Выбрать главу

– ¡Desde luego, Flore! -dijo Bonne, y salvó la situación. Extrajo de su escote un pedazo de seda china, que había sobrado de la confección del vestido amarillo, y que siempre había considerado un pañuelo de lo más elegante. Se adelantó con gracia y ató la brillante prenda en torno al cuello de Amanieu.

– ¡Llevad esto por mí, señor! -exclamó, dirigiéndole unas miradas y unos pestañeos que rayaban en el virtuosismo.

Amanieu, con la hija a sus pies y la madre, por así decirlo, en la garganta, se dirigió a los hombres:

– ¿Hay algo más?

– Sí -intervino César-, debéis ser presentado con lanza y escudo.

– ¿Qué hago? -preguntó Vigorce.

– Simplemente dádselos -indicó César.

Vigorce se acercó al nuevo caballero y las mujeres se hicieron a un lado.

– Aquí tenéis -le dijo.

– Gracias -contestó Amanieu, y cogió la lanza y el escudo.

– Todavía no han sido bendecidos -intervino el cura con insolencia.

– El tipo al que se los quité era un caballero, antes de que le matara -declaró Amanieu-. Habrán sido bendecidos para él, si era necesario. Nadie había bendecido el cuchillo con que le maté, de eso estoy seguro.

Se reunió con Mosquito y procedieron a asegurar la lanza con el resto de los pertrechos. Los vencejos y las golondrinas volaban bajo sobre sus cabezas. El cielo se había nublado.

– Está lloviendo -anunció Vigorce.

– Vamos -dijo César, y con gesto majestuoso le ofreció el brazo a Bonne-. Vais a empaparos. Mi armadura se va a oxidar. Debemos entrar.

– Vamos, Saturnin -apremió Bonne, y los tres se dirigieron a través de la primera lluvia de otoño, que no arreciaba, hacia la casa.

Los campesinos, encabezados por el fraile, empezaron a dispersarse, pero algunos de los niños se quedaron a ver el final y se acercaron a los caballos. Vigor- ce frotó con su nariz la del caballo de batalla, que enseñó los dientes como muestra de afecto hacia él.

– Me he encariñado con éste -declaró el capitán-. Sentiré verle marchar.

Amanieu rió.

– Gracias -dijo.

– No os ofendáis -repuso Vigorce, y añadió sin convicción, como disculpándose por algo, o por alguien-: Ha sido un verano caluroso. Os deseo que disfrutéis del caballo.

Mosquito se aclaró la garganta y palmeó el cuello del caballo de carga.

– Me voy con él -le dijo a Vigorce.

– ¿Con él? -preguntó éste.

– Sí -respondió Mosquito-. Un caballero necesita a alguien que le cuide.

– ¿Y me dejaréis solo? -le reprochó Vigorce. Mientras pronunciaba esas palabras, la infelicidad se cernió sobre su voz de forma tan repentina y completa como las nubes que cubrían el sol-. ¡Oh! -exclamó, y se tapó los ojos con la mano y se alejó lentamente. El perro aulló, pues no deseaba abandonar la comitiva, pero, fiel a su naturaleza, se alejó para consolar al afligido capitán.

– Os acompañaré hasta el puente -le dijo Flore a Amanieu.

Una vez en el exterior de la torre de entrada, se vieron obligados a detenerse. Su avanzadilla de niños corrió hacia el rebaño de cabras que ascendía la colina, cual río que se encontrara con la crecida de la marea, y las dos manadas de pequeñas criaturas se arremolinaron y se volvieron. Flore asió la mano de Amanieu al ver a la mujer ciega a un lado, de pie, esperando a que la confusión remitiera.

– Lleva otra vez el sombrero de mi padre -observó Flore-. Me pregunto cómo lo consigue. Quizá se lo dé Gully, o mi madre.

Cuando cabras y niños se hubieron reagrupado y retomaron sus respectivos caminos separados, Amanieu saludó a la mujer ciega.

– Caminaréis a la sombra de la muerte -le dijo ella- antes de que pasen tres días, pero la ayuda os llegará desde arriba. -Alzó su ciega mirada hacia el cielo nublado, y emitió una risa seca pero bien satisfecha ante lo que allí veía.

– Tal vez estéis en lo cierto -le respondió Amanieu.

La mujer se alejó en pos de sus cabras.

El caballero y su escolta descendieron hasta el puente. Mosquito y su caballo pío, con el caballo de carga a la zaga, guiaron a los niños a través del puente mientras Flore y Amanieu se despedían.

– ¡Hasta esta noche! -dijo Flore-. ¿Hasta esta noche?

– Antes de que se ponga la luna -respondió Amanieu.

Ella le creyó, pero lloró al verle alejarse sobre su montura.

28

EL CREPÚSCULO DEL POETA

La lluvia había cesado al mediodía. Tras ella, el cielo, que había sido de un azul sin mancha durante todo el verano, apareció plagado de altos vellones de nubecillas blancas que durante toda la jornada se moverían con lentitud hacia el este. El aire empapado de frescor instilaba un elixir de bienestar en los pulmones al que sólo los más mórbidos espíritus se resistían. César, aunque actuaba de educado anfitrión precisamente de uno de tales espíritus, sintió que la euforia le burbujeaba en la sangre.

– ¡Caramba! -exclamó al salir al exterior sobre unos miembros a los que ya no constreñía la cota de malla-. Este aire es fresco como… tan fresco como… -Observó con mirada expectante a su compañero, ofreciéndole con gracia aquella jugosa oportunidad de expresar sus dotes poéticas-. ¿Cómo qué diríais vos que es fresco este aire?

– ¿El aire? -dijo Saturnin-, Sí, es fresquísimo. -Olisqueó-, Es a causa de la lluvia.

– ¡No, no! -exclamó César-. Me refiero a si es tan fresco como el agua de una fuente, o como la risa de un niño. Esa clase de cosas.

Saturnin escuchó con gravedad el problema de César, pero no pareció entender adonde quería llegar.

– Eso depende de vos -respondió impasible.

Después de la cena, César paseaba junto a su invitado (el invitado de Bonne) por el patio. No le agradaba aquel hombre. Desde la primera impresión que tuviera de Saturnin en la ceremonia todo había ido cuesta abajo. La melancólica presencia del poeta ocupaba demasiado espacio. Se le veía constantemente taciturno, como si estarlo formara parte de su profesión, y César consideraba una afrenta el pesimismo que aquel hombre infundía en el ambiente de su hogar.

Además, no era el momento adecuado.

No era sólo el aire límpido a causa de la lluvia lo que había dotado de nuevo optimismo el ánimo de César. Dentro de él crecía un instinto, tan claro como una voz, que le decía que el miasma entre él y Bonne (la cegadora y envenenada niebla que les aquejaba cual brujería) empezaba a fundirse y a desvanecerse. Tan misteriosa esperanza había surgido en él a lo largo de aquel día, una esperanza de felicidad que había sanado sus huesos, acelerado su corazón y tornado más brillante su mirada.

De una cosa César estaba absolutamente seguro: si él y Bonne estaban destinados a emerger al fin de aquel mar agitado y tormentoso en el que sus vidas se habían debatido durante tantos años, no iba a permitir entonces que aquel pesimista autocompasivo les abocara al naufragio ahora que habían divisado tierra. No le permitiría quedarse, por su melancólica insistencia en mantener vivo en Bonne el hábito de los viejos pesares; un hábito que, dejado a su albedrío, estaba a punto de pasar a la historia. De una forma u otra, había que sacar de allí a aquel hombre.

Por tanto, César procedió a reconocer el terreno.

– Supongo -le dijo al trovador- que partiréis con la corte del vizconde Roger, cuando nos deje tras su visita. ¿Cuánto tiempo os llevará escribir esa canción que hará famosa a mi esposa?

El rostro de Saturnin se tornó más largo.

– No tengo trato alguno con las cortes. Los vizcondes no tienen importancia alguna para mí. No, no me tentará la idea de servir a Roger, y desde luego me llevará meses, muchos meses, escribir la cantidad de canciones que van a hacerse sobre vuestra dama.

– ¿Cuántos meses?

– Bueno, en realidad no puede decirse.

– Ya veo.

César casi deseó no haber tramado la partida de Amanieu. El joven podría haber hecho un trabajo rápido con ese tipo. Habían llegado al pie de la torre del homenaje, y allí se detuvieron. Sus miradas ascendieron por aquella cara de la pared. Vigorce apareció en lo alto y se asomó por sobre la muralla para brindarles un saludo con ambas manos, cual soberano sin obsequio ninguno que ofrecer a sus leales súbditos. César saludó en respuesta al capitán.