlas en los pies de Amanieu. Este le dio unas torpes palmaditas en la cabeza, como haría un tío.

Bonne comprobó que aquel gesto inoportuno denotaba un vínculo privado entre ellos, y le resultó fácil comprender que Amanieu había sido persuadido de compartir la amistad de aquella niña solitaria en su extraño mundo de juegos y fantasías. Ahora, por supuesto, al arrancar las espuelas de oro de manos de su madre y ceñirlas a los talones del nuevo caballero (usurpando, con sus dedos de criatura, el mismísimo lugar de la mujer), Flore había llevado su pequeño y triste mundo de ensueño al mundo real de los adultos. ¡Resultaba tan embarazoso! Estaba claro que el joven caballero así lo consideraba, pues su piel cetrina exhibía aquel tono como de ictericia que tomaba en lugar del rubor. Incluso Flore había enrojecido, la muy estúpida.