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– Pobre Vigorce -repuso-. Nada le sale bien.

Observó que Saturnin se había puesto pálido y temblaba con la mirada clavada en el hombre del tejado.

– ¿Qué sucede? -le preguntó-. ¿No os encontráis bien?

– No puedo soportar las alturas -respondió el trovador.

– Pero si estáis en tierra firme -protestó César.

– No supone diferencia alguna en qué extremo me encuentre si veo a un hombre de esa forma, ahí arriba.

Siguió estremeciéndose, y César le obligó a volverse asiéndole de los hombros.

– ¡Nos vamos de aquí! -anunció, y empujó a Saturnin de nuevo hacia el otro lado del patio-. Hay que apartarse del lugar, eso es lo que hay que hacer. Debo decir que lo vuestro es todo un problema. ¡Cuidado, no tropecéis!

El trovador recuperó el control de sí mismo y sus pies anduvieron sin trompicones de vuelta a la casa. Bonne se hallaba sentada junto a la puerta, remendando su pequeña provisión de lencería de hogar bajo la poca luz diurna que quedaba.

– No os canséis la vista -le recomendó César.

La aguja pendió errática en el aire durante un instante, como súbitamente desconcertada. Bonne alzó la mirada hacia César.

– Acabaré con ésta -dijo- y lo dejaré.

– Voy a por un poco de vino para nuestro poeta. Acaba de sufrir un ataque de vértigo al ver a Vigorce en lo alto de la torre -explicó César-. Sentaos junto a Bonne; hay sitio de sobra en el banco.

– ¡Vértigo! -exclamó Bonne-. ¿En el suelo?

– ¡Ah! -comentó César quitándole importancia-. Es exactamente lo mismo que uno se halle arriba mirando hacia abajo, que abajo mirando hacia arriba.

Saturnin tomó asiento junto a Bonne en el banco.

– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó observando con incredulidad sus atareados dedos.

– Estoy remendando la ropa de casa -explicó Bonne-, o lo que nos queda de ella. Zurcir viejas servilletas para devolverles la vida, eso es lo que hago en realidad.

César salió de nuevo sorbiendo vino de una taza.

– Es una excelente costurera -comentó-. Eso hará que Roger se quede sentado. ¡Tomad! -dijo, y le tendió la taza a Saturnin-. Bebed esto; quizás así dejaréis de temblar.

– Gracias -repuso el poeta con voz quejumbrosa, y se bebió el vino de un trago.

César permaneció en pie con los brazos enjarras y miró en torno a sí.

– El cielo está muy hermoso esta noche. ¡Vaya colorido! Ahí está Flore, en la torre de entrada, aprovechándolo al máximo.

– ¿No podríais tejer tapices, en lugar de eso? -preguntó Saturnin-. Remendar ropa vieja tiene un sabor desesperadamente doméstico. Jamás podría escribir una canción sobre vos mientras hacéis una cosa como ésa.

– ¡Tonterías! -exclamó Bonne-. Me sorprende que después de cómo posé para vos no hayáis escrito ya una canción sobre mí. Confío en que cantéis alguna antes de que concluya la visita de Roger. Es muy probable que esté aquí mañana. Deberíais acostaros pronto y levantaros temprano por la mañana, y empezar a trabajar en ello.

Saturnin se iba percatando de que el mundo del día anterior se había desvanecido. Aquélla no era la mujer, desesperadamente ebria, que había conocido al mediodía; ni aquella otra mujer a la que había observado a medianoche, ansiosa de mostrar el amor que se profesaba a sí misma ante su objetiva mirada. Esa mujer que se hallaba junto a él había dejado de lado su necesidad del extraño desconocido, del efímero extranjero, de la máscara parlante de Apolo.

Esa mujer había dejado que las fuerzas de su naturaleza cambiasen, durante el día, y aquello mostraba todos los signos de formar parte de una mayor perturbación en los profundos y pétreos arrecifes formados por una explosión acaecida mucho tiempo atrás, cuando se había forjado el mundo entre César y Bonne.

Saturnin había perdido, en aquel bilateral terremoto, su condición esencial de voz reflexiva y de tercer ojo.

Bonne no desearía espejos ahora para saberse observada.

Saturnin sintió tornarse agrio el vino en su estómago, y saboreó la negra bilis en su lengua. Había llegado al lugar adecuado, pero en el momento equivocado. Profirió un gemido…, un suspiro demasiado hondo para emprender el vuelo. ¿Dónde pasaría las Navidades aquel crudo invierno? Se contuvo. Debía tener cuidado de no transformar la desdicha en desastre; y quizá no todo estuviese perdido. ¡Las cosas debían hacerse de una en una! Así pues, preguntó:

– ¿Dónde dormiré esta noche?

– En la torre de entrada -respondió César-, donde lo hacía el muchacho. Es una estancia alta con un pequeño lecho en ella.

– Yo he dormido en él, cuando vos tuvisteis aquellas pesadillas -intervino Bonne-. Es muy cómodo.

– En la torre de entrada, entonces -dijo César en tono alentador.

– Entrad, sin embargo -dijo Bonne-. Todavía no es hora de acostarse, ni siquiera de acostarse pronto. -Aquella amabilidad fuera de lugar les irritó a los tres, pues cada uno de ellos deseaba que Saturnin se hallase a solas.

– Lo haré, entonces, sólo un ratito -aceptó el trovador.

– Sacad vuestro laúd -pidió César, en la esperanza de paliar aquella inminente hora aciaga-. Cantadnos una canción.

– No podría; no esta noche.

Bonne recogió sus enseres de costura, con la ayuda de César. Saturnin no pudo soportar tocar aquello, de modo que llevó el banco. Los tres se internaron en la casa, dejando detrás de ellos la purpúrea penumbra.

29

TORMENTA

Cuando el sol se puso tras las montañas, Flore dijo en voz alta: «Vendrá, vendrá», y añadió para sí: «Pero se está haciendo tarde». Permaneció de pie, apoyándose con firmeza sobre los talones y con los brazos sobre el parapeto, y observó el recodo más alejado del camino. Las nubes que rodaban de forma incesante hacia ella vestían todavía los colores del sol caído, aunque el carmesí disminuía hasta el rosáceo y el púrpura se hundía en el violeta a medida que la noche cernía su sombra. Cuando ya no hubo camino que ver, cuando incluso el puente fue arrebatado de su mirada por la oscuridad, esperó a que saliera la luna.

Las nubes, ahora sin iluminación ni color alguno, se encorvaban muy bajas sobre la cabeza de Flore. El viento, que había sido estable y constante durante su espera a lo largo del crepúsculo, se arrojó sobre ella en ráfagas para disminuir durante breves intervalos y volver a arreciar a través del aire. Flore se acercó más a la protección que ofrecía el muro y se sostuvo el cabello pegado al cuello. Como si hubiera sido liberado para campear a sus anchas por la llegada de la noche, la violencia del viento aumentó a medida que la oscuridad se hacía más densa. Flore se colocó en la esquina que recibía el azote del viento y se arrebujó. Allí, acurrucada entre la familiar calidez de su cabello, se dispuso a continuar esperando.

Cercada en dos costados por la piedra y en el tercero por la noche, y acechada por el súbito techo que sobre ella tendía el vendaval, llegó un momento en que se sintió tan protegida por la tormenta como protegida de ella. Escudriñó por tanto la oscuridad. ¿Qué enemigo se ocultaba allí, observando para cogerla desprevenida? Cerró los ojos e impuso control sobre su mente; pero, cómo no, el nefasto humor con que iniciara el día volvió a abatirse sobre ella para arruinar su felicidad.

Aquél era el profundo pesar que le había indicado, incluso antes de que abandonara el lecho para iniciar ese día memorable, que durante su transcurso Amanieu se marcharía para siempre. Ahora le decía: «Tu día ha alcanzado su otra noche, y aunque hayas compartido promesas con él desde que yo te despertara al alba, él se ha marchado para no regresar».